Vimos muchas cascadas alrededor del mundo. Nueva Zelanda, Gales, Escocia, Croacia, Islandia y otros países tienen caídas de agua bastante lindas, pero cada vez que las conocíamos sólo me salía decir: “No está mal, pero nada que ver con las Cataratas del Iguazú”.
Ro, que nunca había estado, se cansó de escucharme, así que apenas regresamos a Argentina empezamos a planear una visita. Primero íbamos a viajar en la flamante desastrosa aerolínea low cost nacional, FlyBondi, pero por una serie de cuestiones que ya comenté en otra nota terminamos yendo en colectivo.
Vida de hotel
Como las Cataratas están ubicadas en una zona que comparten Brasil, Argentina y Paraguay, existe la posibilidad de alojarse en cualquiera de esos países. Nosotros optamos por Brasil, que por la misma plata ofrecía mejores alojamientos y, sobre todo, mejores desayunos.
Fue así como terminamos en Foz do Iguaçu, en un buen hotel de tres estrellas, sobre una calle céntrica con ¡cuatro! farmacias en la misma cuadra. En el hotel nos pasó una de esas cosas de las que siempre alardean los viajeros expertos: nos dieron una habitación superior a la que habíamos reservado.
Sucedió que el aire acondicionado de la primera habitación hacía un ruido espantoso. A ver, estaba claro que era de los años de Getúlio Vargas, pero eso no justificaba que sonara como si estuvieran pasando aluminio por una picadora de carne. Al principio nos quejamos con timidez, pidiendo humildemente que trataran de arreglarlo. Pero cuando después de cenar seguíamos en el lobby, nos acercamos a ensayar una protesta más enérgica, consiguiendo el consecuente upgrade.
El desayuno estaba bien, aunque no era una maravilla. Faltaba más variedad de jugos y frutas, y no es ningún secreto que los brasileños no tienen el don argentino (ni el trigo) para la panificación.
Una maravilla binacional
Lo curioso de visitar una atracción ubicada en la frontera es que los cruces entre países son frecuentes. Por suerte, tienen el sistema bastante aceitado, especialmente si se cruza en transporte público. Del lado brasileño ni siquiera había que bajarse, y del lado argentino alcanzaba con exhibir el DNI ante los oficiales de inmigraciones. Tan escasos eran los controles que una vez, haciendo el traslado desde Argentina hacia Brasil, fuimos testigos de un intercambio por lo menos “sospechoso”. El chofer hizo una parada fuera de recorrido y subió varios packs de cervezas y cigarrillos detrás de los asientos. Que yo sepa, nada de eso pasó por AFIP.
De las cataratas en sí tengo poco para decir. Espectaculares es poco, y ningún adjetivo que escriba les hará verdadera justicia. Alcanza con reafirmar que no existe nada igual en el mundo. Además, estaban en una buena época, con un gran caudal de agua, no mucho calor y poca gente.
Como el lugar es compartido entre Argentina y Brasil, se puede visitar desde cualquiera de los dos países. Nosotros hicimos ambos, ya que se complementan muy bien entre sí. Argentina tiene las cascadas más cerca, con una experiencia inmersiva, y Brasil ofrece una excelente vista panorámica del conjunto.
El lado brasileño, además, tiene un parque más grande, con mayores opciones de senderismo por la selva. El punto en contra es que para hacer la mayoría de los recorridos hay que pagar aparte, y el único sendero gratuito estaba cerrado el día que fuimos nosotros, porque se había avistado un jaguar.
Comer como si fuera la última vez
En Argentina solemos jactarnos de lo mucho que comemos, aunque los brasileños nos disputan ese título. Tienen unos restaurantes llamados rodizio, donde se paga un precio fijo y se come sin límite. Hay rodizios de diferentes tipos de comida. Nosotros elegimos uno de pizza, que por treinta reales (ocho dólares) ofrecían todo lo que pudiéramos comer.
Al principio, el mozo pareció ofendido cuando le pedimos la carta, pero en cuanto aceptamos participar del rodizio, no terminó de apoyar los platos sobre la mesa que ya estaban trayéndonos comida. Lo interesante de los rodizios brasileños es que van sacando pizzas de distintos gustos todo el tiempo, y las ofrecen en todas las mesas. Uno puede aceptar, o esperar otra que sea de mayor agrado. Además de pizza, también ofrecían fideos con salsa, pollo, papas fritas, polenta frita y helado.
En total, habremos comido unas nueve o diez porciones de pizza cada uno, en un lapso no superior a los quince minutos. La gente del restaurant no nos dejaba respirar, y la comida venía a la mesa constantemente. Las variedades eran bastante curiosas. Había desde clásicas, con queso y fiambre, hasta otras con garrapiñada y chocolate. De más está decir que todas eran exquisitas.
A los brasileños no hay con qué darles: o hacen todo a lo grande, o no lo hacen.