Hay un meme que anda dando vueltas por Internet llamado “mapa de cualquier ciudad europea”. Es un mapa ficticio, con lugares en común que uno puede encontrar cuando viaja por la Europa occidental, tales como “una especie de torre”, “el río”, “el barrio industrial reconvertido en hipster”, “la catedral”, “la estación central” y un largo etcétera. No por gracioso el meme pierde validez; de hecho, resulta bastante acertado. Las ciudades de Europa, en general, son muy parecidas.
Por eso, aventurarse a un lugar “distinto” por primera vez desde 2019 (la recorrida por los Balcanes) fue un soplo de aire fresco. Volver a experimentar esa especie de adrenalina de salir a la calle y no entender bien qué está pasando porque no solo el idioma es diferente, sino también las costumbres y las reglas no escritas que hacen a cualquier sociedad.
Túnez se sintió como un volver a la aventura después de algunos años aburguesados, viajando por lugares lindos, a veces interesantes, pero siempre dominados por el algoritmo de Google y la previsibilidad que eso conlleva.
Aviso importante antes de seguir: lo que están a punto de leer es un texto largo, desorganizado y, a veces, inconexo. Más o menos como nuestra experiencia en Túnez. Continúen bajo su propio riesgo.



Calles salvajes
El primer acercamiento a las calles tunecinas lo tuvimos con el taxi que nos llevó del aeropuerto al hotel de la capital. Subieron Ro y Mamá atrás, yo adelante y la valija en el baúl. Y digo “valija” en singular, porque en el avión solo llegó una de las dos que habíamos despachado en Copenhague. Sí, por primera vez en tantos años de vuelos una aerolínea nos perdió el equipaje. Gracias Lufthansa.
El conductor del taxi ni hizo el amague de ponerse el cinturón de seguridad o de esperar que nos lo pusiéramos nosotros. Pisó el acelerador sin más y se incorporó a la bulliciosa rotonda de salida del aeropuerto sin apenas tocar el freno. Primera lección de manejo en Túnez: las rotondas no existen, solo están en tu imaginación. Segunda lección: la prioridad es un invento del capitalismo, pasa el que acelera primero.
Sin tiempo para asimilar mucho más, al día siguiente me puse detrás del volante de un auto de alquiler con la misión de hacer unos cuantos cientos de kilómetros alrededor del país. La buena noticia fue que, antes de arrancar, recuperamos la valija perdida.


Lo positivo de manejar en un contexto tan caótico es que no hay oportunidad de sobre-analizar nada. Pura reacción e instinto. Otra cuestión a favor es que ninguno de los peatones o los otros automovilistas esperan que hagas lo correcto, con lo cual nunca te sancionan con un bocinazo o un insulto. De hecho, los peatones tienen una extraña afición a caminar por la calle, incluso cuando las veredas están en buenas condiciones. En un pueblo del interior, que no tendría más de cinco mil habitantes, me sentí el chofer del colectivo de la selección entrando a Buenos Aires después de ganar el Mundial. Era día de mercado y la calle principal estaba abarrotada de puestos de venta a ambos lados y, por el centro, como si se tratase de una peatonal y no de una ruta, gente, mareas de gente.
Más virtudes de los conductores tunecinos: circulan despacio. En las ciudades el tráfico es tan denso que no se puede ir muy rápido, pero en las rutas más vacías tampoco se llega a mucho más de cien kilómetros por hora. Y no es que los caminos no estén en condiciones, todo lo contrario. A excepción de unos pocos kilómetros de una ruta semi-rural entre Dougga y Sbeitla, que exhibía algunos baches, Túnez tiene carreteras asfaltadas por doquier y en excelente estado.
Después de algunos días manejando por distintos pueblos y ciudades del país me terminé sintiendo uno más en esa especie de caos organizado que es el tráfico tunecino. Quizás me pasé de confianza, porque después de pasear un rato por Sidi Bou Said, el autoproclamado “pueblo más lindo de Túnez”, nos encontramos con que el auto tenía un dispositivo de metal que bloqueaba la rueda por estar mal estacionado, que nos hizo acordar a ese capítulo de Los Simpson donde viajan a Nueva York. Sin saber muy bien qué hacer, le preguntamos a unos taxistas que estaban cerca, quienes nos dijeron que tuviéramos paciencia, ya que los de la multa no tardarían en llegar. Efectivamente, menos de cinco minutos después apareció una camioneta cargada con esos “dispositivos”, que a cambio de treinta dinares (diez dólares) liberó la rueda y nos dejó ir.
El conteo total de kilómetros llegó a 1920 en siete días, manejando por ciudades, pueblos, mesetas, cañones, desiertos, oasis y playas. Toda una experiencia. En retrospectiva, no sé si se maneja peor que en Argentina, pero sin dudas los desafíos son distintos.


Padre rico, padre pobre
Alguna vez, en este mismo blog, empecé a usar el argentinismo “carancho” para designar a esos vendedores que se pasan de insistentes, los cuales muchas veces hasta te siguen para que les compres un producto o servicio, y con quienes se suele tener que regatear el precio. En su momento quizás los retraté de forma negativa, pero con la perspectiva que da el tiempo me veo en la necesidad de rectificarme: la verdad, si es sobre hacer negocios, prefiero aprender de cualquiera de estos caranchos en lugar de charlatanes como Robert Kiyosaki.
Túnez, como buen lugar que atrae al turismo y necesita divisas, tiene caranchos, pero, salvo contadas excepciones, no son ni tantos ni tan insistentes como en otros lugares donde hemos estado, como Egipto o Indonesia. Incluso nos pasó de confundir la amabilidad con el carancheo, símbolo inequívoco de que Dinamarca está arruinando nuestras, ya de por sí escasas, facultades sociales. Fue el primer día en la capital, camino a la medina (el barrio antiguo en las ciudades árabes), cuando un hombre nos detuvo hablándonos en español. Dijo que era uno de los porteros del hotel donde habíamos llegado hacía apenas un par de horas y nos empezó a recomendar algunos lugares para visitar en la ciudad. La misma situación se repitió de forma casi idéntica apenas unas cuadras más adelante. Demasiada coincidencia para nuestra natural desconfianza, sobre todo después de haber pasado por una situación parecida en Shanghái. Sin embargo, en ambos casos se despidieron después de un rato de charla, sin pedir nada ni prestar atención a dónde seguía nuestro camino.
Por supuesto que sí había caranchos de verdad, especialmente cuando nos sumergimos en la medina de Túnez capital, un laberinto de calles angostas cargadas de negocios. Nada más nos escuchó hablar en español, un vendedor de perfumes empezó a caminar con nosotros y a explicarnos que hinchaba por Argentina en la inminente final del Mundial, ya que odiaba a los franceses por su pasado colonial. Quizás fue porque estábamos recién llegados, o porque habíamos perdido la práctica después de tanto tiempo de viajar por la previsible Europa, pero la realidad es que caímos en su trampa y terminamos dentro de una enorme tienda de alfombras, escuchando al dueño contarnos las bondades de sus productos. ¿Resultado? Salimos con dos caras (aunque hermosas) alfombras de dormitorio. No conforme con eso, nuestro “guía” nos esperó en la puerta para, ahora sí, llevarnos a ver sus perfumes. Lo evadimos como pudimos y, resignado, el hombre volvió al local de alfombras, muy probablemente para exigir su comisión por la venta.

No todas las medinas de Túnez son iguales. La de Nefta, por ejemplo, en pleno desierto del Sahara, es muy auténtica y ahí no hay caranchos de ningún tipo. Nadie nos molestó mientras caminábamos por los pasillos bien conservados, admirando las hermosas puertas y ventanas y la superioridad estética del árabe escrito. Quizás sea por sus trazos redondeados y simétricos, pero la verdad es que hasta los grafitis callejeros se ven bien en árabe.
El peor carancheo no lo sufrimos en ninguna medina, sino en Mos Espa, un pequeño enclave turístico a pocos kilómetros de Nefta. Para los nerds como nosotros, el nombre ya les da la clave de lo que se trata: Mos Espa es una ciudad del planeta Tatooine en la saga de Star Wars. Ya entraré en más detalles sobre este punto, pero la cuestión es que apenas terminamos de detener el auto en las afueras del emplazamiento nos vimos rodeados por un grupo importante de caranchos, deseosos de vendernos collares, telas y/o paseos en camellos. No nos dejaron solos ni un segundo durante toda la recorrida, y tanta insistencia demostró tener su premio: Mamá terminó haciendo un paseo en dromedario por las dunas de Mos Espa.



Desde ese día, creo que nuestra relación de poder con los caranchos tunecinos empezó a cambiar en la balanza. Ya en Tamerza, un oasis cercano, se dieron por vencidos después de seguirnos un rato para terminar viendo cómo nos sentábamos en una piedra e improvisábamos un almuerzo de pan y fiambre. Y en El Jem nos recibimos de expertos negociadores. Bueno, en realidad Mamá se recibió y nosotros asistimos a su clase magistral.
Los turistas que llegan a esta pequeña ciudad lo hacen para conocer su famoso anfiteatro romano, construido en el siglo 3 AC y en cuyo esplendor llegó a albergar 35 mil personas. Nosotros fuimos por el mismo motivo, pero antes de irnos nos detuvimos a comprar algunos productos en una de las numerosas tiendas que rodean las afueras del anfiteatro, como pañoletas, imanes de heladera, toallas y adornos varios. La dinámica era la siguiente: Mamá agarraba algo, preguntaba el precio, el vendedor respondía, Mamá decía un precio diferente (al menos un 30% más barato), el vendedor dudaba, Mamá agarraba otra cosa y empezaba el proceso de nuevo. Al final, con las manos llenas de productos, Mamá le dio el precio final al vendedor, que empezó a tartamudear y a pedir por favor que lo dejáramos hacer la cuenta en papel. Fue la primera vez en mi vida que sentí que nosotros pusimos nerviosos al carancho y no al revés. En tu cara, Kiyosaki.




Agua para el mate
En las clases de danés que tomamos alguna vez estaban obsesionados con preguntarnos cuál era el aspecto cultural que más nos había “shockeado” de Dinamarca respecto a nuestros países de origen. Nunca supe muy bien qué contestar. Sí, en Dinamarca la gente sigue las reglas un poco mejor, socializa menos y tiene algunos puntos de vista que podríamos llamar “extraños”, pero en el fondo no deja de ser otro país occidental con más o menos los mismos usos y costumbres.
En Túnez, en cambio, se siente la diferencia mucho más, para lo bueno y para lo malo. Sin dudas el mayor choque cultural lo tuvimos con el machismo imperante en la sociedad. Aunque no está tan mal como otros países, todavía le falta para llegar al nivel de Argentina, por ejemplo (que ni de cerca es el ideal tampoco).
La vía pública parece dominada por los hombres. No es que no se vean mujeres, pero en los negocios donde se espera turismo, por ejemplo, es casi seguro que atienda un hombre. Los bares son otra muestra. Desde muy temprano en la mañana se ven grupos de hombres pasando las horas con un pequeño café y mirando la calle, sin mujeres en las otras mesas. Estos bares incluso colocan las sillas de la vereda con vista a la calle en lugar de enfrentadas, como uno pensaría que es la norma.
Las mujeres están presentes, sí, pero siempre dan la sensación de estar haciendo algo. Vimos mujeres manejando, mujeres policía, mujeres empleadas del banco y, en el momento de nuestra visita, hasta la Primera Ministra era una mujer (la primera en ocupar ese cargo en el mundo árabe). Pero el ocio parece reservado para los hombres. Aun cuando se supone que están trabajando, no parecen estar haciendo nada. En las ruinas romanas de Dougga, por ejemplo, había una gran cantidad de empleados del recinto (todos hombres) simplemente charlando o mirando a la gente pasar. Uno de ellos hasta pasó andando en moto por encima de las ruinas. Otro ejemplo, en el hotel de Sbeitla nos despertó la alarma del edificio a la madrugada. Preocupado, salí de la habitación a ver qué pasaba, y me encontré a los dos empleados fumando en la puerta y hablando, mientras la alarma hacía tronar las paredes. Con total parsimonia, recién entraron a investigar la situación cuando terminaron el cigarrillo.


Otro choque cultural fue, claro, el idioma. El idioma oficial en Túnez es el árabe, aunque también se habla bastante francés, cortesía de los 75 años de ocupación francesa. En la capital es fácil manejarse con el inglés, y la mayoría de los caranchos incluso se las rebusca con el español, pero la cosa cambia cuando uno se aleja hacia el interior del país.
Gracias a la afición de Mamá por tomar mate al menos dos veces al día, tuvimos la oportunidad de intentar comunicarnos con algunos tunecinos que probablemente no se habían cruzado con un turista en sus vidas. Uno de los días más memorables en este sentido fue el del trayecto entre Dougga y Sbeitla.
Eran casi tres horas de ruta sin mucho para ver en el camino y Mamá empezó con sus ansias de mate. Aunque, para ser justos, también teníamos hambre. No comíamos nada desde el desayuno en la capital y habíamos llegado a Dougga con la esperanza de encontrar un lugar para almorzar, cosa que no ocurrió.
La ruta estaba vacía y los pocos pueblos que cruzábamos parecían desiertos y sin mucha oferta gastronómica. De todas maneras, paramos en uno de esos pueblos y nos aventuramos dentro de un bar en busca de agua y algo para comer. Dentro, cuatro clientes con un café y el empleado de la barra, todos hombres, se quedaron de piedra. “Sándwich”, le dije al de la barra, ayudándome con el gesto de llevarme comida a la boca. Negó con la cabeza y, en cambio, me ofreció unas magdalenas. Nos las llevamos y nos alejamos de ahí, sintiendo sus miradas clavadas en nuestras espaldas.
Volvimos a intentarlo en otro pueblo. Esta vez la que atendía el negocio era una mujer de unos setenta años. Mamá le dio el termo y le pidió agua para el mate, en español. La mujer no dijo nada, agarró el termo y lo llenó de un líquido que estaba calentando en una pava sobre el fuego. Por el color, estaba claro que no era agua para el mate. Mientras tanto, en el negocio de al lado, una especie de quiosco, Ro y yo nos las ingeniamos para conseguir unas galletitas de agua.
En el tercer pueblo, por fin, encontramos una especie de almacén donde pudimos comprar fetas de queso. Y ese fue nuestro almuerzo: galletitas de agua con queso y mate cebado con una especie de té super dulce, cuyo sabor no terminamos de identificar.


Lo último que quiero destacar sobre ese aspecto tan amplio llamado “cultura” es la calidez de los tunecinos. Quizás uno se “enfría” en lugares como Dinamarca, y lo que debería ser normal termina pareciendo una rareza. Una noche, después de comer en un restaurante de Tozeur, una ciudad en el borde norte del desierto del Sahara, Ro le pidió al mozo que le preparara lo que sobró para llevar. No sé cómo hizo, porque Ro no habla ni árabe ni francés y el mozo no hablaba inglés, pero se entendieron. Mientras esperábamos, nos acercamos al mostrador a pagar. El cajero, curioso, nos preguntó de dónde éramos.
—¡Argentina! —exclamó, encantado—. ¡Hola hola Coca Cola!
Desconozco el origen de tan curiosa rima, pero nos dio gracia. En ese momento, llegó el mozo con la comida sobrante en un paquete muy bien armado. Amagamos a irnos, pero enseguida el cajero nos llamó la atención.
—¡Hola hola!
Faltaba el pan. Agradecimos varias veces y volvimos a tomar el camino de la salida. Pero enseguida:
—-¡Coca Cola!
También querían regalarnos una bebida.
En serio, en el improbable caso de que alguna vez tengan que comer en Tozeur, no duden en ir al restaurante Tozeriana.
En una galaxia muy muy lejana
Túnez tiene lugares hermosos, historia antiquísima, la gente es super amable y encima es barato. Pero incluso sin ninguno de estos condimentos, sin dudas que lo hubiésemos visitado igual tarde o temprano, por la simple razón de que ahí se filmaron muchas e importantes escenas de Star Wars.
Nuestra recorrida por la “galaxia muy muy lejana” comenzó en el Cañón de Mides, a pocos kilómetros de la frontera con Argelia. Es un lugar extraordinario, porque en el medio del desierto más árido y llano que uno pueda imaginar aparece una enorme grieta en el suelo, de varios metros de profundidad, rodeada por un oasis de palmeras cargadas de dátiles, la fruta nacional.
Estrictamente hablando, Star Wars no se filmó en Mides, ni tampoco en los cercanos oasis de Tamerza y Chebika, pero la imagen de los cañones en medio del desierto inspiró a George Lucas para la carrera de vainas de Episodio 1, en las que un jovencísimo Anakin Skywalker maniobra su vehículo entre las estrechas paredes de piedra.


Visitar esa zona fue un buen aperitivo para el plato fuerte del día siguiente: la visita al ya mencionado Mos Espa, un enclave en el desierto muy cerca de Nefta y Tozeur. Mos Espa es un lugar clave en la mitología creada por Lucas. Ubicado en el planeta Tatooine, es el hogar de Anakin, el futuro Darth Vader. En las calles de Mos Espa conoce al maestro jedi Qui-Gon Jinn, quien decide entrenarlo con la esperanza de que Anakin traerá balance a la Fuerza. En fin, si no saben de qué estoy hablando vayan ya mismo a ver el Episodio 1 de Star Wars.
Mos Espa se construyó en el año 1997 de cero; ahí no había nada más que arena y desierto. Cuando la trilogía de películas finalizó, el sitio quedó intacto y se convirtió en un lugar de peregrinaje para todos los seguidores de la saga. Está, como ya dije, un poco cargado de caranchos, pero conserva toda su magia intacta.
A unos pocos kilómetros de ahí, en uno de los límites de Chott el-Djerid, está el lugar más icónico de todo Star Wars: el iglú donde vivía Luke Skywalker. Quien no recuerde (y no se le ponga la piel de gallina) la escena de Luke saliendo del iglú y contemplando el atardecer de los dos soles de Tatooine en Episodio 4 debe ir ya mismo a ver la película. O replantearse su vida.
Igual que Mos Espa, el iglú se construyó especialmente para la película, en este caso en 1976. Y ahí quedó, abandonado en Chott el-Djerid, un lago salado de cinco mil kilómetros cuadrados que permanece seco casi todo el año. El iglú se deterioró bastante con el paso del tiempo, pero en 2011 un grupo de fanáticos de Star Wars invirtió diez mil dólares en restaurarlo y devolverlo a su antigua gloria.


Llegar al iglú fue una cuestión de fe (o de la Fuerza, mejor dicho). Su ubicación aproximada aparecía en Google Maps pero, al estar en medio de un lago, la distancia no estaba clara. Desde la ruta no se veía nada en el horizonte, así que estacionamos el auto a un costado y empezamos a caminar lago seco adentro. Durante los primeros veinte minutos caminamos en línea recta, pero no parecíamos acercarnos a ningún lado. El auto, en cambio, se hacía cada vez más pequeño.
Después de andar unos dos kilómetros empezamos a vislumbrar algo que “quizás podría ser”. A nuestro alrededor ya no se veía más que la superficie seca y plana de Chott el-Djerid, con el sol cayendo en perpendicular. Avanzamos un poco más y la silueta inconfundible del iglú se hizo visible. La emoción nos hizo correr un poco, aunque con cuidado, ya que algunas partes del lago estaban húmedas. Cuarenta minutos de caminata después estábamos en el iglú de Luke, con una increíble sensación de triunfo.
Lo curioso es que esa locación solo se usó para filmar el exterior de la casa. Para el interior utilizaron un pequeño hotel en el pueblo de Matmata, a doscientos cincuenta kilómetros. Esa región de Túnez es famosa por sus llamadas “casas trogloditas”; viviendas excavadas en la montaña a partir de un gran pozo circular abierto, y en cuyos alrededores se excavan las diferentes habitaciones. Este tipo de construcción es ideal para permitir que entre la luz solar, al mismo tiempo que mantiene las habitaciones subterráneas frescas en verano y cálidas durante el invierno. El Hotel Sidi Driss está construido como una casa troglodita y, como tal, resultó de lo más extravagante para representar la casa de los Skywalker en los Episodios 2 y 4.


Para que no quedaran dudas de que Túnez es realmente Tatooine, George Lucas hasta usó el nombre de Tataouine, una ciudad al sur del país. Más aún, para protegerse del frío en invierno muchos habitantes de la zona utilizan una capa color marrón oscuro que les cubre la cabeza y les llega hasta los tobillos, llamada burnous. Basta ver a cualquiera vistiendo un burnous para darse cuenta de que es la misma capa que usan los caballeros jedi sobre su uniforme habitual.



Cerca de Tataouine hay una serie de ksar que también se usaron para filmar varias partes de Episodio 1. Ksar es una palabra árabe que significa “castillo”, y denomina a una serie de viviendas solapadas hechas de adobe. Imagínense la vecindad del Chavo, solo que con más pisos (hasta cuatro) y entradas semicirculares. Por fuera, una única muralla cierra el complejo, que solo tiene una entrada y era ideal para defenderse en tiempos de guerra.
En particular, el ksar Ouled Soultane y el ksar Haddada fueron escenarios del barrio de esclavos de Mos Espa, donde vivían Anakin y su madre. El ksar Chenini, por su parte, está cerca de los otros y, aunque no tiene nada que ver con Star Wars, también merece una visita, por su emplazamiento imposible en lo alto de una montaña y las impresionantes vistas sobre el valle.




Para terminar con el recorrido cinematográfico por Túnez tengo que mencionar la ciudad de Kairouan, considerada por los musulmanes suníes como la cuarta ciudad más santa del islam, tras La Meca, Medina y Jerusalén. Kairouan tiene, además, una de las medinas mejor conservadas de Túnez, sin tantos puestos de venta y muy tranquila para caminar.
Ahí no se filmó nada de Star Wars, pero sí de un primo cercano: Indiana Jones. Además de que la película del arqueólogo aventurero también fue producida por George Lucas, el protagonista es Harrison Ford, el mismísimo Han Solo. Estrenada en 1981, En busca del arca perdida fue la primera película de Indy, y una parte importante de la historia se desarrolla en Kairouan. La ciudad tunecina, sin embargo, nunca es nombrada, ya que se usó para representar El Cairo de los años treinta.
Hay una anécdota muy graciosa sobre una escena filmada en Kairouan, en la que Indiana Jones se enfrenta a un espadachín local en una plaza. El actor Terry Richards, que interpretó al espadachín, se pasó varias semanas practicando con la espada para una escena de lucha que iba a durar varios minutos. Sin embargo, Harrison Ford se enfermó de disentería y no podía actuar durante mucho tiempo, por lo que el director decidió acortar la escena, de forma que Jones le pegara un tiro al espadachín luego de que éste demostrara muy brevemente sus habilidades. Es una escena (y una película) muy divertida, así que véanla cuando terminen con los seis episodios de Star Wars.



Una fuente de relatos inagotable
Viajar por Túnez nos dejó tantas historias que podría seguir escribiendo un rato largo. Contarles de Habib Bourguiba, el padre de la república tunecina, y su impresionante mausoleo en Monastir, en la costa del Mediterráneo. O de nuestra llegada al país un 17 de diciembre, fecha en que se conmemora el Día de la Revolución por el 17 de diciembre de 2010, cuando comenzaron las protestas que más tarde se conocerían como la “Primavera Árabe”. O de cómo vimos la final del Mundial en el bar de un hotel, rodeados de tunecinos (todos hombres, claro) que alentaban por Argentina. O de nuestra cena de Navidad en Kairouan, la ciudad santa del islam. Y hasta podría escribir un poco sobre las ruinas de Cartago, uno de los centros comerciales más importantes del mundo antiguo, de las cuales no queda casi nada en pie.
Con tantas cosas contadas y por contar parecería que estuvimos meses en Túnez, aunque apenas fueron nueve días. Pero así son los lugares impredecibles y diversos. Y como todos los lugares impredecibles y diversos, inolvidables.
Hermoso, me parece revivir cada lugar.
Cuanto aprendizaje muy bien relatado.