Érase una vez en América

Viajar a Estados Unidos estaba en mi lista de pendientes muy pendientes. ¿Razones? Uno de los países más grandes del mundo, fuente de una inconmensurable cantidad de objetos culturales que he consumido a lo largo de mi vida y cuna de algunas de las ciudades y paisajes más espectaculares del planeta. Había estado una vez, pero hacía veinticinco años, y apenas en el contexto de un viaje a Disney. Regresar era necesario, haciendo un esfuerzo por poner a un lado los (enormes) prejuicios que tenía con “América”, como a ellos mismos les gusta llamar a su país.

Así, en pleno julio de 2022 tomamos un vuelo rumbo al aeropuerto Stewart de Nueva York, uno de los cuatro que tiene la ciudad. El principal desafío a la hora de viajar a Estados Unidos es, cuándo no, la visa. Después de haber estado en unos cuantos países, podemos dar fe de que los trámites para entrar a “América” superan en complejidad a los de cualquier otro destino. Formularios, visitas a la embajada, interrogatorios, más formularios. En serio, ni viajar a Corea del Norte es tan complicado. Y eso es solo el primer paso. El gran desafío es en realidad cuando uno baja del avión y se enfrenta al oficial de migraciones, una versión moderna del juez del purgatorio de Dante, que decide si vas a ir al paraíso del hotel neoyorquino o al infierno de la deportación.

El aeropuerto de Stewart no ayudaba a mejorar la experiencia. Construido (y aún en uso) como aeropuerto militar, recién empezó a utilizarse para vuelos comerciales en 2006. Aterrizar en medio de enormes aviones de combate y caminar al edificio principal entre dos largos muros de cemento coronados por alambre de púas no es la mejor de las sensaciones para empezar tus vacaciones.

Y sin embargo, nuestra jueza del inframundo resultó ser de lo más amable. Por supuesto que se tomó el tiempo de revisar nuestros numerosos papeles y nos hizo unas cuantas preguntas, pero siempre en tono amable y hasta mezclando algunas palabras en español. En menos de cinco minutos nos estampó el bendito sello de entrada en los pasaportes y ya estábamos listos para irnos, sin tener que pasar por el “otro cuarto”, un poco más apartado, a donde mandaban a los pasajeros “dudosos”.

Una vez en la calle, entendimos que en realidad no estábamos en Nueva York, algo que ya habíamos sospechado desde el aire al ver montañas, bosques y lagos, sin ni siquiera una construcción humana en kilómetros a la redonda. Un rápido chequeo en Google Maps confirmó que nos encontrábamos a cien kilómetros de Manhattan. Le preguntamos a una empleada del aeropuerto si llegaban muchos vuelos por día a Stewart. Su respuesta no nos sorprendió:

—Solo uno.

Un colectivo con aspecto de jeep militar nos dejó en una estación de tren cercana. Antes de despedirnos, el conductor nos preguntó si íbamos “al centro”. Es decir, cien kilómetros de distancia y el tipo estaba convencido de vivir en Nueva York, mientras que en Dinamarca a cinco kilómetros del ayuntamiento la gente ya habla de “las afueras”.

El tren que nos llevó a la ciudad era viejo, chirriaba de manera impresionante y se sacudía con violencia en cada curva. Para controlar los boletos, una empleada recorría los vagones y dejaba un papel en las filas de asientos indicando cuántos pasajeros iban sentados. Demoramos una hora y media en dejar la naturaleza del estado de Nueva York para descender a los laberínticos túneles de la ciudad.

Emergimos a la superficie desde una tenebrosa boca del metro para encontrarnos con un caos de bocinas, luces, gritos, música y olores. Eran casi las diez de la noche de un domingo, pero podrían haber sido las tres de la tarde de un lunes o las cinco de la mañana de un jueves. Aunque trillada, la frase no exagera: Nueva York nunca duerme.

Nueve millones de personas se apiñan en los cinco distritos en que se divide la ciudad: Brooklyn, Queens, Manhattan, Bronx y Staten Island. Tres de esos nueve millones son extranjeros. Y entre todos producen tanto dinero que, si Nueva York fuera un estado soberano, sería la octava economía más grande del mundo.

Acostumbrados a una vida casi campesina en Dinamarca, nos llevó algunas horas adaptarnos al ritmo de la ciudad. Cuidar nuestras pertenencias, tomar precauciones extras antes de cruzar la calle, entender el sistema de transporte, adoptar el ruido de fondo las veinticuatro horas del día y soportar el penetrante olor característico de Nueva York, una mezcla de orina y exceso de residuos en las calles, agravado por el extremo calor, que se acercaba a los cuarenta grados.

Cualquier recorrido por Nueva York debe empezar o terminar (quizás ambas) en Times Square. Esta intersección entre las calles Séptima, Broadway y 42a está iluminada las veinticuatro horas por cárteles publicitarios gigantes, y los turistas acuden desde todas las esquinas a sacarse fotos, ver espectáculos callejeros o simplemente sorprenderse por la magnitud del lugar. Los “americanos”, que no suelen exagerar (?), apodan a Times Square como “el cruce del mundo” o “el centro del universo”.

Dos argentinos en Nueva York

Desde Times Square no importa mucho qué calle se tome, porque en cualquier caso siempre habrá que mirar hacia arriba, ya que los rascacielos dominan todo el panorama. El primero se construyó en 1890, y durante los siguientes cuarenta años se desató una frenética carrera por ver quién hacía el edificio más alto. Primero fue el Bank of Manhattan, después el Chrysler y enseguida el Empire State. Ya en los setenta, fue el turno de las tristemente célebres torres gemelas del World Trade Center, y en años recientes el nuevo complejo conocido como One World Trade Center. En total, once edificios de Nueva York han ostentado el título del rascacielos más alto del mundo a lo largo de la historia.

Nuestro rascacielos favorito es el Empire State, porque de ahí se colgó King Kong en 1933, además de haber salido en un montón de otras películas, libros y cómics. El Chrysler tampoco está mal, aunque no se puede entrar ni pagando.

Edificio Chrysler
Empire State

Fuera del “centro” de Manhattan, Nueva York tiene una serie de barrios con características interesantes. Chinatown, por ejemplo, que es el único barrio chino que conocemos que realmente parece un barrio donde viven los chinos y no un shopping al aire libre para los turistas. O el Greenwich Village, en cuyos parques empezó a jugar al ajedrez Bobby Fischer.

Greenwich Village alberga también la esquina más famosa de la televisión: Bedford and Grove, donde estaba la cafetería Central Perk en Friends y donde también vivían algunos de los protagonistas. A toda hora del día pasan turistas a sacarse fotos con la típica fachada roja de lo que, en la realidad, es solo un restaurante cualquiera. Intrigado sobre el por qué un lugar con el potencial de hacer tanto dinero a costa del turismo era apenas un comedor común y corriente, recurrí a Internet. Lo que encontré no me gustó. Resulta que el dueño es un pedante, que asegura que no sabía qué esquina era esa cuando alquiló el local por primera vez, y que no le interesa hacer un lugar temático de Friends porque eso “no pagaría las cuentas”, aun cuando él mismo reconoce que más de mil personas pasan todos los días por ahí buscando el Central Perk.

El bar de Friends

Cerca del Village está el Soho, uno de esos barrios “chic”, famosos por sus galerías de arte, sus tiendas de ropa carísima y sus restaurantes sobrevalorados. A mi me interesaba por un lugar en particular: la Dominique Ansel Bakery, la panadería donde se inventó la cronut, una factura que combina las medialunas y las rosquitas. Fuimos un día a las cuatro de la tarde a probar esa hermosura de creación, pero nos recibieron con la triste noticia de que estaban agotadas.

—Pero tenemos estos kouign amann —insistió la empleada—, que en realidad son nuestro best-seller.

¿Y si son best-seller por qué todavía tenían y las cronuts estaban agotadas desde el mediodía? Nos guardamos esta pregunta para nosotros mismos y volvimos al día siguiente. Planificamos todo el recorrido de la jornada para poder pasar por la panadería temprano y probar esas cronuts. Las conseguimos, y el resultado fue… decepcionante. Las cronuts son un fiasco. Una masa seca y dura, rellena de membrillo y crema y cubierta con un glaseado horrible. ¿Cómo puede ser feo un alimento que mezcla las medialunas con las rosquitas? Los “americanos” lo hicieron.

La infame cronut

Nobleza obliga, en un Dunkin’ Donuts de la Sexta Avenida compré quizás el mejor plato de la historia: una hamburguesa con queso, tocino y huevo frito, que en vez de pan estaba cubierta por una medialuna gigante. God bless America!

La cultura de sus cadenas de comida rápida es algo que me gusta de los estadounidenses. Hay para todos los gustos: las más conocidas son las de hamburguesas, claro, Burger King y McDonalds, pero ese es solo el principio. Además tienen KFC para el pollo, Subway para los sandwiches, Panda para la comida china, Sbarro para la italiana, Taco Bell para la mexicana, la mencionada Dunkin’ Donuts para las rosquitas, Domino’s para la pizza, Starbucks para el café y muchas más. Es imposible comer mal (y mantenerse en forma) en Estados Unidos.

Y aunque parezca que comer una hamburguesa dentro de una medialuna es la experiencia más “americana” que se pueda tener, todavía podíamos ir más allá. El fin de semana fuimos a ver un partido de béisbol al Bronx, la casa de los míticos New York Yankees, que jugaban contra los no menos míticos Boston Red Sox, el clásico de clásicos. Entre ellos tienen un sinfín de historias que cimentaron la rivalidad, de las cuales la más importante fue “la maldición de Babe Ruth”.

George “Babe” Ruth fue el Diego del béisbol. Un genio, un rebelde, un incomprendido. Ganó tres campeonatos con los Red Sox, hasta que en 1920 lo vendieron a los Yankees por un precio irrisorio. El dueño de los Sox, al parecer, necesitaba plata para financiar sus obras de Broadway. Ruth fue un éxito en los Yankees también, y los Sox se quedaron sin ganar un título durante 86 años por la “maldición” de haberlo dejado ir.

¿Se acuerdan de una película noventera que pasaban en el cable, en la que un grupo de niños tenía que recuperar una pelota de béisbol de un perro gigante, porque estaba autografiada por alguien famoso? Bueno, ese alguien era Babe Ruth.

Encontramos nuestros asientos, en lo alto del estadio de los Yankees, con relativa facilidad. Eran cómodos y tenían un lugar para poner las bebidas. Al lado nuestro había una pareja mayor con aspecto aburrido. Pero se pusieron de pie, igual que el resto del estadio, para cantar el himno nacional antes de empezar el partido, mientras que la bandera de Estados Unidos flameaba en una de las muchas pantallas LED.

El béisbol es un deporte bastante poco dinámico. Un tipo lanza una pelota contra otro que le intenta pegar con un bate, mientras otros diez o doce miran parados, y a lo sumo corren unos metros si el golpe es bueno. Los partidos duran un promedio de tres horas, y durante ese tiempo pasan un montón de otras cosas para mantener a la gente entretenida. Por ejemplo, para presentar a los jugadores rivales los sonidistas del estadio pusieron de fondo la Marcha Imperial de Star Wars (la de los “malos”). Otra: cada determinados minutos las pantallas mostraban un cartel que decía “hagan ruido”, entonces todos empezaban a gritar y a cantar (“Boston Red sucks!” era el hit). Y en un intervalo, como a mitad del partido, la gente se puso de pie de nuevo, esta vez para entonar “God bless America”, dedicada a todos los soldados estadounidenses desperdigados por el mundo.

Nosotros apenas dejamos nuestros asientos para buscar el infaltable hotdog y una cerveza Freedom, cuya lata está pintada con los colores de la bandera estadounidense y un águila de aspecto fiero. El resto de la gente se movía mucho más. El estadio se llenó recién cerca de la mitad, y se quedó a un tercio de su capacidad cuando todavía faltaba como media hora para terminar, pero la paliza de los Yankees sobre los Red Sox ya estaba sentenciada. Cuando nos íbamos de la cancha sonaba “New York, New York” de Sinatra.

“Imagina si la descripción de tu trabajo dijera: salvar el mundo”

Mientras volvíamos en un subte abarrotado al hotel, me llamó la atención un hombre que tenía en frente, vistiendo una remera con una bandera estadounidense gigante, en cuyo frente brillaba un rifle de asalto… Y como para completar la idea, a la mañana siguiente leímos en el diario que un tipo había empezado a los tiros en un shopping de Indiana y había asesinado a tres personas, antes de ser asesinado él mismo por otro civil que de casualidad también iba armado, y que le disparó diez (!) veces. Pero lo más increíble del asunto eran las declaraciones del jefe de policía: “El verdadero héroe del día es el ciudadano que llevaba un arma en ese patio de comidas y pudo dispararle a ese tirador”. Juro que no toqué ni una coma. Pueden leer la noticia original acá si no me creen.

Y para cerrar con este tema de las armas y la idiosincrasia estadounidense, en nuestro último día en Nueva York, cuando estábamos en el aeropuerto JFK para tomar un vuelo a San Francisco, vimos un cartel en la zona de check in que decía que “las armas solo pueden ser llevadas en el equipaje despachado”.

En fin, cosas de los “americanos”. Nosotros, los argentinos, nunca lo entenderíamos.

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