La ciudad de los dos nombres

En noviembre de 2014, dos inexpertos viajeros aterrizaron por primera vez en el sudeste asiático, con 45 grados, unas mochilas bastante pesadas en la espalda y un rictus de temor ante la avalancha de caranchos que se relamía la boca fuera de la zona de arribos del aeropuerto de Denpasar, Indonesia.

Han pasado casi diez años (!), y estos dos mismos viajeros, igual de inexpertos, con las mismas mochilas de antaño (aunque más livianas) y un poco menos de temor, regresaron al sudeste asiático para tachar un gran pendiente de la última visita: Vietnam.

El calor era igual de abrasivo y el aeropuerto de Ho Chi Minh era un hervidero de gente, pero los caranchos brillaban por su ausencia. Absolutamente nadie nos dirigió la palabra ni nos cortó el paso en nuestra búsqueda del colectivo urbano que, tras el pago de 0,20 USD, nos llevó al centro de la ciudad.

Una de las primeras impresiones que se tienen al llegar a un lugar nuevo es el tráfico. En el caso de Vietnam, las motos dominan el panorama como en pocos lugares que hayamos estado antes. Son de baja cilindrada, circulan despacio y pueden circular en cualquier dirección que se les antoje. Cualquier resquicio que quede en la calle, entre los pocos autos o colectivos, los peatones y las otras motos, es ocupado en cuestión de segundos.

Las motos nunca frenan, respetan los semáforos en una tasa del cincuenta por ciento y abusan de la bocina para avisar que vienen. En contrapartida, absolutamente todos los motociclistas usan casco, nunca se enojan y, como ya dije, van a baja velocidad. Cruzar la calle en las ciudades vietnamitas es un desafío, pero en cuanto se domina la técnica no es tan difícil. Hay que dejar pasar a los vehículos de mayor porte y después avanzar a paso tranquilo pero seguro, sin detenerse ni cambiar de dirección. Las motos harán el resto, siguiendo su camino por delante o por detrás de nosotros. Eso sí, dar el primer paso cuesta. Hemos llegado a estar cinco minutos parados en una esquina hasta ver “el hueco”. Y a veces tuvimos que renunciar y buscar otro camino porque el flujo de motos no mostraba resquicio.

Al menos en su centro histórico, Ho Chi Minh se parece bastante a cualquier ciudad argentina. Los años de colonización francesa dejaron tantos edificios de corte europeo que tranquilamente podría ser el microcentro de Rosario o Buenos Aires. Nuestro edificio favorito, como el de la mayoría de los turistas, es la Oficina Central de Correos, una construcción francesa de finales del siglo 19, que algún trasnochado quiso atribuirle a Gustave Eiffel, aunque el diseñador de la famosa torre parisina no tuvo nada que ver. La sala principal tiene forma de bóveda, piso de baldosas y mostradores de madera en perfecto estado. Dos enormes mapas antiguos de la ciudad adornan ambos lados de la entrada y en la pared del fondo cuelga un cuadro de Ho Chi Minh, el héroe nacional que inspiró el nombre de la ciudad.

A la salida del correo nos sucedió algo curioso. Nos sentamos en el cordón de la calle para reponernos un poco del agobiante calor (42 grados de térmica) y enseguida se acercó un grupo de tres adolescentes, que nos preguntaron si podían practicar su inglés con nosotros. La simpatía con extraños no es lo nuestro (la simpatía en general, bah), y algunas experiencias pasadas nos han vuelto más desconfiados ante requerimientos de este tipo (lean esta historia en Shanghái para entender de qué estoy hablando), pero igual accedimos. El inglés de los chicos era normal, tirando a básico, así que las preguntas resultaban bastante rutinarias: cómo se llaman, de dónde son, cuántos años tienen, etc. Hasta que uno de ellos, que hablaba mejor, nos descolocó:

—¿Cambiar uno mismo o cambiar el mundo?

Amigo, acabo de aterrizar en el país hace tres horas, después de dos vuelos nocturnos en los que no pude dormir ni un minuto, hace cuarenta grados, estoy empezando mis vacaciones, ¿y vos me venís a hacer estas preguntas existenciales? ¡Piedad!

No conformes (o quizás demasiado conformes) con nuestras monótonas respuestas, comenzó a acercarse más gente. “Este es mi primo”, “aquella mi hermana, un gusto”, “mi mamá, que quiere escuchar cómo hablamos”. Al final eran como ocho, y nosotros en el medio, empapados de sudor a causa del calor y los nervios, sin saber cómo salir de esa situación. Cansados, balbuceamos algo de que es tarde y teníamos que irnos, y nos escapamos alejamos con dignidad, previa foto grupal con toda la banda.

Volviendo a la influencia europea de Ho Chi Minh, la cosa cambia a medida que nos alejamos del centro. El barrio de Cholon, por ejemplo, es considerado el “barrio chino” más grande del mundo, y tiene características más locales. Edificios bajos, la mayoría de las veces increíblemente estrechos (algunos de tres metros de ancho), coloridas pagodas budistas y conexiones eléctricas caóticas sobre el nivel de la calle, que siempre parecen a punto de explotar. No es solo la cantidad de gente (casi cien millones en el último censo nacional), sino que además en Vietnam el uso de la electricidad es intensivo. Un pequeño ejemplo: hace tanto calor, que la mayoría de los negocios ponen ventiladores hasta en la vereda.

La arquitectura no es el único lugar en donde la ciudad más grande del país pone en debate su identidad, ya que el nombre todavía sigue siendo motivo de confusión. Oficialmente se llama Ho Chi Minh desde 1976, tras el final de la guerra contra Estados Unidos, pero aún hay mucha gente que la llama Saigón, como la rebautizaron los franceses invasores en 1860 (antes de eso se llamaba Gia Dinh). En las dos semanas que pasamos en Vietnam nos encontramos con gente que usaba los dos nombres, y aunque no pudimos llegar a ninguna conclusión, nos deja preguntándonos si la manera de llamar a la ciudad tiene algo que ver con la ideología. De esa manera, los nostálgicos pro-yankis la llamarían “Saigón”, y los nacionalistas y/o comunistas, “Ho Chi Minh”. Como es habitual en nuestros viajes, nos iríamos con más preguntas que respuestas.

Creímos que podíamos encontrar cierta claridad en el Museo de los Vestigios de la Guerra, pero solo hallamos horror e indignación. El patio exterior te hace creer que vas a encontrarte con una especie de parque temático de la guerra, con aviones, tanques y helicópteros enormes para sacarse fotos, pero es solo una ilusión. El interior es durísimo, con fotos, testimonios y datos que evidencian la brutalidad de Estados Unidos durante lo que los medios occidentales llamaron la “Guerra de Vietnam” (en Vietnam, por otra parte, se la conoce como “Guerra de Resistencia contra Estados Unidos”).

La sala dedicada a los estragos del agente naranja es la peor. Ese herbicida que los yankis tiraron a mansalva por todo Vietnam no solo acabó con miles de hectáreas de tierras de cultivo, sino que provocó graves problemas de salud en más de tres millones de vietnamitas y causó que al menos medio millón de niños y niñas nacieran con malformaciones congénitas.

Palacio Presidencial de Ho Chi Minh. En 1975 los comunistas entraron tirando el portón abajo con un tanque y terminaron la guerra. Un brindis por eso

Además, claro, estaban las bombas. Durante los años de guerra, Estados Unidos tiró en Vietnam (un territorio similar en tamaño a la provincia de Buenos Aires) cuatro veces más bombas que todas las que tiraron todos los bandos en la Segunda Guerra Mundial, ¡en todo el mundo! No exageraba el general Curtis LeMay cuando, en 1968, en plena guerra, le propuso al presidente Lyndon Johnson “bombardearlos [a los vietnamitas] de vuelta a la Edad de Piedra”.

El relato que hace el Museo de los Vestigios de la Guerra reduce al enemigo a Estados Unidos, omitiendo a ese país títere llamado “Vietnam del Sur”, creado en 1954 por los poderes occidentales para dividir Vietnam en dos, con los comunistas de un lado y los capitalistas del otro. Si bien es cierto que hubo vietnamitas colaboracionistas de los invasores occidentales, la realidad es que era un grupo minoritario, que sin el apoyo militar y económico de Estados Unidos no tenía ninguna chance de sostener un conflicto bélico de ningún tipo.

Nuestro “turismo de guerra” en Vietnam terminó en esos primeros días en Ho Chi Minh con la visita a la cercana Cu Chi, una zona de densa jungla donde el Frente Nacional de Liberación de Vietnam cavó más de 250 kilómetros de túneles para hacerle frente a los yankis. Popularmente conocido como Vietcong, este ejército de guerrilleros se formó en Vietnam del Sur para resistir la invasión, y apoyado por el gobierno comunista de Ho Chi Minh en Vietnam del Norte sostuvo una guerra de guerrillas que acabó por volver locos a sus enemigos, más acostumbrados al enfrentamiento en campo abierto, con líneas de defensa, el “frente” y todo eso. Los soldados del Vietcong, en cambio, atacaban rápido y se escabullían por esos estrechisimos túneles, donde había enfermerías, cocinas, armerías, sala de reuniones y lugares para descansar, todo a más de cinco metros bajo tierra.

La visita a Cu Chi empezó con un video propagandístico bastante malo, que en vez de utilizar material de archivo está actuado, tiene un filtro para parecer más viejo de lo que es y en el que el audio apenas se escucha. Es una lástima, porque se siente como una oportunidad perdida para abrirle la cabeza a ciertos obtusos visitantes que llegan hasta ahí pensando que están yendo a una especie de Disney subterránea en la jungla. En cambio, el video parece hecho para que esta misma gente salga de la sala riéndose entre dientes y diciendo algo como “je, comunistas”.

Sala de reuniones subterránea

Después del video, nuestro guía Tien nos llevó a una serie de túneles, algunos cien por ciento originales y otros adaptados para los turistas. Incluso los adaptados resultan increíblemente bajos, calurosos y estrechos, tanto que no pudimos soportar estar ahí abajo más de unos pocos minutos. Pensar que hubo gente entrando y saliendo de esos túneles durante años, con su vida dependiendo de ello, nos dio escalofríos.

Tras pasar los túneles, llegamos a un claro de la jungla donde se podía probar un AK 47 con balas de verdad por 27 dólares los diez tiros. Algunos de nuestros, hasta el momento, inmutables compañeros de grupo, se animaron y mostraron su voluntad de hacerlo. Por suerte, a Tien pareció que no le gustaba la idea de jugar a la guerra (o quizás solo quería irse temprano a su casa) y decidió que íbamos a seguir adelante.

—Tenemos que volver a Ho Chi Minh a las siete —fue su argumento.

Dijo “Ho Chi Minh”, no “Saigón”. Sonreímos. Nos cayó bien Tien.

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