De espejos y espejismos: un paseo por la Ciudad de México

Cada tanto nos ataca cierta “vergüenza de viajeros” por conocer casi el ochenta por ciento de Europa y un escaso porcentaje de América Latina. Hay varias razones para eso, pero lo que queremos es remediarlo, no excusarnos. Así que, aceptando que a Argentina la conocemos bastante bien, México parecía un buen lugar para seguir.

La llegada al Distrito Federal fue prometedora desde el primer minuto, cuando logramos sortear a los taxistas del aeropuerto y salir al lobby de un hotel que daba a la calle para pedir un Uber al centro, tres veces más barato (tener amigos mexicanos tiene sus ventajas). Doblemente prometedora si consideramos que en el trayecto de treinta minutos empezó a sonar por la radio La hora de Luis Miguel, un segmento solo dedicado a las canciones de Luismi, ídolo personal de Ro. ¿Entienden lo groso que es el tipo en México, que una radio le dedica una hora entera de su programación todos los días desde 2002? Es como si en Argentina un canal de deportes pasara solo goles del Diego durante una hora todos los días (y visto así, no entiendo cómo no lo hacen).

Los minutos en el taxi al hotel nos sirvieron para empezar a darnos cuenta de que el tráfico en el DF es cosa seria. No está tan mal al nivel Sudeste Asiático, pero sí peor que Túnez y que Argentina, por hacer comparaciones totalmente aleatorias. No hay hora en que las calles más importantes no estén llenas de vehículos, la conducción no es explícitamente temeraria pero sí bastante imprudente, y las motos ignoran los semáforos en un porcentaje muy elevado.

Nuestro hotel estaba ubicado en la colonia Juárez, una zona tranquila de la capital a una distancia caminable del centro histórico. Una colonia vendría a ser algo así como un barrio que no tiene autonomía ni representación política específica. Los mexicanos tienen una larga lista de clasificaciones para dividir a las ciudades en unidades administrativas, que incluye por ejemplo los fraccionamientos, otra especie de barrio, pero planificado de antemano, con viviendas iguales o similares; y las vecindades (¿se acuerdan de El Chavo?), usualmente casas estructuradas a lo largo de un pasillo o patio central, donde distintas familias comparten varios servicios.

De camino al centro nos cruzamos con el impresionante Monumento a la Revolución, un edificio enorme que en su origen fue pensado como un suntuoso Palacio Legislativo. El dictador Porfirio Díaz puso la primera piedra de la construcción en septiembre de 1910, como parte de los festejos del Centenario de la Independencia de México, pero unos meses después la Revolución se levantó en armas en varios puntos del país, Díaz huyó a Francia y el proyecto quedó inconcluso. Tuvieron que pasar muchos años para que a alguien se le ocurriera utilizar la única parte de la estructura que se había llegado a completar para hacer un museo de la Revolución y un mausoleo dedicado a sus héroes más notables. Los restos más famosos (al menos para los que no somos mexicanos), son los de Pancho Villa, uno de los principales jefes de la Revolución Mexicana, clave para derrocar al régimen. Como dato interesante, fue Villa el creador de la mítica frase “¡Viva México cabrones!”, la cual usaba como arenga para sus tropas antes de cada batalla.

Adentrándonos más en la zona central del DF, empezamos a cruzarnos con más y más vallas policiales. No parecía haber ninguna amenaza en particular (de hecho, muchas vallas estaban desatendidas), pero ahí estaban: en el medio de la vereda, cortando una calle, limitando el acceso al Zócalo (la principal plaza del país), rodeando el Palacio Nacional… Un taxista al que le preguntamos sobre el tema nos dijo que lo hacían para estar listos por si surgía alguna manifestación de protesta, pero la explicación se nos hizo un poco vaga.

Pero sin ninguna duda, lo que más hay en el centro de México no son ni vallas ni revolucionarios, sino organilleros, unos artistas callejeros que llevan su música por las calles y las plazas por una propina. El organillo es un instrumento portátil, que se toca girando una manivela que activa un mecanismo interno que produce la música. Al parecer no es tan fácil, porque hay que darle vueltas a la manivela todo el tiempo, lo cual es complicado debido al peso del instrumento, y además hay que variar el compás entre una melodía y otra. Los organilleros son más de quinientos en total, y es imposible pasear por el casco histórico sin oír sus -muchas veces desafinadas- melodías. De todas maneras, no les va muy bien. La mayoría de los transeúntes parece ignorarlos, o en el mejor de los casos darles una moneda para que se lleven su música a otra parte. Más que organilleros, lo que más suena en la vida urbana mexicana es Soda Stereo, Enanitos Verdes y Los Fabulosos Cadillacs. Y Luismi, claro.

El aspecto general de la capital mexicana nos recordó mucho a nuestro país, con esa combinación tan particular de autos muy nuevos y muy viejos en la calle, fachadas en mal estado y cierto desorden general que, pese a todo, parece estar bajo control. Sin embargo, nos dio la sensación de que en México se ve incluso mucha más economía informal, con miles de puestos callejeros que se alinean al costado de las calles vendiendo todo tipo de productos, la mayoría de ellos gastronómicos. También nos llamó la atención la gran cantidad de edificios abandonados o en muy mal estado, muchos de ellos en zonas “buenas” de la ciudad, como la famosa Plaza Garibaldi, el lugar más popular para ver a los mariachis.

El Zócalo
Plaza Garibaldi

Los contrastes de calle a calle son enormes e incómodos. En cuestión de pocos metros podés pasar de estar en un bulevar de seis carriles flanqueado por palmeras y rascacielos a estar en el medio de una vereda levantada por las raíces de un árbol, con un contenedor de basura volcado junto al cordón, frente a una casa abandonada con todos los vidrios rotos.

La infraestructura del transporte urbano solo ayuda a reforzar esta idea. Porque sí, hay algunos colectivos hermosos, eléctricos, amplios, donde se paga con una colorida tarjeta recargable, pero muchos otros son lo que los mexicanos llaman “camiones”; unas chatrushkas en un estado tan deplorable que no se ven ni en Indonesia (bueno, tal vez en Indonesia sí).

No es por exagerar, ni mucho menos por ser negativo a propósito, pero vimos una cantidad muy importante de estos “camiones” circulando sin patente, con el guardabarro caído, el chasis oxidado y/o abollado y los vidrios rotos. Y por supuesto que estas chatrushkas solo aceptan efectivo. Estamos hablando de la segunda economía más grande de América Latina, solo por detrás de Brasil y muy por encima de Argentina.

La primera conclusión apresurada a la que llegamos es que parece haber una fuerte ausencia del Estado, al menos en lo que respecta a la vida diaria. La segunda es que la Ciudad de México está saturada de gente, no da abasto. Con casi veintidós millones de personas en su zona metropolitana, la red de transporte público es tan extensa que incluye colectivos, camiones, metrobuses, metro y hasta teleféricos con distintos recorridos.

Es casi entendible que no se pueda abastecer a todos, aunque siempre los privilegiados parecen ser los mismos, porque cuando nos alejamos del centro empezamos a conocer el DF de los whitexicans, un término acuñado por los propios mexicanos para referirse en forma peyorativa a los mexicanos de tez blanca que usualmente tienen ventajas sociales y económicas, y que (cito a Wikipedia) “no están al tanto del sistema imperante de desigualdades en México y que creen que todos los ciudadanos mexicanos tienen las mismas oportunidades”.

Estamos hablando de zonas como La Condesa, una colonia de aires bohemios, lo que en criollo significa muchas galerías de arte, restaurantes de precios elevados y casonas de gente con ingresos de dudoso origen. Uno entiende que La Condesa es un barrio “cheto” (acá estoy hablando en argentino) cuando deja de ver los puestos callejeros que pululan en el resto de la ciudad y en cambio empieza a ver gimnasios, runners en horario laboral y paseadores de perros. No es de sorprender que en este tipo de colonias viva la mayor cantidad de whitexicans y extranjeros.

Coyoacán es otro de los barrios/distritos en esta sintonía, y por lejos el más turístico, gracias a ser el lugar donde se encuentra el museo de Frida Kahlo, originalmente la casa familiar de la pintora, donde luego vivió varios años con su marido, el también pintor Diego Rivera. La relación de estos dos fue increíblemente tóxica y enrevesada, pero por motivos que no alcanzo a entender la figura de Frida, sobre todo, atrae a curiosos de todo el mundo. Como simple muestra está el precio de entrada al museo: 320 pesos mexicanos (unos 17 USD), contra los 70 (4 USD) que cuesta entrar al Museo-casa de Leon Trotsky, ubicado a un par de cuadras. Ni hablar que el de Trotsky es muchísimo menos visitado, a pesar de que a nuestro parecer es mucho más interesante, sobre todo por la relevancia del personaje en un hecho tan trascendental como la Revolución Rusa, y el hecho de que fue asesinado en esa misma casa por sicarios muy probablemente enviados por Stalin, quien lo veía como uno de sus mayores rivales políticos.

En fin, en nuestra visita a Coyoacán nosotros pagamos el museo de Leon, no pagamos el museo de Frida, y sí pagamos una milanesa en el restaurante Mafalda que estaba espectacular. México y Argentina están lejos en la distancia pero cerca en nuestros corazones.

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