Las sucesivas visitas a San Francisco y Los Angeles nos dejaron golpeados anímicamente. Necesitábamos un lugar para elevar la moral antes de dejar Estados Unidos, y el mejor destino para eso era bastante obvio: Las Vegas.
No voy a embarcarme en un aburrido monólogo sobre las dudas sobre si visitar Las Vegas o no en nuestro viaje por “America”. Decidimos hacerlo y estuvo bien. ¿Volvería? Probablemente no. ¿Nos hicimos millonarios, al menos, haciendo saltar la banca? Ni siquiera cerca.
Llegar en avión a Las Vegas permite apreciar un contraste espectacular. En un momento estás en el medio del desierto más árido y vacío que hayas visto, y al siguiente aparecen unos edificios altísimos, bastante separados los unos de los otros, que se parecen más a una maqueta que a una ciudad de verdad donde viven seiscientas mil personas.
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Al aterrizar y comenzar a desplazarse a ras del suelo, la ilusión se rompe y se cae en lo evidente: Las Vegas es fea. Una sucesión de casas bajas, iguales, alineadas sobre un terreno seco y plano. Todo es opaco, con el color de la arena, y el verde de la vegetación es una rareza. El agua escasea tanto que las leyes para regar son muy estrictas. Durante el verano, solo tres veces al día, máximo cuatro minutos por cada riego y siempre antes antes del amanecer o después del anochecer. En invierno, una vez a la semana, en un día específico según la zona de la ciudad donde esté la casa. Y aun así, muchos estadounidenses eligen mudarse a Las Vegas por las oportunidades laborales, bastante más prometedoras que en otros lugares.
Lo que los turistas vamos a ver a Las Vegas se agrupa básicamente sobre Las Vegas Boulevard, una calle que a lo largo de seis kilómetros reúne los casinos y hoteles más importantes. Nosotros, consecuentes con nuestra forma más económica de viajar, nos alojamos fuera de esta zona. La gracia de Las Vegas es quedarse en alguno de sus lujosos hoteles, pero la verdad es que la diferencia de precios era alarmante. De todas maneras, elegimos un hotel más lindo que los de las otras ciudades que visitamos en Estados Unidos. Era grande, tenía casino y ciertas comodidades, pero antiguo y ubicado en Las Vegas downtown, una zona que fue el área original de juego en la ciudad, antes de que se trasladara al Strip desde principios de los noventa.
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Pese a su inevitable caída en desgracia, el downtown estaba bastante bien y funcionaba como buen plato de entrada de lo que sería el resto de la ciudad. Casinos, música, luces, chicas con poca ropa… Todo lo que el buen visitante va a buscar a la “Capital del Pecado”. Después de un rato paseando por el centro histórico, estábamos listos para la exploración de la moderna Las Vegas, así que nos tomamos un colectivo a uno de los extremos del boulevard para comenzar la recorrida.
Caminando en dirección sur-norte, el primer gran hotel/casino que aparece a la vista es el Mandalay Bay, famoso por sus noches de boxeo y cuya “temática” podría definirse como “el trópico”, con numerosas palmeras y fuentes de agua. A propósito de estas “temáticas”, la mayoría de los grandes hoteles de Las Vegas tienen una, y esto es lo que define su estilo de construcción y los interiores.
Cruzando la calle se alza el imponente Luxor, con forma de pirámide y una enorme esfinge en la entrada. Al lado está el Excalibur, con temática medieval y forma de castillo de juguete. Y frente a este, el New York-New York, cuyas instalaciones están contenidas en un único edificio, pero su exterior está diseñado para representar varios íconos de Nueva York unidos, como el Empire State, el Chrysler, la Estatua de la Libertad y el Puente de Brooklyn. Sin dudas, nuestro favorito.
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Repasar todos los hoteles y casinos de Las Vegas llevaría páginas enteras, así que para resumir basta con mencionar que hay otros con temáticas de París, la antigua Grecia, Venecia, Italia, un barco pirata, un circo, el carnaval de Río de Janeiro y muchos más. La oferta de entretenimiento es tan grande que Las Vegas alberga incluso cuatro versiones distintas del Cirque du Soleil al mismo tiempo.
Con tanto estímulo constante, no es de extrañar que una de las cosas que más caracteriza a la ciudad sea la falta de silencio. Desde música a gritos de borrachos, pasando por los infaltables sonidos de las tragamonedas, es casi imposible aislarse del entorno. Dicen que Nueva York nunca duerme, pero Las Vegas no se queda atrás. Quizás las horas más tranquilas son al mediodía, cuando en pleno verano la temperatura supera con tranquilidad los cuarenta grados y resulta inhumano permanecer al aire libre.
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Y aunque sin duda Las Vegas es un paraíso del entretenimiento y el lujo, no pudimos quitarnos la sensación de que todo tenía un aspecto antiguo, con reminiscencias de cierto brillo que quedó de los años ochenta o noventa. Los neones estaban algo apagados, había pocas luminarias en la calle y las fachadas eran viejas. Como el resto de Estados Unidos, Las Vegas parece congelada hace treinta o cuarenta años, muy lejos de la modernidad que hoy encarnan lugares como Shanghai, Hong Kong, Macao o Singapur.
Habiendo recorrido lo más interesante de la ciudad en un día y medio (o dos noches, quizás más apropiado para contar el tiempo en Las Vegas), las últimas veinticuatro horas en Estados Unidos las dedicamos a hacer un tour al Gran Cañón del Colorado, distante a cuatrocientos cincuenta kilómetros. Salimos a las seis de la mañana y volvimos a las diez de la noche, pero valió mucho la pena, ya que el cañón es impresionante. El guía del tour nos dijo, poco antes de regresar, que éramos de los pocos “raros” que íbamos a Las Vegas a ver algo de naturaleza además de apostar.
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A las tres de la madrugada, y habiendo dormido apenas cuatro horas, un Uber nos pasó a buscar para llevarnos al aeropuerto y emprender el largo regreso a casa. La ciudad estaba en su apogeo. Fiesta y alboroto por todas partes. El boulevard lleno de autos. Desde un cartel publicitario gigante, un abogado con aspecto de Saul Goodman animaba a la gente a demandar a los hoteles en caso de lesiones, con el eslogan “don’t gamble your rights” (“no apuestes tus derechos”).
Mientras los primeros rayos del sol aparecían sobre el desierto de Nevada y nuestro avión despegaba con rumbo este, me puse a pensar en ingeniosas frases de casino para definir nuestro paso por Las Vegas. “No va más”, como metáfora del fin del viaje, podía funcionar. “La suerte está echada” era algo más obvia, aunque un poco descolgada. Aunque viendo atrás los últimos quince días en “America”, y haciendo un rebuscado paralelismo entre Las Vegas y Estados Unidos en general, quizás me quedaría con “la casa nunca pierde”.