Nuestra minivan avanzaba a paso de peatón. Aceleraba hasta llegar a veinte, con suerte treinta kilómetros por hora, pegaba un frenazo, cambiaba de carril de forma brusca. Cada tanto, un ocasional bocinazo. Después de un rato, el conductor se cansó, paró en medio de la calle y señaló en una dirección difusa:
—Ahí está el hotel.
Lo bueno de haber estado antes en el sudeste asiático (y de haber pasado exactamente por la misma situación), es que este tipo de situaciones ya no nos estresan como antaño. Gracias a Google Maps, sabíamos que el hotel no estaba ahí, sino seis o siete cuadras más lejos; pero gracias a nuestros años de experiencia, podíamos entender que el conductor estaba estresado por el tráfico y quería irse de ahí lo más rápido posible. En todo caso, una caminata de diez minutos por las calles de Hanói no podía hacernos daño.
La capital de Vietnam es un poco más pequeña que Ho Chi Minh, pero de todas maneras, ocho millones y medio de personas es un montón de gente. El ajetreo se siente especialmente en el centro histórico, un entramado de calles que discurren en todas las direcciones, donde los negocios florecen uno al lado del otro, las veredas son estacionamiento para motos y las calles apenas dan abasto entre los peatones, los escasos y temerarios conductores de autos, camionetas y colectivos de turistas y, por supuesto, las motos. Al ser una ciudad mucho más antigua, Hanói creció de forma más desordenada que la sureña Ho Chi Minh, casi dos mil años más joven.




Al barrio viejo de Hanói se lo conoce también como “el barrio de las 36 calles”, no porque tenga ese número exacto de calles, sino porque en algún momento de la historia existieron 36 tipos distintos de gremios y oficios en la zona, organizados por calles. En la actualidad, esta lógica todavía se mantiene hasta cierto punto, ya que aún existen, por nombrar algunas, la calle de las papelerías, la de los repuestos de motos, la de los grabados en piedra, la de las lámparas, la de las telas y hasta la de las cuentas (no las matemáticas, sino esas piedritas que se usan para armar collares).
Decir que en esta parte de Hanói hay turistas es quedarse corto: probablemente sea la zona con mayor cantidad de extranjeros por metro cuadrado de todo Vietnam. Pero también hay muchos vietnamitas que llevan adelante su día a día más allá de los visitantes. El comercio de las cuentas claramente no está apuntado al extranjero, y la inmensa proliferación de locales de comida, llenos desde el desayuno hasta la cena, responde a una demanda en su mayoría local, de gente que parece hacer todas sus comidas fuera de casa. En general son negocios austeros (cocina ahí mismo en la vereda, sillas y mesas de plástico en la calle), nutritivos y baratos. Los precios, ya de por sí económicos en el centro, alcanzan niveles incluso más bajos al alejarse un poco, llegando a 20 centavos de dólar una lata de Coca Cola y 60 centavos un plato de comida caliente.
En esta zona, para sorpresa de nadie, desaparecen los turistas, a pesar de que nuestro libro-guía de Vietnam (elemento que hemos incorporado, con éxito relativo, por segunda vez en nuestros viajes) aseguraba que había una importante pagoda budista que visitar. Google nos llevó por buen camino durante un largo trecho, pero empezó a volverse loco en el tramo final, cuando las calles serpenteaban en formas imposibles. Además, el camino era tan angosto que para dejar pasar a las motos teníamos que caminar en fila, y los edificios se elevaban tan cerca unos de los otros que la luz del sol apenas se filtraba como una claridad difusa, a pesar de que eran las doce del mediodía. Tan extraño resultaría ver turistas por ahí que una mujer que limpiaba el frente de su casa nos dirigió un insistente “¡shu, shu!” las dos veces que nos vio pasar junto a su propiedad. Por supuesto, la mentada pagoda no era la gran cosa, y encima estaba cerrada.



Volviendo al asunto de la comida al aire libre, además de lo curioso que nos resultó ver tanta gente comiendo fuera en todo momento, se sumó el otro hecho, no menos llamativo, de que muchos de estos negocios lavan los platos en la misma calle, fregándolos en una olla de agua sobre el desagüe de la vereda. Una posible explicación para este doble fenómeno es que las casas del barrio antiguo son tan viejas que, muy probablemente, no tengan cocina, provocando que un sector de la población tenga que cocinar al aire libre para alimentar a otro sector que no puede hacerlo en su vivienda.
Nuestra visita al casco antiguo de Hanói terminó en el teatro de marionetas de agua Thang Long, justo enfrente del hermoso lago Hoàn Kiếm. Quiero decir dos palabras sobre el lago antes de adentrarnos en el tema de las marionetas, ya que es el escenario de uno de los mejores mitos originarios de cualquier ciudad del mundo. Según la leyenda, el emperador vietnamita Lê Lợi tenía muchos problemas para derrotar a la China de los Ming, que invadía el país. Cierto día, navegando por este lago de Hanói, una divinidad con forma de tortuga salió a la superficie y le ofreció una espada mágica y poderosa, con la que Lê Lợi pudo vencer a los chinos. Agradecido, el emperador regresó para devolverle la espada a la tortuga y rebautizó el lago como Hoàn Kiếm, el lago “de la espada restaurada”. Espectacular.
Respecto a las marionetas (o títeres, como diríamos en Argentina), es una forma muy antigua de arte vietnamita, en la que el escenario es una pequeña pileta de la que emergen distintas figuras de madera para representar una obra. Los titiriteros permanecen sumergidos en el agua hasta la cintura, pero ocultos detrás de un telón, desde donde mueven las marionetas a distancia. La presentación se completa con algunos músicos tocando instrumentos tradicionales del país y actores que hacen las voces de los muñecos. Nosotros vimos una obra de cincuenta minutos, que consistía en pequeños segmentos donde se recreaban mitos y escenas de la vida cotidiana del Vietnam antiguo. Todos los diálogos estaban en vietnamita, pero pudimos alquilar una audioguía que nos iba explicando en español de qué se trataba cada acto. La mayor curiosidad de todo este asunto de las marionetas de agua es que el 95% por ciento de los asistentes al teatro éramos extranjeros, lo cual me hizo preguntarme si acaso los turistas seremos la salvación del folclore de los países. Días atrás también habíamos asistido a una presentación de música con instrumentos tradicionales en el delta del río Mekong, algo que difícilmente atraiga a los jóvenes vietnamitas de hoy. ¿Sucederá lo mismo con, por ejemplo, el tango en Argentina? Vaya la pregunta a la larga sección de “sin respuesta concluyente” de Días de ruta.



Por más interesante y divertido que resulte, Hanói no termina en su centro histórico, así que nos aventuramos un poco más allá. Uno de los límites de la zona antigua de la ciudad está marcado por la Hanoi Train Street que, como su nombre indica, es una calle muy estrecha por la que discurren las vías del tren. A ambos lados de la Train Street (los propios vietnamitas la llaman así, en inglés), hay montones de coloridas cafeterías pegadas a las vías, donde a los turistas les resulta fascinante sentarse a esperar que pase el tren a centímetros de sus rodillas y sacarse fotos. Los locales, ni lentos ni perezosos a la hora de comerciar con los nobles visitantes, han montado una red de guardia en todas las esquinas donde es posible acceder a la calle del tren, y no te dejan pasar a menos que aceptes ser “guiado” a una de las cafeterías. Nosotros intentamos entrar dos veces por nuestra cuenta. La primera, chocamos contra uno de estos “guías” (una mujer anciana pero de vigorizante energía para oponerse a nuestros deseos), que hizo caso omiso de nuestros tristes intentos de argumentar que la calle era de libre circulación y que, casualmente, teníamos que ir en esa dirección. La segunda vez nos detuvo un policía, quien se limitó a señalarnos un cartel que decía que estaba prohibido caminar por la Train Street, mientras por detrás de él los “guías” iban de acá para allá cazando turistas y llevándolos a las cafeterías. En fin, no era para nosotros, aunque tampoco lo lamentamos demasiado. En Rosario tenemos nuestras propias “train streets”, aunque hasta el momento a nadie se le ocurrió que podía montarse un negocio turístico alrededor de ellas. Poca visión comercial.



Fuera del casco viejo, Hanói se parece bastante a Ho Chi Minh. Avenidas anchas, muchos árboles, espacios verdes cada pocas cuadras y edificios bajos. Al ser la capital del país, Hanói tiene también una zona de edificios gubernamentales especialmente amplia y cuidada, donde destacan el congreso, ministerios, algunas embajadas y, quizás el más importante de todos, el mausoleo de Ho Chi Minh.
El importante líder que condujo al país a la independencia de los franceses en 1954 y que dirigió la lucha contra los estadounidenses hasta su muerte, en 1968, descansa con su cuerpo embalsamado en una urna de cristal, dentro de un imponente edificio de hormigón custodiado las veinticuatro horas del día. Lamentablemente no pudimos verlo, ya que durante los días que estuvimos en Hanói el mausoleo estuvo cerrado por mantenimiento. Tenemos mala suerte con los mausoleos, ya que en Beijing nos pasó lo mismo con el de Mao (aunque sí pudimos ver el de Lenin, en Moscú).
Cerca del mausoleo también es posible visitar la casa donde vivía y trabajaba Ho Chi Minh, mucho más austera que el lujoso Palacio Presidencial construido por los franceses, y el museo de Ho Chi Minh, que repasa los hitos más importantes de su vida. Nacido como Nguyễn Sinh Cung en 1890, dedicó toda su vida a la política, primero desde un costado más intelectual, y luego impulsando de lleno la revolución por la independencia de su país. El tipo sostuvo su visión de un Vietnam libre de potencias extranjeras bajo viento y marea, con una claridad y fortaleza realmente admirables. Tras su muerte natural en 1969, su legado quedó inmortalizado en Vietnam, donde es considerado el “padre de la patria”, pero también se extendió por muchos otros países del mundo, especialmente aquellos que sufren o sufrieron algún tipo de opresión por una potencia extranjera. Victor Jara le dedicó una hermosa canción a Ho Chi Minh llamada “El derecho de vivir en paz”. Si nunca la escucharon, dejen de leer esto y vayan a hacerlo ya mismo.




Un poco más alejado de la zona gubernamental encontramos el “Museo de la mujer vietnamita”. Encontramos es un decir, ya que aunque aparece en la guía no suele formar parte de ninguno de los recorridos turísticos tradicionales. El museo abrió en 1987, y a través de distintas exposiciones busca (y acá cito a su sitio web) “mejorar el conocimiento público y la comprensión de la historia y el patrimonio cultural de las mujeres vietnamitas en la vida histórica y contemporánea”. Las salas están divididas según distintas temáticas, como “las mujeres y la moda”, “las mujeres en la familia” y “las mujeres en la historia”. Esta última fue la que más nos interesó, ya que pone en evidencia el importante aporte de las mujeres en los distintos períodos de guerra que atravesó Vietnam, y no solo como “soporte” detrás de la línea de combate, sino que muchas veces cargando el fusil al hombro y yendo a pelear. La sala de la moda no estaba tan mal como cabía pensar por el nombre, ya que el foco está puesto en los tipos de vestimenta tradicional que usan (¿usaban?) los distintos grupos étnicos que conviven en el país, así como las distintas técnicas de fabricación. Por otra parte, la exhibición de “las mujeres en la familia” sí cae en las machiruleadas habituales, así que la pasamos rápido.


Nuestras últimas horas en Hanói (y en Vietnam) coincidieron con un viernes a la noche. Las calles estaban en su apogeo, con gente por doquier, comiendo, tomando cerveza, comprando, viendo arte callejero, cantando (literalmente cantando, profundizaremos en futuros artículos)… Un ambiente espectacular, y con una gran diferencia respecto a otros lugares similares donde hemos estado, como Bali o Bangkok: en Hanói no solo eran turistas los que estaban pasándola bien, sino también muchos vietnamitas. Una visión que coincide con la mayoría de nuestras excursiones por todo el país, donde siempre una gran parte de los turistas eran nacionales.
El sábado a las seis de la mañana, mientras íbamos al aeropuerto, la ciudad ya estaba funcionando de nuevo. Muchos de los negocios abiertos, las motos circulaban por doquier, los vietnamitas comían sus desayunos en la vereda y en los parques muchísima gente realizaba algún tipo de ejercicio (los preferidos eran correr, bailar, tai chi y esa especie de fútbol-bádminton que ya habíamos visto en China llamado jianzi). Qué gente los vietnamitas. A la noche, una farra de antología; y a las pocas horas, arriba a las seis de la mañana para salir a correr. No me sorprende que hayan ganado cuatro guerras consecutivas contra Francia, Japón, Estados Unidos y China.