Cuando visitamos Islandia por primera vez, en 2016, nos fuimos con la certeza de que se había ganado un lugar en nuestro top 3 de los mejores destinos del mundo. Desde entonces, volver había sido un deseo latente, como con tantos otros lugares, y ocho años después finalmente pudimos darnos el gusto.
Las auroras, ¿son o se hacen?
En ese primer viaje a la isla pudimos ver la aurora boreal y nos sentimos muy contentos pero, a la luz de la mañana siguiente, no podíamos evitar pensar que no había sido la gran cosa. Apenas un destello difuso y casi blanco en el cielo, captado por la cámara pero no por nuestro ojo humano.
Para sacarnos la duda, unos años después viajamos a Tromsø, en el medio del círculo polar ártico, donde dedicamos varias noches en vela y hasta un carísimo “tour de auroras” para poder verlas. Lo logramos, y aunque contemplamos una mucho mejor que la primera vez, con más movimiento y colores, no había dejado de ser bastante pequeña y efímera. Todo el espectáculo no duró más de cinco minutos.
Llegados a ese punto, tuvimos que preguntarnos: ¿eso es todo? Digo, con lo impresionante que es ver luces de colores en el cielo nocturno, nunca se había acercado a lo que habíamos visto en fotos o videos de otra gente. ¿Sería un mito, una exageración creada por las sofisticadas cámaras de fotografía?
Esta visita a Islandia no tenía como objetivo ver las auroras. Era verano, y aunque sabíamos que existía alguna posibilidad, lo mejor que imaginábamos eran esos destellos del 2016, así que nos enfocamos en otras cosas: cascadas, volcanes, géiseres, campos de lava, acantilados, fumarolas… Al país le sobran atractivos como para preocuparse por las vendehumo de las auroras boreales.
Debido a una mala logística en el planeamiento del viaje, en nuestra primera y única noche en Reikiavik teníamos que ir a buscar el auto a las nueve de la noche al aeropuerto, a cincuenta kilómetros de distancia por un camino desolado que atraviesa un enorme campo de lava. Refunfuñando por nuestras malas decisiones, hicimos todo el camino de ida durante una hora y media en colectivo público, y en la misma estábamos mientras volvíamos a la ciudad a bordo de nuestro flamante decente auto de alquiler. De pronto yo, que iba de acompañante con la mirada absorta en la oscuridad infinita del campo de lava, noté como un destello en el cielo negro.
—Me parece que hay una aurora boreal —dije, con total tranquilidad.
Ro, con total tranquilidad, aceleró a fondo y dio un volantazo en la primera oportunidad que tuvo de salirse de la autopista y desviarse a un camino de tierra que se internaba en la penumbra. La maniobra valió la pena: tras un comienzo tímido, las luces del norte se fueron haciendo más brillantes y grandes, surcando el cielo de lado a lado y hasta generando cierto movimiento. Después de algunos minutos, y comprobando que la aurora iba para rato, fuimos a buscar a Mamá al hotel para que también pudiera disfrutar del espectáculo. Había sido un día larguísimo, que había comenzado con un vuelo de Copenhague a Reikiavik y luego una recorrida intensiva por la capital, pero las auroras merecen cualquier esfuerzo.
Esa noche nos quedamos con la sensación de que la aurora avistada estaba al nivel de la de Tromsø, lo cual nos dejó muy conformes, sobre todo en un viaje que no tenía como objetivo presenciar este fenómeno. Y entonces llegó nuestra segunda noche en Islandia, en la península de Snæfellsnes…
La verdad es que se dieron todos los condimentos. Un cielo despejado, una estadía en unas cabañas en el medio de la nada y, sobre todo, una intensa actividad solar o como se llame. La cuestión es que, apenas el sol terminó de ponerse detrás del volcán Snæfellsjökull, apareció surcando el cielo un largo destello que se extendía desde detrás de las montañas hasta el mar. En cuestión de minutos, lo que era un tímido brillo blanquecino se transformó en una explosión de luz en movimiento, como si alguien hubiera encendido un cartel de neón en medio de la oscuridad.
Tamaño, movimiento, colores… Las auroras boreales de Snæfellsnes lo tuvieron todo. Ro y yo estábamos extasiados; Mamá tranquila, casi sin entender el privilegio de ver semejante espectáculo natural. Claro, dos noches en Islandia, dos auroras impresionantes. Así pensado, parece cosa de todos los días.
La imaginación de Julio Verne
En su Viaje al centro de la tierra de 1864, Julio Verne situó la entrada al, valga la redundancia, centro de la tierra, en el volcán Snæfellsjökull, en Islandia. Los motivos de esta decisión son un misterio, pero a los islandeses les vino como anillo al dedo. Aunque no necesitaban una razón más para que las hordas de turistas llegaran al país, sumaron otro motivo para atraer a los visitantes a la península de Snæfellsnes, donde se encuentra el mencionado volcán. Algo muy curioso es que Verne nunca estuvo en Islandia, pero se documentó bien para describir sus fiordos, pastizales, campos de lava, paisajes desérticos y granjas.
El Snæfellsjökull es tan imponente que, en días despejados, puede verse desde Reikiavik, a más de cien kilómetros de distancia. Se considera que ver el volcán desde la capital (privilegio que tuvimos) significa buena suerte, y nuestra experiencia con las auroras boreales parece confirmar esta teoría. El clima, además, fue excelente durante todo el tiempo que estuvimos en la península, pudiendo disfrutar a pleno sol sus espectaculares paisajes, como la montaña Kirkjufell, posiblemente la imagen más repetida cuando se googlea “Islandia”.
La península de Snæfellsnes es una franja de tierra alargada y estrecha que se adentra noventa kilómetros en el mar, donde un musgo verde, casi fosforescente, crece incontrolable por todas partes. Los protagonistas de Viaje al centro de la tierra tardaron ocho días a caballo en llegar desde Reikiavik, pero en nuestro auto de alquiler solo demoramos dos horas y media, atravesando en el camino un túnel de seis kilómetros que desciende 165 metros debajo del mar.
En total viven en Snæfellsnes unas cuatro mil personas desperdigadas en varios pueblos, de los cuales el más famoso (aunque no el más habitado) es Arnastapi, casi una aldea situada a los pies del Snæfellsjökull, donde pernoctan los protagonistas del libro de Verne antes de comenzar el ascenso de la montaña. El nombre del pueblo, “acantilado de gaviotas”, está bien elegido. No hay mucho para ver aparte de unos acantilados espectaculares y miles de gaviotas que vuelan como poseídas sobre las cabezas de los turistas. También hay una imponente estatua de piedra de Bardur Snæfellsás, un ser mitológico mitad troll y mitad hombre, que llegó a Islandia en el siglo nueve y colonizó la península, dándole el nombre que conocemos.
En fin, la península de Snæfellsnes es uno de los lugares más increíbles de Islandia, lo cual me hace disentir con una de las afirmaciones del profesor Lidenbrock en Viaje al centro de la tierra, cuando asegura: “Las curiosidades de Islandia no se encuentran sobre su superficie, sino debajo de ella”. Por lo demás, el relato es de lo más veraz y entretenido.
La prosperidad de Vík
La ruta 1 es circular, tiene más de mil kilómetros de extensión y atraviesa casi todas las zonas pobladas de Islandia. Eso no es decir mucho en un país donde el sesenta por ciento de la gente vive en la capital, pero es importante para mantener cierto sentido de cohesión entre los habitantes de la isla, transportar suministros y, claro, promover el turismo.
Cuando visitamos Islandia en 2016 y dimos la vuelta entera a la ruta 1, una de nuestras paradas fue en Vík í Mýrdal (Vík para los amigos), el pueblo situado más al sur del país. No recuerdo mucho de esa parada. Apenas que entramos al negocio de la única estación de servicio a comprar un café (no había otro lugar por el estilo), donde dos o tres islandeses rubios y gigantes nos observaron como a unos hobbits, y poco más. El lugar era tan deprimente que ni siquiera nos animó a sacar una foto.
En esta nueva incursión en la isla volvimos a pasar por Vík, aunque en el marco de un recorrido más acotado, que “solo” nos llevaría hasta la laguna de Jökulsárlón, formada por el deshielo y donde flotan icebergs de un glaciar cercano que van a parar al mar.
Viniendo desde el lado de Reikiavik, llegamos a Vík justo después del desvío hacia Reynisfjara (la playa negra de Islandia), donde las llanuras de la costa se estrechan y ascienden hasta un breve pero espectacular paso de montaña. Apenas comenzamos el descenso por el otro lado vimos el pueblo, con su icónica iglesia de techo rojo sobre una colina, como vigilando la ladera donde se extiende el poblado hasta el mar.
Pero la visión fue muy distinta de la de 2016. Ahora Vík tenía calles, es decir, más calles que la ruta que lo atraviesa, pavimentadas y todo, sobre las que se alineaban hoteles de estrellas varias, cafeterías, bares, restaurantes, un supermercado de cadena y hasta un enorme negocio de souvenirs que ocupaba dos pisos. Frente a nuestro alojamiento incluso había un puesto callejero de crepes, abierto hasta las nueve de la noche.
Una rápida búsqueda en internet confirmó lo que sospechábamos: Vík creció, y rápido. Desde 2015, la población del municipio casi se duplicó, pasando de 480 a 877 habitantes, de los cuales el 60 por ciento son extranjeros. Y si hace diez años había uno o dos lugares en la ciudad donde un turista podía sentarse a cenar, ahora hay suficientes restaurantes para que Tripadvisor haga una lista de los diez mejores.
De regreso de Jökulsárlón volvimos a pasar por Vík, donde nos agarró una impresionante tormenta de viento y lluvia que nos obligó a postergar la visita al glaciar Sólheimajökull. Por suerte, hoy en día Vík es un buen lugar donde pasar el tiempo, así que nos dedicamos a recorrer el gigante Icewear, el negocio de souvenirs que mencioné antes. Pocas veces en mis viajes he conocido un lugar de ese tipo tan grande, con salas y salas repletas de suéteres, camperas, bufandas , medias, peluches y un sinfín de recuerdos de cualquier tipo. Por supuesto, estaba lleno de gente que, como en cualquier otra gran ciudad, aprovecha a ir de shopping cuando el clima no acompaña.
Canción de hielo y fuego
Al que se le ocurrió lo de “Islandia” (“tierra de hielo” en el original islandés) no andaba muy errado, ya que más de un diez por ciento de la isla está cubierto por glaciares. Y como para compensar tanto frío, hay además unos treinta volcanes activos.
Por fortuna, nuestras visitas a la isla no han coincidido con ninguna erupción, pero esta última estuvo bastante cerca, ya que 2024 ha sido un año bastante activo para los volcanes islandeses, con más de cinco erupciones. La mayoría de ellas se produjeron en la península de Reykjanes, apenas al sur de Reikiavik, donde los cuatro mil habitantes del pueblo de Grindavik tuvieron que ser evacuados, apenas unas pocas semanas después de haber regresado a sus hogares tras una erupción en diciembre de 2023.
Estas erupciones se produjeron como fisuras en la tierra por donde comenzó a salir lava, un fenómeno que no produce las espectaculares explosiones que nos imaginamos cuando hablamos de volcanes, donde el magma sale por la chimenea central. De todas maneras no deja de ser peligroso, y la Blue Lagoon, situada a unos pocos kilómetros del epicentro de la erupción, tuvo que ser cerrada durante varios días.
La Blue Lagoon (“Laguna Azul”) es un balneario geotermal artificial, donde el agua sale de la cercana planta de energía geotérmica Svartsengi. Ahí se extrae el agua del suelo, caliente gracias a un flujo de lava cercano, y se usa para hacer funcionar turbinas que generan electricidad. Después de pasar por las turbinas, el agua se vierte en la laguna.
Cuando abrió la central eléctrica, en 1976, a nadie se le había ocurrido que era una oportunidad para hacer también unos baños termales (es decir, ¿por qué alguien pensaría eso?), pero el agua de la central empezó a formar piletas en las cercanías, y en 1981 a un tipo con psoriasis se le ocurrió bañarse. En vez de salir con piel blanca y pelo verde, parece que el agua alivió sus síntomas, con lo cual la laguna se hizo famosa. Así, la plata no tardó en aparecer y en 1987 abrió el balneario.
No voy a mentir, visitar la laguna no es barato, y el país tiene varios lugares de ese tipo mucho más económicos, pero la Blue Lagoon es todo un ícono de Islandia y esta vez no queríamos dejar pasar la oportunidad. Llegamos, en nuestra última tarde en la isla, haciendo zigzag entre caminos cortados por las recientes erupciones, con enormes y frescos campos de lava a ambos lados, de unas piedras negrísimas y sin nada de musgo. Recién salidas del cráter.
Pasamos por los vestuarios para darnos una ducha, dejarnos solo la malla puesta y salir a la intemperie de los cinco grados. No es una sensación agradable, pero apenas uno empieza a bajar por la rampa hasta sumergirse en las aguas termales, entre unos confortables 37 a 39 grados, es como si todos los problemas del mundo se alejaran de repente. El agua es de un color celeste brillante y muy espesa, con lo cual se hace muy lento avanzar. En el fondo de la laguna hay un barro blanco y blando de no sé qué minerales, y mientras se disfruta del baño es posible comprar bebidas en un bar y ponerse distintas cremas faciales, todo sin salir del agua.
No quisiera encontrarme nunca en medio de una erupción volcánica pero, si alguna vez tiene que suceder, la verdad es que la Laguna Azul es un lugar excelente para esperarla.
¡Que experiencia! ¿Se puede pedir más?