Apuntes perdidos del DF

Cada vez que viajamos tomo notas. Un montón de notas. De los lugares que visitamos, de charlas que tuvimos, en fin, de cualquier cosa que me llame la atención en ese momento. El resultado es, todas las veces, una cantidad ingente de palabras y frases inconexas que ni el mismísimo Chat GPT podría hilvanar. Y como yo estoy lejos siquiera de acercarme al coeficiente intelectual de una inteligencia artificial, lo que me pasa casi siempre es que, cuando termino un artículo para el blog, descubro con horror que dejé un cuarto de las anotaciones afuera. Por eso, para hacerle honor a esos apuntes olvidados, es que existen artículos como este.

Pinches enmascarados

Hace un tiempo ya que estoy convencido de que el español mexicano tiene los mejores insultos del mundo. No solo es la creatividad de las palabras, sino la forma en que las conectan para crear una frase (“gusano viejo y corrupto”) y la cadencia con que las dicen. Y no hay mejor lugar para constatar esta afirmación que durante un espectáculo de lucha libre.

La lucha libre mexicana es más un show que un deporte. Los luchadores son casi personajes de ficción, con sobrenombres altisonantes y vestimenta estrafalaria. Muchos de ellos incluso usan máscaras. A la hora de subirse al ring, más que una pelea lo que sucede es una especie de coreografía, donde no hay golpes de verdad pero sí una buena cantidad de saltos, piruetas en el aire y caídas. Que no se malentienda: esto está lejos de ser fácil. Requiere una gran dosis de coordinación, fuerza y agilidad, porque los saltos y las caídas son reales, y si alguien no lo hace de manera correcta corre el riesgo de lastimarse o lastimar al otro.

Nosotros fuimos a un sábado de lucha libre en la Arena Coliseo, el recinto de lucha libre más antiguo del mundo. Su forma circular y tribunas de cemento le daban cierto aire de barrio que nos gustó de inmediato. El pequeño estadio estaba colmado con casi siete mil personas, con muchas familias y poquísimos turistas, que se pusieron efervescentes ya desde antes que los primeros luchadores salieran a escena:

—¡Putos los de abajo! ¡Putos los de abajo! —le cantaban los sentados en el anillo superior a los sentados a la altura del ring.

—¡Putos los de arriba! ¡Putos los de arriba! —respondían los de abajo sin mucha originalidad.

El primer combate fue una pelea doble, con Eléctrico y Astral de un lado y Gallo Jr. y Ráfaga Jr. del otro. Era interesante y divertido, con los luchadores saltando desde encima de las cuerdas del ring sobre los contrincantes, lanzándose hacia fuera e interactuando con el público. Como ya dije, la gente era una parte vital del espectáculo, con sus cánticos y gritos sueltos. El adjetivo “pinche” era, por lejos, el más usado, con combinaciones infinitas.

—Pinche pelón culero. —Al referí, que era calvo.

—Pinche picapiedra. —Al luchador llamado Cavernario, una especie de villano vestido, efectivamente, como un picapiedra.

—Pinche anciano, cuenta más rápido. —Otra vez al referí, para que no demorara tanto la cuenta hasta diez cuando uno de los luchadores estaba caído.

—Pinche pelón, quítate. —Al mismo referí calvo, para que no interfiriera y dejara que dos luchadores se siguieran golpeando, aunque el combate ya había terminado.

Así durante dos horas y media muy entretenidas, en las que pasaron más peleas dos contra dos, otras tres contra tres y una doble de mujeres. El preferido del público era, por lejos, Místico, un luchador de máscara blanca y dorada que, luego aprendimos, es uno de los más importantes de los últimos años. Ni cerca, eso sí, del estatus del Santo, una leyenda que trascendió el ámbito de la lucha libre y se transformó en un auténtico símbolo nacional, llegando a protagonizar historietas, novelas, películas y publicidades de todo tipo. El escritor mexicano Carlos Monsiváis definió a El Santo como “rito de la pobreza, de los consuelos dentro del gran desconsuelo que es la vida, la mezcla exacta de tragedia clásica, circo, deporte, comedia, teatro de variedad y catarsis laboral”.

De qué planeta viniste

Sí hablamos de ídolos populares, la figura de El Santo nos remite directamente al Diego, y justamente en México dejó sus dos pinceladas más históricas. Salió campeón del mundo, claro, pero el partido contra Inglaterra fue su firma en todas las dimensiones, con un gol donde le metió la mano en el bolsillo a los poderosos, aquellos que tiran bombas orgullosos por medio mundo pero lloran por un gol ilegal en un partido de fútbol; y el otro, con su genialidad única e irrepetible, para despejar dudas de quién era el mejor, a un nivel que el propio entrenador inglés Bobby Robson lo reconoció: “El primer gol fue con la mano, pero el segundo valió por los dos”.

El escenario de tamaña gesta fue el Estadio Azteca de la Ciudad de México, una mole ovalada donde entran más de 80 mil personas, que ya es parte del imaginario argentino junto con el mismo Diego, las Malvinas y Perón. Por motivos que se nos escapaban, sin embargo, ningún argentino que conocíamos incluía el Azteca en un viaje por México, repleto en cambio de playas, corales y tragos. Para nosotros era un imprescindible desde el primer momento que sacamos los pasajes, así que cualquier otra actividad quedaba supeditada a la visita al mítico estadio.

Una vez en el DF, comprobamos que el Azteca estaba a dieciocho kilómetros del centro, lo cual, considerando el horrible tráfico de la capital, implicaba un viaje de cuarenta y cinco minutos en auto. No nos importó. Pedimos un Uber, la madre de todas las aplicaciones de transporte en México, y hacia allá fuimos. Tras atravesar media ciudad, el conductor nos dejó en la vera de una avenida de seis carriles, debajo de un paso de peatones a nivel y junto a una serie de carpas improvisadas que vendían camisetas de fútbol truchas. Había alguna que otra del Diego, pero las que predominaban eran las del América, el club local.

Una larga explanada de cemento nos separaba del estadio, imponente y majestuoso a casi una cuadra de distancia. Nos acercamos despacio, sin quitarle los ojos de encima, pero también atentos a la cantidad de zonas anegadas por la lluvia de la noche anterior. Enseguida recordamos algo que acabábamos de escuchar por la radio del Uber que nos había llevado hasta ahí: “Cada vez que llueve, esta ciudad se convierte en Desmadrópolis”.

Cuando ya estábamos a mitad de camino, fuimos detenidos por una inmensa reja que impedía acercarnos más. Era de esperarse que no nos dejaran entrar así como así, pero habíamos leído que todos los días se hacían visitas guiadas, así que albergábamos la esperanza de poder ingresar de esa manera. Dimos un par de vueltas hasta que dimos con una garita resguardada por un guardia anciano, quien nos informó de que las visitas guiadas estaban canceladas debido a las remodelaciones en el estadio con vistas al Mundial 2026. Con nuestra mejor cara de lástima, ensayamos una típica jugada argentina ante una situación adversa:

—¿Y no habrá OTRA MANERA de entrar, aunque sea para ver la cancha nomás?

Pero el guardia, incorruptible, no se dio por aludido. Nos alejamos de ahí para sacar algunas fotos más desde afuera, tristes por no haber podido conocer el Azteca adentro, pero satisfechos de habernos aunque sea acercado a uno de los lugares claves donde el Diego construyó su mito.

Tristemente, lo más cerca que llegamos del Azteca

Es que no me tienen paciencia

Cuando pensábamos que el Azteca estaba lejos, qué decir de Chanfle y Recontrachanfle, ubicado a treinta kilómetros del centro del DF. En este caso se trataba del único restaurante temático de El Chavo, serie que marcó nuestra infancia y nos dejó frases y conceptos para el resto de nuestras vidas. Dudamos mucho sobre si ir o no (una hora de Uber solo de ida…) pero al final se impusieron nuestros corazones. ¿No fuimos a la casa de Frida Kahlo pero sí a un restaurante de El Chavo que nadie conoce, en las afueras de la ciudad? Y bueno, los viajes-champagne de Días de Ruta son así.

Chanfle y Recontrachanfle estaba dentro de un moderno shopping en el fraccionamiento de Ciudad Satélite, un barrio en la periferia del DF pensado para las clases medias altas mexicanas. El local era enorme y estaba casi vacío; apenas otra mesa ocupada cuando nosotros llegamos y solo dos empleados visibles. Uno de ellos, una mujer que parecía oficiar de recepcionista, nos recibió en la puerta:

—¿Nos visitan por primera vez?

—Sí.

—Lo sospeché desde un principio.

Aunque era un recurso bastante trillado, no lo vimos venir y no pudimos menos que sonreír. La recepcionista siguió con su papel:

—¿Gustan pasar a tomar una tacita de café?

Más que un restaurante, el lugar era un gran salón para eventos, con una tienda de recuerdos, una sala de videojuegos, dos espacios para comer y hasta una recreación de la vecindad del Chavo donde sacarse fotos. Todo tenía un aire emotivo y nostálgico, quizás hasta un poco triste. La casi nula clientela, los casi nulos empleados, la poca variedad de artículos en la tienda. En las paredes, cuadros con fotos y ropa original de la serie daban cuenta de un tiempo mejor.

El segundo, empleado, una especie de mozo/cocinero/encargado de limpieza, también interpretaba su papel al pie de la letra. Tras tomarnos el pedido, se alejó de la mesa con una de las clásicas frases de Don Ramón:

—Con permisito, dijo Monchito.

Nos tomamos la tacita de café con unos churros medio insulsos, y nos quedamos con ganas de probar la torta de jamón (viajar a México nos sirvió para por fin entender que a lo que ellos llaman “torta” para nosotros es un sanguche). Después sacamos algunas fotos, evocamos recuerdos de la serie, compramos un mini barril del Chavo y nos fuimos embebidos de nostalgia. Menos de un mes después de nuestra visita, nos enteramos de que Chanfle y Recontrachanfle cerró definitivamente. La noticia no nos sorprendió en absoluto.

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