Hace una vida atrás fuimos a trabajar unos meses a un pueblo perdido en el desierto australiano. Cuando llegamos, el lugar era tan chico que nuestra empleadora lo definió con esta frase: “Esto es Halls Creek. No pestañeen o se lo perderán”. Algo similar podría decirse de Andorra, nuestro más reciente destino de fin de semana.
Atrapado en los Pirineos, rodeado por Francia y España, Andorra tiene apenas quinientos kilómetros cuadrados de extensión y menos de cien mil habitantes. Para referencia, solo la ciudad de Buenos Aires ya tiene doscientos kilómetros cuadrados. Aun así, Andorra es el micro-Estado más grande de Europa, superando a otros como Mónaco, Luxemburgo o San Marino.
Con esta información en mente, dos días parecía un tiempo posible para conocerlo. No ideal, claro, pero realizable en el contexto de un encuentro con Mamá, recién llegada desde Argentina a Barcelona para pasar una temporada en Europa. Lo único que necesitábamos era un auto, mate y una buena playlist con los mejores éxitos del Duko.
De Barcelona a Andorra son solo doscientos kilómetros, pero el paisaje cambia de manera drástica. Saliendo de la ciudad encontramos unas llanuras rurales, con algún que otro pueblo semi abandonado (de esos que salen en las noticias ofreciendo casas por un euro), que luego dejaron lugar a colinas onduladas y zonas de viñedos, terminando en montañas escarpadas, con bosques frondosos y ríos que serpenteaban entre los Pirineos.
En la frontera nos enteramos de que Andorra no forma parte de la Unión Europea. Aunque a nosotros no nos pararon, muchos vehículos eran detenidos, sobre todo los que iban en dirección a España, debido a que muchos españoles van a Andorra a comprar cosas como artículos electrónicos, perfumes, cigarrillos, alcohol y ropa.
Los precios en el pequeño país son más bajos, debido a la poca carga impositiva, derivada de su histórica condición de paraíso fiscal. El IVA, por nombrar el más conocido, es de solo el 4,5%, comparado con el 21% de España o Argentina.
Nosotros nos sorprendimos gratamente cuando, en nuestra primera merienda andorrana, gastamos apenas nueve euros por tres cafés con leche y cuatro facturas. Nada que ver con otros micro-Estados que hemos visitado (Singapur, Gibraltar, Mónaco), donde te cobran una empanada como si adentro tuviera lingotes de oro en lugar de carne.
La capital del país, Andorra la Vieja, es pequeña (qué sorpresa), limpia, ordenada, y tranquila. Se extiende a lo largo de un extenso valle rodeado por las montañas, llegando hasta tener ascensores públicos en la calle para subir a las partes altas de la ciudad. Hay una mezcla de arquitectura moderna y medieval, y está llena de lugares para comer y tiendas de lujo.
El nombre de la capital todavía es motivo de confusión, ya que en su catalán original (idioma oficial del país) es Andorra la Vella, palabra que viene del latín y que significa “villa” o “ciudad”. El tema es que en catalán “vella” significa viejo, y de ahí viene el error en la forma de llamar a la ciudad.
Respecto al idioma, más allá de que el catalán sea el oficial, el español es el idioma más hablado. Por la gran cantidad de españoles que viven ahí, claro, pero también por un incipiente número de argentinos, la mayoría bastante jóvenes, que se instalan una temporada en el micro-Estado para trabajar en hoteles, restaurantes y centros de esquí. Con tantos compatriotas, casi que ni nos sorprendimos una de las noches cuando, al entrar a un lugar para comer, escuchamos una cumbia santafesina a todo volumen.
Si bien Andorra la Vella (o Vieja) tiene lo suyo, los paisajes más espectaculares del país están incluso más adentro en los Pirineos, repletos de valles, picos, bosques y laderas empinadas, que crean un entorno natural impresionante. Cada pocos kilómetros aparecen pequeños pueblos o aldeas, construidos en un noventa por ciento a base de piedra y madera, que en verano reciben innumerables arroyos de deshielo y exhiben coloridas flores en la mayoría de sus ventanas.
El más lindo de estos pueblos dicen que es Pal, y digo “dicen” porque nosotros no pudimos llegar. La policía nos detuvo cuando faltaban pocos kilómetros (siempre faltan pocos kilómetros para llegar a cualquier lado en Andorra), anunciando que el camino estaba cerrado por un Mundial de ciclismo al que incluso asistía (como espectador, imagino) el presidente de España.
Para consolarnos por la visita frustrada, nos acomodamos en una cafetería de La Massana, un pueblo cercano (je), para esperar la hora en que salieran a la venta las entradas para el esperadísimo regreso de Oasis, una de nuestras bandas favoritas. Todo el proceso fue un caos, con millones de personas conectándose al sistema desde distintas partes del mundo, y nosotros tuvimos que usar casi dos horas de nuestro escaso tiempo en Andorra para, al final, no conseguir nada. Por suerte, una amiga de Ro en Copenhague logró comprar tres entradas, por lo cual estaremos viendo a los hermanos Gallagher (si aguantan sin pelearse) el año que viene en Londres. Pero esa será otra historia. Volvamos a Andorra.
Apenas quince kilómetros separan La Massana del Mirador Roc del Quer, la postal más famosa del país. Es una plataforma suspendida a 1800 metros sobre el nivel del mar, con unas vistas panorámicas increíbles de los Pirineos y el valle de Canillo. No es el lugar más apto para alguien con un incipiente vértigo como yo, pero no es nada al lado del vecino Puente Tibetano, inaugurado en 2022. Se trata de un puente de 600 metros de largo, elevado entre dos montañas y que cuelga sobre un amplio valle a más de 150 metros de altura. Cruzarlo es toda una experiencia, con el viento que sopla en todas las direcciones y el balanceo de la estructura que se intensifica a medida que te acercás al centro. ¿Las vistas son hermosas y me gustó? Sí. ¿Volvería a hacerlo? No en los próximos cincuenta años.
Y esos fueron los destacados de nuestro breve paso por Andorra, que aunque sin dejarnos tanto material como otros destinos, no queríamos dejar de registrar en el blog. Mención de honor para el pueblo catalán de Castellar de n’Hug, en el que nos detuvimos brevemente en nuestro regreso a Barcelona para probar la medialuna más grande del mundo. Medio metro (!) de harina, azúcar y almíbar. En el título dije que el tamaño no importaba, pero las medialunas de Castellar de n’Hug ponen en entredicho mi afirmación.
Espectacular el lugar. Buenísima la escapada con nucha naturaleza y una gran medialuna.