No hacía más de cinco minutos que habíamos dejado la terminal de ómnibus, y por culpa del tráfico habíamos avanzado apenas un puñado de cuadras. Aun así, el colectivo se detuvo en una esquina cualquiera, y un muchacho que iba parado al lado del chofer se asomó a la puerta y empezó a gritar a todo pulmón:
—¡San Juan! ¡Súbanle! ¡San Juan directo, San Martín, Pirámides, Teotihuacán!
Subieron algunos pasajeros y nos pusimos en marcha. No habíamos avanzado ni cincuenta metros cuando nos volvimos a detener.
—¡San Juan! ¡Súbanle! ¡San Juan directo, San Martín, Pirámides, Teotihuacán!
Las próximas cuadras las hicimos directamente con la puerta abierta, y el ayudante del chofer gritando los destinos sin descanso.
—¡San Juan! ¡Línea 184 a San Juan!
—¡148, cabrón! —intervino el chófer.
—¡Ah, pos sí! ¡148 a San Juan! ¡Súbanle, San Juan directo!
Dos horas después llegamos a las pirámides de Teotihuacán, uno de los mayores complejos arqueológicos de México y de Latinoamérica en general. Durante su apogeo, entre los años 450 a 650 d.C., esta gran ciudad llegó a tener unos 175 mil habitantes, que gozaban de un sistema de drenaje y alcantarillado, depósitos de agua, calles pavimentadas y plazas públicas. El nombre Teotihuacán proviene de la lengua náhuatl y significa “la ciudad donde los hombres se convierten en dioses”. Increíble denominación.
Lo que hoy queda en pie no es mucho y está bastante restaurado. La mayoría de los visitantes nos dedicamos a visitar las dos grandes pirámides, la del Sol y la de la Luna, y la ancha calle que las une, denominada Calzada de los Muertos. No debemos culpar solamente a los españoles por la destrucción, ya que los habitantes de Teotihuacán tuvieron muchas guerras internas con otros pueblos de la región, que fueron mermando la importancia y esplendor de la ciudad durante siglos.
Un colectivo en mejores condiciones nos llevó casi trescientos kilómetros al norte, y unos mil años al futuro, a San Miguel de Allende, fundada por un fraile español en 1542. Es una ciudad con todas las características que la definen como “colonial”, a saber, calles empedradas, iglesias de época y mansiones antiguas e imponentes.
Para darle un marco formal a este tipo de lugares, la Secretaría de Turismo de México lanzó en 2001 el programa “Pueblos Mágicos”, destinado a reconocer y desarrollar ciudades o poblados con una importante herencia prehispánica o colonial, así como otros sitios de acontecimientos históricos en la vida de México.
Como suele suceder en Latinoamérica, lo que en principio parecía una noble idea pronto se desmadró. Por un lado, con muchos municipios haciendo lobby para ser incluidos en la lista y aumentar así sus partidas presupuestarias; y por el otro, con gran parte de esos recursos utilizados para mejorar únicamente las zonas céntricas de los lugares, dejando de lado los barrios donde vive la mayoría de la gente.
Ya sea por lo de pueblo mágico o no, San Miguel de Allende fue el primer lugar de México donde sentimos que había más dinero, con el centro histórico muy bien conservado, lleno de galerías de arte y restaurantes finos. A la salida de uno de estos restaurantes pasamos literalmente al lado de un tipo trajeado, quien bajaba de una enorme 4×4 con un habano en una mano y una super modelo en la otra. En la esquina, cinco o seis soldados del ejército no se perdían detalle de sus movimientos.
Dos horas más de viaje y llegamos a Guanajuato, otro “pueblo mágico” con la misma vibra colonial de San Miguel pero con menos inversión y, por lo tanto, más auténtico. La pintura de las casas no estaba tan impecable, pero toda la ciudad parecía digna de visitarse, no solo el centro histórico. Además, su ubicación en medio de unas montañas le da una geografía muy interesante, con callejones laberínticos que suben y bajan en todas las direcciones.
Al pie de la escalinata de la Universidad de Guanajuato presenciamos una acalorada discusión entre dos ancianos, cuya función no logramos llegar a descubrir. La razón por la que traigo esto a colación es porque uno de ellos le dedicó al otro uno de los mejores insultos que he escuchado en mi vida:
—Tu tienes la memoria de un gusano viejo y corrupto.
Sublime.
Espíritu setentista
La Península de Yucatán merece una nota propia, así que les propongo un salto temporal hasta los últimos días en México, cuando visitamos el estado de Chiapas, al sur del país, en el límite con Guatemala.
Cuando fuimos a hacer check in en el vuelo a Chiapas desde Cancún, la empleada de la aerolínea nos miró con curiosidad:
—¿Van a Tuxtla Gutierrez?
Es que esta zona del país tiene cierta mala fama, más que nada por la actividad guerrillera del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un grupo armado que salió a la luz en 1994, harto de las míseras condiciones de vida a las que estaba sometida la mayoría de la población. Su líder, el subcomandante Marcos, dirigió la organización durante más de veinte años de lucha contra el gobierno, hasta que depusieron las armas en 2006. Sin embargo, la imagen del guerrillero con pasamontaña se convirtió en un ícono de rebeldía, y aún hoy Chiapas es uno de los estados más combativos del país. De hecho, a diferencia de otros lugares que visitamos en México, el ejército federal casi no se ve patrullando las calles, y en su lugar está solo la policía estatal.
A pesar de las dudas de la empleada de la aerolínea y de nuestros propios prejuicios, el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez resultó ser muy moderno, y San Cristóbal de las Casas, nuestro destino final en Chiapas, tenía bastantes turistas europeos y yankis.
San Cristóbal es una mezcla de San Miguel y Guanajuato, con casas coloniales desperdigadas entre las colinas. Hay muchísimos negocios orientados a los visitantes, entre los cuales contamos cuatro (!) argentinos: dos parrillas, una panadería y una pizzería. El dueño de esta última resultó ser el típico “porteño”, con esa autosuficiencia que los caracteriza.
—Hace quince años que estoy acá, pero soy muy viajero. Viví en Canadá también.
Por hablar de algo, le preguntamos sobre México, aunque no teníamos demasiadas esperanzas en su respuesta.
—Hay muchos muy ricos y muchos muy pobres. La gente es tranquila, se resigna, no protesta como en Argentina, que van a la plaza a pedir por un plan.
Muy rica la pizza, gracias por todo.
Nuestro negocio preferido no fue ninguno de los argentinos, ni de los cientos que vendían artesanías o café de la zona, sino un pequeño local casi escondido en la peatonal, que ofrecía merchandising del EZLN, como remeras, calcomanías, libros, pines e imanes de heladera. Yo me compré una remera con una frase de Ricardo Flores Magón, un anarquista que fue uno de los primeros impulsores de la Revolución Mexicana: “No son los rebeldes los que crean los problemas del mundo, son los problemas del mundo los que crean a los rebeldes”. Ro, además, se llevó un pin: “Sin mujer no hay revolución”.
A la hora de pagar, el empleado del negocio nos dedicó una sonrisa al ver la Mastercard en mi mano:
—Aceptamos tarjetas, pero preferimos efectivo, así le damos menos al banco.
Otro hito que queríamos visitar en Chiapas era la zona arqueológica de Palenque, uno de los lugares más importantes de la cultura maya junto a Chichén Itzá, en Yucatán. Y aunque se veía a solo doscientos kilómetros en el mapa, el colectivo que compramos para llegar decía que tardaba siete horas… En Internet, las opiniones estaban divididas: algunos decían que la ruta era peligrosa, porque atravesaba pueblos en la selva todavía con espíritu de guerrilleros que extorsionaban a los viajeros; otros, que simplemente el camino estaba en muy mal estado y era mejor dar un rodeo más largo.
Sea como fuere, tras siete horas de viaje llegamos a Palenque. En el camino atravesamos localidades con nombres tan interesantes como La Libertad, La Concordia, La Independencia, El Porvenir y Emiliano Zapata. En el sur de México hay al menos cuatro municipios con el nombre del legendario caudillo revolucionario, todo un símbolo de lucha y resistencia campesina en el país.
Tras caminar un poco por Palenque constatamos que su único interés era ser la puerta de entrada al sitio arqueológico del mismo nombre, emplazado a pocos kilómetros en medio de la selva. El área recién se descubrió en 2005 y se estima que apenas se ha explorado un dos por ciento de la superficie que alcanzó la ciudad, que ya en el siglo nueve empezó a declinar. Sin dudas que el emplazamiento selvático le da un toque especial al complejo, nuestro favorito en el viaje a México tras Chichén Itzá.
Vistiendo mi remera roja de los zapatistas, nos subimos a una traffic para ir de Palenque al aeropuerto de la vecina ciudad de Villahermosa, y de ahí tomar un vuelo al DF, previo a nuestro retorno definitivo. Antes de salir del Estado de Chiapas la policía detuvo la traffic, y al oficial que abrió la puerta debo haberle parecido sospechoso, porque fui el único al que le pidió documentos.
—¿De dónde eres, güero?
—Argentina, señor.
Me miró un poco de arriba abajo, me devolvió el pasaporte y no hizo más comentarios. No sé si reparó en mi remera zapatista, aunque si lo hizo seguro habrá pensado “ah, es otro de esos que se creen rebeldes y acá están viajando con la plata de mamá”. Y algo de razón hubiera tenido. Yo me volvía a mi casita a escribir estas reflexiones con una taza de café y tapado con una manta, y ellos (el resto de los pasajeros que no éramos ni Ro ni yo) se quedaban a seguirla luchando, aguantando las embestidas del gobierno de turno, del crimen organizado y de las potencias extranjeras.
Me consuela pensar que al menos sea mejor para el mundo tener esta culpa de clase y no ser un facho recalcitrante, pero qué sé yo. Que los zapatistas nos juzguen a todos.
¡Muy bueno! Por suerte ko hay foto del señor que fumaba el habano…ja