La entrada al aeropuerto de Guanajuato estaba custodiada por el ejército, algo a lo que ya nos estábamos acostumbrando luego de una semana en México. A pesar de que no nos habíamos sentido inseguros, la realidad era que no habíamos visitado ningún lugar sin notar la presencia de los soldados. Además, como ya dije en una nota anterior, la Ciudad de México estaba vallada por todos lados.
Pero la amenaza narco no fue el mayor inconveniente que tuvimos que afrontar para abandonar Guanajuato. Cuando ya estábamos todos los pasajeros en el avión y circulando por la pista, prestos a carretear y tomar vuelo, nos detuvimos de repente. Tras unos minutos de incertidumbre, el capitán aclaró la situación por los altavoces:
—Estimados pasajeros, lamentablemente no podemos despegar y tendrán que volver a la terminal. El vuelo se atrasará unas tres horas porque hay un bache en la pista.
¡Un bache en la pista! Tamaña revelación habrá sido una sorpresa mayúscula para cualquier europeo, pero a nosotros, sudacas al fin y al cabo, no nos sorprendió tanto. Sonaba como algo que podría pasar en casa tranquilamente.
Apenas el avión nos dejó bajar empezó una carrera frenética entre los pasajeros, desesperados por llegar a la terminal de atención al cliente antes que la mayoría. Nosotros salimos en punta, y alcanzamos la fila del mostrador en un aceptable tercer lugar.
Nuestro viaje de Guanajuato a Mérida, en la península de Yucatán, tenía una breve escala en el DF, que con la demora íbamos a perder, pero la aerolínea nos reprogramó la conexión para más tarde y asunto cerrado sin mayores inconvenientes. Vuelta a pasar por seguridad y a esperar las tres horas para salir.
Otra vez arriba del avión, circulando por la pista reparada. Otra pausa. Intercambiamos miradas de desconfianza con los demás pasajeros. Estática en los altavoces. Volvió a oírse la voz del capitán:
—Estimados pasajeros, debido a complicaciones meteorológicas en la Ciudad de México debemos aguardar para el despegue otros veinte minutos.
Murmullos, insultos por lo bajo. Al menos no nos bajaron del avión. Pasaron los veinte minutos.
—Estimados pasajeros, todavía no han mejorado las condiciones meteorológicas en la Ciudad de México, así que esperaremos veinte minutos más.
Cuando ya estaba cerca de cumplirse el nuevo plazo, aparecieron unas nubes negrísimas en el cielo de Guanajuato y se largó una lluvia torrencial. En el horizonte caían unos rayos tan increíbles que parecían diseñados por computadora. Esperábamos el inminente anuncio de que nuestras condiciones meteorológicas no eran las mejores y que deberíamos seguir esperando, pero contra todo pronóstico el avión enfiló la pista y empezó a carretear. La cabina se llenó de miradas de desconfianza, y el silencio sepulcral apenas era interrumpido por el “clic” de los cinturones de seguridad.
Tras un vuelo mucho más tranquilo que el que cabría esperar, una hora y media después aterrizamos en la Ciudad de México, y para la medianoche estábamos en Mérida.
La tierra de los mayas
Mérida es la capital y ciudad más poblada del estado de Yucatán, que no es lo mismo que la península de Yucatán, un área más amplia que incluye los estados de Quintana Roo, Campeche y Yucatán, claro.
Lo primero que uno nota al llegar a Mérida son, en realidad, dos cosas: una, que lo “maya” es cool. Un breve trayecto del aeropuerto a la ciudad nos alcanzó para ver la Posada maya, el Maya Inn, Autopartes maya, el Coffee maya, la estación del Tren maya y muchos “mayas” más; y dos, que hace un calor aplastante. Pasamos de los veinte grados promedio, que llevábamos hasta esa parte del viaje, a los treinta y seis sin escalas. Por la radio del Uber sonaba, casi como un aviso, una pegadiza cumbia que decía “hay cuarenta grados, negra, se quema Yucatán”.
Tal vez por el sol que no daba tregua, o por nuestro cansancio de habernos acostado a las dos de la madrugada, la ciudad nos pareció bastante fea. Tenía dos o tres cuadras céntricas en un estado aceptable, pero pasado un límite invisible estaba semidestruida. Edificios antiguos atacados por hongos de la humedad, revoques arruinados, vidrios rotos y algunas de las peores chatrushkas del país (y eso es mucho decir), con los paragolpes caídos, los parabrisas astillados y pegados con cinta y las paradas escritas a mano sobre el vidrio.
Deseosos de irnos de ahí lo antes posible, terminamos un recorrido express por Mérida y volvimos al aeropuerto a buscar un auto de alquiler para recorrer Yucatán. Para continuar con nuestra accidentada llegada a la península, había varias diferencias entre el auto que nosotros creíamos haber pagado y el que la agencia decía que habíamos pagado. Por nombrar solo una, ellos aseguraban que el vehículo que habíamos elegido no tenía aire acondicionado. ¿A quién en su sano juicio se le ocurriría viajar por un lugar tan caluroso sin aire?
Tras algunos tiras y aflojes, logramos llegar a un acuerdo. Tal vez para descomprimir la situación, el empleado de la agencia se largó a darnos charla mientras nos llevaba a buscar el dichoso auto.
—Mi mamá también se llama María del Rosario. Cuando yo era chico decía en broma que era argentino y de Rosario, hasta hinchaba por su selección. Después empecé a apoyar a la selección mexicana, pero últimamente no vale madre. El rumor es que Televisa presiona para que convoquen a ciertos jugadores con compromisos con marcas importantes, y no a los mejores. Ahora perdimos hasta con Canadá, que antes nos lo chingábamos fácil.
La primera parada del road trip yucateca fue en Uxmal, un sitio arqueológico de una antigua ciudad maya en medio de la selva, que hasta ese momento del viaje calificamos como nuestras ruinas mexicanas favoritas. El emplazamiento era clave, y también que los restos, aunque estaban un poco restaurados, no daban la sensación de que se les hubiera ido la mano, como en Teotihuacán, donde parece que las pirámides terminaron de construirse ayer.
De Uxmal a Bacalar, nuestro siguiente destino, teníamos un tramo bastante largo de manejo, que nos sirvió para constatar que las rutas de la península estaban bastante vacías y en buen estado. Bueno, sí, algún que otro bachecito aquí y allá, pero de nuevo, los argentinos somos difíciles de sorprender.
Los pequeños pueblos que íbamos atravesando resultaron ser una atracción en sí mismos, con nombres tan espectaculares como Emiliano Zapata (uno de los cuatro), Justicia Social, Los Divorciados, La Presumida, El Martirio, La Pimientita, Buenafé y mi favorito, Mil Millas al Sur. Con la cartografía mexicana es imposible aburrirse.
Lo bueno de viajar en un país donde entendemos el idioma es, entre muchas otras cosas, el placer de escuchar la radio en cualquier trayecto, algo que ayuda a entender mucho más dónde está uno parado y qué está pasando alrededor, rompiendo un poco esa burbuja donde solemos estar encerrados los turistas. Así entendimos, por ejemplo, que lo “maya” no se usa solo como un lindo eslogan para los extranjeros, sino que realmente hay políticas de Estado para preservar su cultura. Una de las radios que escuchábamos hacía las entrevistas con sus invitados en español y en maya, y en otra emisora directamente hablaban solo en maya.
Aunque si hablamos de radios yucatecas, nuestra favorita es una que agarramos cerca de llegar a Bacalar, donde el locutor era un hombre bastante peculiar, al que todos se referían como “profesor”. No solo parecía leer todo lo que decía, sino que lo hacía de forma muy lenta y pausada, repitiendo todo dos veces.
—Nos dice el señor Manuel Gimenez que se volvió a cortar la luz en Felipe Carrillo Puerto. Se volvió a cortar la luz en Felipe Carrillo Puerto, dice el señor Manuel Gimenez.
No todo lo que decía el Profesor era gracioso. Cada tanto se volvía sombrío y empezaba a hablar de narcos y ejecuciones en la zona de Chetumal, Cancún y Tulum.
Cerca de Bacalar ya no pudimos sintonizar la radio del Profesor, lo cual ayudó un poco a olvidar las macabras noticias de sicarios y enfocarnos en la impactante belleza de la Laguna de Bacalar, con hasta siete diferentes tonalidades de azul, causadas por las distintas profundidades del agua.
Para disfrutar de la laguna lo mejor es hacer una breve excursión con alguna de las muchísimas lanchas que se alinean en la ribera, las cuales dan una vuelta preestablecida y hacen paradas para que puedas bañarte en las aguas cálidas y cristalinas. Como tomamos una de las últimas lanchas del día, nos tocó ir solos con nuestro capitán, Manuel, un hombre cercano a los 70 años que resultó ser originario de Campeche y que, tras enviudar, se mudó a Bacalar atraído por el incipiente boom turístico que empezaba a experimentar la zona.
La mañana de nuestra partida de Bacalar se largó una tormenta que, en comparación, la que habíamos experimentado en el aeropuerto de Guanajuato parecía una leve llovizna. El viento sacudía el auto con violencia, y la lluvia arremetía con tanta fuerza que apenas si llegábamos a distinguir unas difusas siluetas a menos de cinco metros. La ruta no ofrecía demasiado refugio, así que la mayoría elegíamos seguir circulando a muy baja velocidad y con las balizas encendidas. Para amenizar la tensión, encendimos la radio en busca de alguna cumbia yucateca, pero en lugar de eso nos encontramos con un informe grabado en español, inglés y francés, con recomendaciones de qué hacer en caso de huracán… Una rápida búsqueda en Internet confirmó que el último huracán había pasado por Yucatán hacía ¡tres semanas!
No voy a mentir para hacerme el héroe; la verdad que fueron unos momentos un poco estresantes. Pero como el resto de los automovilistas seguía circulando, inferimos que no sería para tanto, más allá del viento, el azote de la lluvia y las nubes gruesas y negras que cubrían todo el cielo. Tras alejarnos unos cuantos kilómetros del mar la cosa se calmó bastante, y aunque la radio seguía pasando esporádicos anuncios sobre potenciales huracanes, cuando llegamos a Valladolid el viento casi había amainado por completo y hasta había salido el sol.
Turismo de masas
Valladolid nos pareció mucho más ordenada, limpia y bien conservada que Mérida. Si bien no tiene una atracción que quite el aliento, su cercanía a Chichén Itzá la convierte en una base bastante popular para los turistas que llegan a Yucatán a algo más que echarse en las playas de Cancún, Playa del Carmen y Tulum. Eso sí, con el calor aplastante que hace a la luz del sol, tampoco es para juzgarlos tanto.
Chichén Itzá fue, por lejos, el lugar de México donde más turistas vimos. Los colectivos, traffics y autos hacen cola de varios kilómetros para entrar al recinto, y la cantidad de guías y vendedores ambulantes que hay por todas partes es abrumadora. Sortearlos a todos conlleva una gran cantidad de “no” y sonrisas forzadas, pero en general son respetuosos y no insisten tras la primera negativa. Además, la clientela es tan abundante que no parece una buena idea perder el tiempo con dos argentinos renegados.
Dentro del recinto también hay vendedores en todos los senderos, pero uno los olvida rápidamente cuando empieza a mirar alrededor y a sorprenderse con lo impresionante del lugar. No por nada, Chichén Itzá es uno de los sitios arqueológicos más importantes del mundo y fue elegida como una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno. Los mayas fundaron la ciudad alrededor del 250 d.C., y esta alcanzó su esplendor entre los años 800 y 1100 d.C. La estructura principal del complejo es el Templo de Kukulcán, un edificio con forma de pirámide dedicado a Kukulcán, dios maya del viento y el agua, a quien se representaba como una serpiente emplumada.
Otra de las estructuras que más nos gustaron en Chichén Itzá fue el Gran Juego de Pelota, que es una explanada rectangular encajonada entre paredes verticales, con dos templos de tamaño mediano en ambos extremos. Aunque las reglas del juego no están muy claras, se cree que el principal objetivo era mantener la pelota de caucho en movimiento solo usando las rodillas, los codos y las caderas, e intentar pasarla por uno de los dos aros de piedra adheridos a lo alto de las paredes laterales. Más que un evento deportivo, se cree que el Juego de Pelota de Chichén Itzá y de muchas otras ciudades precolombinas de América Central tenía connotaciones rituales y religiosas. Incluso hay quien afirma que al capitán del equipo perdedor se lo condenaba a muerte.
Al ubicarse prácticamente en el centro de la península de Yucatán, Chichén Itzá se encuentra bastante alejada del mar. Sin embargo, como alternativa para refrescarse tiene los cenotes. Antes de viajar a México no teníamos ni idea de qué era un cenote, pero aprendimos que es un gran pozo natural que se forma cuando el techo de una cueva subterránea colapsa, dejando al descubierto el agua subterránea que fluía por debajo.
Yucatán tiene más de seis mil cenotes identificados y se pueden visitar unos cuantos, pero a los turistas nos toca elegir. Aunque están bastante cerca unos de otros, en cada cenote hay que pagar la entrada, cambiarse de ropa, darse una ducha limpia, recoger un chaleco salvavidas, caminar hasta el área del cenote en sí y nadar un rato, lo cual lleva al menos una o dos horas. Como es agua subterránea, está bastante fresca, lo cual resulta un placer frente a las altas temperaturas de la península. La refrescada se comparte con varios pececitos negros y muchos otros turistas, algunos de los cuales son incapaces de quedarse quietos y se suben una y otra vez a unas plataformas desde donde lanzarse al agua colgados de una liana.
Sueño de clase media en los noventa
Cenotes, ruinas mayas, pueblos mágicos, selvas infestadas de guerrilleros… Llegábamos casi al final de nuestro viaje por México y todavía no habíamos visto la razón principal por la cual más de cuarenta millones de turistas llegan al país cada año: el mar. Y por extraño que parezca, nuestro recorrido inicial no lo tenía contemplado en absoluto, pero en nuestro último día en Yucatán nos sobraban un par de horas a la mañana y el lugar de devolución del auto era nada más y nada menos que Cancún. Demasiado bueno para dejarlo pasar.
Así que hacia allá fuimos, por una moderna y carísima autopista de Valladolid a Cancún, cuyo único peaje costaba 385 pesos mexicanos, unos veinte dólares. De más está decir que estaba casi vacía, ya que la mayoría de la gente prefiere ir por una ruta secundaria, más lenta pero gratuita. Pero como a nosotros nos corría el tiempo, nos sometimos a pagar esa fortuna por un trayecto de ciento cincuenta kilómetros.
La Cancún ciudad, donde viven sus habitantes regulares, no tiene nada de especial. Es una suma de cuadrículas con edificios bajos y feos que se extienden entre unas grandes avenidas, con negocios que nada tienen que ver con los turistas, como ferreterías, autopartes y estaciones de servicio. Lo que los visitantes conocen es la llamada Zona Hotelera, un istmo de veinte kilómetros de largo y uno o dos de ancho, bastante alejado de la ciudad “real”. Ahí es donde están los grandes hoteles, los shoppings lujosos y las playas de postal. Por esa forma alargada, con una única avenida que la recorre de lado a lado, nos recordó un poco al Strip de Las Vegas. Y, como en Las Vegas, todo nos dio una sensación como de viejo, con retazos de un esplendor que ya pasó y que hoy exhiben otros destinos de la zona, quizás Tulum, Cozumel y Holbox.
La oferta de playas en Cancún es enorme y nosotros solo teníamos tiempo para conocer una, así que elegimos Playa Delfines, una de las más populares y quizás la imagen más reconocida cuando uno piensa en Cancún. Si solo disponíamos de un par de horas, queríamos la experiencia más turística posible.
Casi por milagro encontramos un lugar para estacionar el auto gratis frente a la playa, justo al lado del cartel con las letras de Cancún, donde una fila larguísima de gente se calcinaba bajo el sol de mediodía para sacarse una foto. El cartel no era lo único que los visitantes se disputaban, ya que la playa tenía una cierta cantidad de palapas (sombrilla hecha de materiales naturales) gratuitas, donde los turistas se enfrascaban en una especie de Juegos del Hambre por un metro cuadrado de sombra. Y para que no quedaran dudas de que era nuestro día, tras poco menos de cinco minutos de dar vueltas, pudimos encontrar una palapa vacía.
La playa efectivamente era hermosa, con una arena blanca y finísima y el agua de un color turquesa increíble, como pocas veces hemos visto. El mar estaba algo embravecido por el viento, pero no se avistaban huracanes en el horizonte, lo cual siempre es positivo.
Un puñado de horas en Cancún sirvió para confirmar, por enésima vez, que no somos bichos de playa. Ya nos empezamos a aburrir, a tener calor y a dolernos la espalda de estar sentados en la arena. Además, habíamos leído que a apenas ochenta kilómetros por un camino de tierra había un edificio abandonado, desde donde Pancho Villa atacó a los yankis en 1914. ¿Cómo no íbamos a conocer esa maravilla?