De vez en cuando, Ro y yo volvemos a una vieja y un tanto absurda discusión sobre qué significa “haber estado” en un país. Todo empezó en 2016 cuando, viajando en un colectivo de Trieste a Zagreb, hicimos una parada de quince minutos en Liubliana. Según mi visión, con eso alcanzaba para decir que habíamos estado en Eslovenia (mi argumento era: “me compré un sanguche y comí ahí. Si le tengo que decir a alguien dónde almorcé, ¿qué le digo? ¿Cómo pude haber almorzado en un lugar donde nunca estuve?”). Ella, por su parte, afirmaba que al menos habría que pasar una noche en el mencionado país para poder agregarlo a la lista.
El tiempo terminaría desdibujando ambas teorías, y acabaríamos aceptando que en la mayoría de los casos no alcanza ni con un montón de años para conocer ni entender nada. De todas maneras, al día de hoy los dos acordamos “haber conocido” lugares como Mónaco, Macao y Gibraltar, a pesar de que solo estuvimos un puñado de horas. Y Catar se sumó recientemente a esta lista.
Una noche en Catar
Después de pasar dos semanas increíbles en Vietnam, sabíamos que cualquier cosa que viniera contaría con la desventaja de ser comparada con la experiencia reciente. Además, la verdad es que Catar no nos despertaba mucho entusiasmo. El mundo de los super ricos nos interesa poco y nada, y menos en un lugar que cercena derechos fundamentales de las mujeres, la comunidad LGBTIQ+ y muchos de los trabajadores extranjeros. Pero en fin, nuestro vuelo de regreso de Hanói a Copenhague tenía una larga escala en Doha así que, prejuicios al margen (?), reservamos una noche en Catar.
El aeropuerto no nos causó la impresión de “riqueza obscena” que esperábamos. Para esa sensación tuvimos que esperar a llegar al metro, donde las comodidades estaban por todo lo alto. Los pisos de la estación brillaban, no había un papelito en el suelo, los travelators te llevaban de acá para allá sin caminar, había pantallas con información moderna, aire acondicionado a dieciocho grados y hasta vagones de primera clase. Nunca en mi vida había visto un metro con clases. Nosotros subimos a un vagón “standard”, donde en un viaje de veinte minutos Ro fue la única mujer. Con el correr de las horas y de los metros, entenderíamos que todas las mujeres viajaban en los vagones “familiares”.
Al salir de la estación de metro más cercana a nuestro hotel experimentamos por primera vez la temperatura de Catar en verano. No es que los 45 grados fueran algo nuevo para nosotros (en Vietnam habíamos llegado a 47 y, aunque lejos de ser agradable, nos acostumbramos), pero sí fue nueva la sensación de que el aire mismo estaba caliente y no te permitía respirar. Era como una bola de gas abrasador que se metía en los pulmones y quemaba por dentro. La caminata al hotel solo eran unas pocas cuadras, pero fue la primera vez que nos sentimos incómodos e inseguros con el clima tan rápido. Bajo esas condiciones, estaba claro que la recorrida por Doha iba a estar muy limitada.
Cuando nos animamos a salir del hotel, nuestra primera parada fue el zoco de Doha. Si han leído sobre nuestras visitas a lugares como Túnez, Egipto o Marruecos, sabrán que los zocos son los mercados tradicionales del mundo árabe, con multitud de tiendas de todo tipo, abarrotadas una al lado (y a veces, encima) de la otra, pasillos laberínticos, poca luz solar y vendedores que negocian mejor que los buitres del FMI. Pero no en Catar.
El zoco de Doha se parece más a un mall al aire libre, con todos los locales organizados e identificados por su nombre, pisos relucientes, silencioso, artículos con precios exhibidos y hasta aire acondicionado en su parte cubierta. Incluso llegamos al límite de poder pagar un imán de heladera de 5 riales (1,40 USD) ¡con tarjeta de crédito! Los caranchos de Egipto se indignarían si leyeran esto.
Después de dar unas vueltas por el “zoco”, seguimos caminando rumbo a la costanera, por un entorno que parecía el de la película “Soy leyenda” (sin los zombis). No se veía a nadie en la calle, y no solo peatones, ni siquiera autos, cosa que chocaba bastante en unas calles impresionantes de tres o cuatro carriles. Doha, al menos bajo la luz del sol, parecía una ciudad fantasma.
Lo que tampoco veíamos eran árboles, aunque en este caso es más entendible, en un país que básicamente es un gran desierto seco y plano. Pero, eso sí, plazas enormes de Doha exhiben un césped inmaculado que ni en la campiña inglesa, el cual riegan con aspersores automáticos a la noche, a pesar de que el agua es el bien más escaso por esos lugares.
Tras una caminata durísima bajo el sol inclemente, por fin logramos llegar a la costanera, donde la capital de Catar choca con las aguas del golfo Pérsico. A lo lejos, y un poco difusa a través de la arena suspendida en el aire, pudimos divisar los rascacielos del distrito financiero, e imaginar (porque, francamente, no se veía) esa zona que se llama “La Perla de Catar”; un archipiélago artificial con viviendas de lujo.
La costanera en sí misma estaba muy bien, con algunas palmeras que proyectaban cierta sombra y dividida en tres carriles distintos: uno para caminar, otro para andar en bicicleta y otro para correr, con piso de tartán. Le faltaba gente, claro, y tampoco ayudaba el hecho de que a la noche, cuando baja la temperatura, no tuviera iluminación.
Aceptando que no íbamos a poder recorrer mucho más al aire libre, nos tomamos el metro al shopping Villaggio, un centro comercial que, al igual que sus “primos” de Macao y Las Vegas, recrea en su interior la fachada y los canales de Venecia. A pesar de sus tiendas importantes, muchas de ellas de lujo, el negocio que más disfrutamos en el Villaggio fue el Carrefour, un supermercado gigante y multicultural, con productos de todo el mundo, como carnes australianas, vinos argentinos, quesos franceses, frutas peruanas, galletitas japonesas y un largo etcétera. Un paraíso comercial internacional, que responde a la distribución demográfica de Catar, donde alrededor del 80% de sus habitantes son extranjeros.
Pero sin dudas, el lugar más bizarro que vimos en el shopping, y en todo Doha, fue la pista de hielo del Villaggio. Para mi, eso define lo absurdo del país: 46 grados a la sombra y árboles contados con la mano, pero tienen una pista de hielo operando todo el año. Por algo Catar es el mayor emisor de dióxido de carbono per cápita del mundo (y aun así, en 2012 la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático se hizo en Doha).
Antes de terminar el día y regresar al hotel para unas pocas horas de sueño, volvimos al zoco, ya bajo la seguridad de la noche. El lugar se veía más animado que de día, con todos los negocios abiertos y gente caminando, pero el orden persistía. Desde lo alto de las cornisas de los edificios, varias de las 250 cincuenta mil cámaras de seguridad que Catar tiene instaladas seguían todos nuestros movimientos.
Nuestra visita express al país donde finalmente Messi levantó la Copa del Mundo llegó a su fin a las cinco de la mañana. Para nuestra sorpresa, había cierto tráfico, más que nada varios colectivos viejos y medio destartalados, con las ventanillas abiertas y llenos de lo que parecían ser trabajadores extranjeros. De vez en cuando, eran sobrepasados por los pequeños colectivos urbanos de Doha, eléctricos y súper modernos. Nosotros nos metimos en la boca del metro, buscamos un vagón “familiar” y nos fuimos para siempre de Catar.