Reikiavik, la capital de Islandia, tiene muchas cosas interesantes para ofrecer, pero el plato fuerte del país está en la naturaleza, cuya fuerza no se manifiesta con tal intensidad en ningún otro lugar del mundo. Por eso, para conocer Islandia a fondo alquilamos una campervan —vehículo grande que permite dormir y cocinar dentro— y nos lanzamos a la ruta con el objetivo de darle la vuelta a la isla en diez días.
Apenas dejamos atrás el último barrio de la capital se acabaron por completo los vestigios de urbanidad, con la ruta como único testigo de la mano del hombre. A ambos lados se abría un inmenso campo de lava que se perdía en las montañas, sin árboles, sin animales, sin casas, sin nada. Nunca he estado en la luna, pero si tuviera que imaginarla describiría algo parecido a eso. En ese momento nos dimos cuenta de que Reikiavik engaña. Aunque es pequeña, tiene todos los servicios de una ciudad normal, está bien conectada mediante su aeropuerto internacional y uno realmente llega a olvidar que está en los confines del mundo. Pero no bien nos alejamos unos kilómetros entendimos hasta qué punto Islandia está despoblada: fuera de la capital, prácticamente no vive nadie.
Kerið, el crater de un volcán inactivo lleno de agua
Las consecuencias de la poca población que tiene Islandia se notan en detalles increíbles. Por ejemplo, mientras hablábamos con Herbert, el médico islandés que conocimos caminando por Reikiavik, empezó a contarnos del estado actual de la política nacional, mencionando como al pasar que conocía al recientemente electo presidente, quien había asistido a la misma escuela que él. Es decir que nosotros, habiendo conocido a un islandés al azar en nuestro primer día, estuvimos a sólo dos grados de separación del presidente de la nación.
A propósito del presidente, que el país esté tan poco habitado otorga ciertas oportunidades inimaginables en otros lares. Por caso, en las elecciones de junio de 2016 resultó ganador Guðni Jóhannesson, un profesor de historia, y algunos de sus contendientes en la votación eran tres escritores, una enfermera, un activista y un camionero. En cuanto a este último, era un camionero con todas las de la ley, que pasaba días enteros en su vehículo llevando mercaderías de un lugar a otro de Islandia. Para terminar de confirmar que realmente es el país de las oportunidades, el camionero salió quinto (de 9).
Se calcula que en toda la historia de la isla han habido sólo unos 800 mil habitantes, los cuales han vivido aislados y además han sido sumamente aplicados para llevar un registro de todo. Ejemplo claro de esto son las sagas, que prácticamente relatan la historia del país, aunque el más importante de estos escritos es el Landnámabók (Libro de los Pobladores), en el cual están escritos los nombres de los cuatrocientos primeros colonos de la isla. Partiendo de este libro, el Estado en colaboración con un laboratorio de genética desarrolló la plataforma Íslendingabók, una base de datos online donde cualquier ciudadano puede seguir el rastro de su familia hasta el origen de Islandia. Se comenta que el momento en que más se utiliza esta plataforma es los fines de semana, cuando los islandeses que conocen a alguien en una salida consultan el Íslendingabók para comprobar que no estén emparentados con el otro.
Una fuerte y repentina lluvia alejó estos pensamientos y nos devolvió a la realidad. El agua golpeaba el parabrisas con una fuerza descomunal y las escobillas no daban abasto en su afán de mantener el vidrio limpio. Cuando empezamos a pensar seriamente en la posibilidad de detenernos y esperar a que amaine, la lluvia se detuvo por completo y las nubes desaparecieron sin dejar rastros. Con un cielo prácticamente despejado llegamos al pequeño pueblo de Hveragerdi, que parecía estar literalmente en llamas por la gran cantidad de fumarolas de humo geotermal que emanaban de la tierra. Tomamos un desvío entre las montañas y llegamos a un área de estacionamiento donde empezaba una caminata cuesta arriba. Chequeamos el cielo una vez más para ver si amenazaba lluvia pero nada parecía indicarlo, así que nos pusimos en camino.
Tras avanzar algunos kilómetros, ya a una altura considerable, vimos a lo lejos una nube extraña desplazándose a gran velocidad en nuestra dirección. No tuvimos ni tiempo de reflexionar sobre la nube; en menos de cinco minutos la tuvimos encima y comenzó a llover con gran intensidad, igual o peor que cuando estábamos en el auto. Cuando pensábamos que no podíamos estar peor, empezó a granizar. No sabíamos si reír o llorar, era nuestro primer paseo fuera de Reikiavik y las condiciones no podían ser más adversas. ¿Sería la naturaleza poniéndonos a prueba? ¿Eramos dignos de recorrer Islandia?
Al parecer pasamos la prueba, porque al cabo de unos minutos que parecieron horas la lluvia se detuvo y salió el sol. Estábamos empapados como si nos hubiéramos metido al mar con ropa, pero ya era la mitad del camino así que seguimos. Por suerte lo hicimos, porque dos kilómetros más adelante llegamos a una zona donde el sendero pasaba al lado de las fumarolas, cuyo humo tibio ayudó mucho en nuestro secado. Además, el paisaje era sencillamente espectacular, parecía sacado de las películas de Star Wars, no era de este mundo.
El camino terminaba en un arroyo de agua caliente —producto de la actividad termal del lugar—, donde había gente bañándose y tomando alcohol. Nunca voy a entender a los que necesitan beber algo cuando están experimentando un momento sublime. Llámenme puritano, pero no sé qué tiene que ver destaparse una cerveza con subir una montaña o encontrar una fuente natural de agua geotérmica. Como no nos apetecía mucho unirnos a los bebedores desandamos el sendero y volvimos a la ruta.
La siguiente parada fue en Selfoss, un pueblo que no llama demasiado la atención de los turistas pero que esconde una historia increíble. En el pequeño cementerio de la iglesia de Laugardælir está enterrado la leyenda mundial del ajedrez Bobby Fischer. El estadounidense se coronó campeón del mundo en 1972, tras vencer en 21 memorables partidas al soviético Borís Spaski en Reikiavik. Desequilibrado emocionalmente, Fischer nunca más volvió a jugar después de eso y perdió el título años más tarde por abandono. Recién en 1992 aceptó presentarse a una revancha con Spaski, la cual no tuvo carácter oficial. Sin embargo, al desarrollarse las partidas en Yugoslavia, país contra el cual Estados Unidos había decretado un bloqueo, las autoridades estadounidenses emitieron una orden de captura contra su mejor ajedrecista.
Solo, pobre y desesperado, Fischer recibió asilo de Islandia, país que tuvo ese gesto por razones sentimentales, ya que gracias al encuentro de 1972 Reikiavik se hizo famosa en todo el mundo. Tras fallecer en 2008, Bobby Fischer, uno de los mejores ajedrecistas de todos los tiempos —y hasta el momento el único estadounidense en ser campeón mundial— terminó enterrado y olvidado en una diminuta localidad islandesa. Parados frente a la tumba de Fischer, no pudimos evitar sentir una sensación de incomodidad. ¿Qué hacía una leyenda del deporte sepultada en un lugar tan apartado? Es como si mañana muriera Maradona y lo enterraran en el monasterio de Ivolginsky en Siberia.
La pequeña tumba de Bobby Fischer
Tras dejar atrás Selfoss, manejamos unos kilómetros más hasta llegar a Gullfoss, una cascada que cae en dos saltos que combinados llegan a 31 metros. No impresiona tanto por su altura como por su caudal, cuya agua se abre camino por un profundo cañón que divide la tierra en medio de la llanura. Fue la primera de muchas cascadas que veríamos los días siguientes, pero terminaría siendo una de nuestras favoritas.
Gullfoss
No muy lejos de allí otra maravilla natural compite mano a mano con Gullfoss en popularidad. Es una zona geotermal donde hay pequeñas lagunas de agua hirviendo que en momentos aleatorios se elevan por la fuerza de la tierra. La fuente termal más famosa del lugar es el Geysir, nombre del cual deriva la palabra “géiser”, que sirve para describir ese tipo de fenómenos en todo el mundo. Lamentablemente, el Geysir está inactivo desde el 2000, pero al menos su vecino Strokkur despide agua a intervalos regulares, llegando a alcanzar los veinte o treinta metros de altura.
El géiser Strokkur en acción
Para completar el Golden Circle —un tour de un día muy popular que ofrecen las agencias de turismo en Reikiavik— visitamos Þingvellir, un valle donde desde el año 930 se reunían los grandes jefes islandeses en asamblea para establecer las leyes y resolver disputas. Al no tener rey ni soberano, Islandia se agrupaba en torno a caudillos regionales, a quien la gente pagaba tributo por vivir en sus tierras a cambio de protección. Una vez al año, estos caudillos y otros hombres libres viajaban cientos de kilómetros a caballo para asistir al Alþingi, la gran asamblea en Þingvellir en la que se discutían los asuntos más relevantes de la isla. En el año 1000, por ejemplo, tomaron la importante decisión de adoptar el cristianismo como religión oficial. Por su estructura democrática y su representación federal, se considera al Alþingi como la primera forma de parlamento en el mundo.
Þingvellir también es un importante lugar natural, ya que allí es donde se aprecia con mayor claridad la falla que divide las placas tectónicas de América y Eurasia. Las grietas en la tierra producidas por los desplazamientos se ven en todo el valle: algunas ya son grandes cañones, otras están llenas de agua y son aptas para practicar buceo y las más todavía son apenas marcas en el suelo. Cada año las placas continentales se separan un poco más, por lo que el paisaje de Þingvellir cambia constantemente. El hecho de que todo el país esté asentado sobre la falla produce como consecuencias las continuas erupciones volcánicas, la alta actividad geotermal y los ocasionales terremotos.
Þingvellir
Finalizado el recorrido “básico” de Islandia, abandonamos la zona más turística del país y nos lanzamos hacia el norte de la isla. La población raleaba cada vez más y sólo veíamos algunas granjas diseminadas por los valles, que alternaban entre campos de lava y terrenos más fértiles, donde incluso algunos islandeses se las arreglan para cultivar tomate, pepino, lechuga y pimiento, entre otros.
Después de un rato llegamos al túnel de Hvalfjörður, un paso bajo el mar de seis kilómetros de extensión que en su punto más profundo alcanza los 165 metros bajo el nivel del agua. Mientras recorríamos la primera parte en bajada nos sentíamos como en la novela Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne. Si bien el escritor francés situó el comienzo de su aventura en el volcán Snæfellsjökull, si nosotros tuviéramos que emprender esa travesía en estos tiempos sin dudas empezaríamos por el túnel de Hvalfjörður.
Tras volver a la superficie y alejarnos del mar seguimos nuestro camino hacia el norte, comprobando con cierta preocupación que la aguja de la nafta había bajado peligrosamente hasta el último cuarto del tanque. Todavía teníamos para varios kilómetros más, pero a juzgar por el entorno desolado que nos rodeaba no parecía que fuéramos a tener muchas opciones de cargar combustible. Avanzamos más y más sin cruzar ni una sola estación de servicio, al mismo tiempo que el indicador de la nafta no dejaba de moverse hacia abajo. Pasamos algunos pueblos —es un decir, la mayoría eran un conjunto de quince casas máximo— que tenían baños termales y canchas de golf pero ni un sitio donde cargar combustible. El tema del golf sería una constante en nuestra vuelta a la isla, ya que nunca hicimos más de cien kilómetros sin ver un enorme prado verde donde practicar el deporte de los palos. Considerando la lluvia, el frío, la nieve, el viento y las pocas horas de sol durante gran parte del año, no parece la mejor actividad para realizar en un lugar así.
Pero pese a todo, el golf es increíblemente popular en Islandia. Hay más canchas de golf por habitante que en cualquier otro país del mundo —65 para 330 mil personas—, y se calcula que al menos 60 mil islandeses son ocasionales golfistas. Aunque la temporada de práctica es corta —de mayo a septiembre—, cuando llega se juega a fondo. Durante el verano, muchas canchas de golf aprovechan que casi no se hace de noche y permanecen abiertas las 24 horas. En fin, al menos si no podíamos cargar nafta pronto podríamos liberar el estrés jugando unos hoyos. Por suerte no fue necesario, porque encontramos una estación de servicio perdida en el medio de la nada y pudimos abastecer a nuestro sediento vehículo. Le entraron más de sesenta litros.
Una cena habitual en la van
Después de tantas emociones decidimos que era un buen momento para dar por terminada la jornada y nos detuvimos en el estacionamiento de la cascada Hraunfossar. Había una pequeña tienda de souvenirs y snacks cerrada desde las seis de la tarde pero los baños estaban abiertos y tenían agua caliente y calefacción. Un oasis en el desierto. Pasamos una muy buena noche con el ruido relajante de la cascada cayendo al vacío, pero a la mañana siguiente descubrimos que no era todo tan amigable como parecía. Un islandés entrado en años se acercó a nuestra van cuando nos preparábamos para irnos con aspecto de enojado.
—¿No vieron el cartel? —preguntó en inglés, visiblemente irritado.
—¿Qué cartel? —replicamos con genuina ingenuidad.
—El cartel que dice que no se puede dormir acá. Tuvieron suerte de que no llamé a la policía.
Sí, efectivamente había un pequeño cartel que se pronunciaba en contra de quedarse a pasar la noche, pero en nuestra defensa hay que decir que estaba semi tapado por un árbol y que realmente lo habíamos pasado de largo el día anterior. Ya nos imaginábamos explicándole a la policía que no éramos un par de forajidos internacionales, sino unos turistas inocentes y desprevenidos que buscaban un lugar donde descansar un par de horas. Tal vez no nos creerían y terminaríamos en un frío calabozo junto al mar, alimentándonos solamente de lo que fuéramos capaces de pescar en nuestras escasas horas de recreo.
Quizás se me fue la imaginación, pero la policía suele estar tan desocupada en Islandia que quién sabe cómo podrían reaccionar ante una pequeña ofensa como la nuestra. La isla es tan tranquila que los uniformados ni siquiera llevan armas, y el primer robo en la historia del país recién ocurrió en 1984 —un hombre con una pistola sorprendió a dos mensajeros que llevaban 70 mil dólares a un banco en Reikiavik, quienes al principio ignoraron las demandas del ladrón porque no podían entender que efectivamente se trataba de un robo.
Salvados los problemas con la ley, nos desviamos de la ruta 1 —la única que da la vuelta completa a la isla— para visitar la península de Snæfellsnes, donde se encuentra el Snæfellsjökull y otras maravillas. El paisaje de la península era un resumen de Islandia: espectaculares campos de lava, dramáticas montañas con extrañas formaciones rocosas producto de la erosión, un mar embravecido y un cielo cargado de nubes, con una impresionante variedad de tamaños y formas.
Un campo de lava, y en el fondo el volcán Snæfellsjökull
En la diminuta localidad de Arnastapi nos refugiamos en el único café en kilómetros a la redonda para calentar el cuerpo y conseguir wifi, un lujo no muy frecuente en los caminos islandeses. Más que del café disfrutábamos del contacto de nuestras manos con las tazas calientes, cuando nos sorprendió oír que hablaban en español a nuestras espaldas. Más nos sorprendió comprobar que no era ningún cliente, sino la mujer que atendía la cafetería.
—Soy española —confirmó—, y este es el segundo verano que vengo a trabajar aquí. En España la situación está muy difícil y no es fácil salir adelante. Aquí se está muy bien, es tranquilo y puedo ahorrar mucho dinero. Por ahora sólo me quedo la temporada pero tengo planes de asentarme definitivamente a partir de enero.
—¿No es muy aburrida la vida en Arnastapi? —quisimos saber.
—Bueno sí, no hay mucho para hacer, pero como a mí me gusta leer y caminar no es problema.
Recordamos nuestros meses en Halls Creek, en el medio del desierto australiano, y lo entendimos de inmediato. Aquello no era muy diferente, cuestión de bajarle unos cuarenta grados a la temperatura y listo. Además, el entorno era mucho más bonito y Reikiavik estaba a unas tres horas de colectivo. Desde allí podía tomarse un vuelo a España por unos pocos euros. ¿Dónde había que firmar?
—El único problema es que no hablo ni una palabra de islandés —comentó la española—, es realmente difícil. Pero como la mayoría de los clientes son turistas no es un gran problema. Además, todos los islandeses hablan inglés.
Efectivamente, el inglés es casi como un segundo idioma en Islandia. Se enseña en la escuela desde muy temprano y prácticamente todos tienen un nivel excelente. Con tan pocos habitantes, es una buena manera de no quedar aislados del mundo. Imaginen la gran cantidad de libros, películas o música que los islandeses se perderían por no encontrarlos en su idioma.
Nos despedimos de la camarera española y volvimos a los agradables ocho grados del verano en Arnastapi. No muy lejos de allí tomamos un desvío que llevaba a la base del Snæfellsjökull, un camino de piedra cuesta arriba en la montaña que nuestro auto enseguida empezó a padecer. Las rocas comenzaron a golpear los bajos de la van con furia, al tiempo que nos zarandeábamos para todos lados a causa de los baches. Al final, la subida se hizo tan empinada que ya ni en primera pudimos seguir, así que nos dimos por vencidos y estacionamos en un mirador al costado del camino. De todas formas, la montaña estaba cubierta de nubes y la cima hubiese sido imposible de ver.
Mientras contemplábamos el imponente Snæfellsjökull recordamos una vez más el clásico de Julio Verne y sus instrucciones para alcanzar los confines del mundo: “Desciende al cráter del Snæfellsjökull, que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo.” Lo más llamativo de todo es que Verne nunca estuvo en Islandia, pero supo documentarse con maestría para guiar a sus personajes por ese terreno en el principio de la novela.
La cafetería de Arnastapi, con techo de turba para aislar el frío
Cartel en Arnastapi que recuerda la novela de Julio Verne
Al desandar el camino de montaña de regreso a la ruta, los conductores con los que nos cruzábamos nos miraban con confianza. Casi que podíamos imaginar lo que pensaban: “si ellos llegaron con ese auto a la cima, nosotros no vamos a tener problemas”. Un poco más cerca del final un español nos detuvo para preguntarnos por el estado del camino y le dijimos la verdad.
—Nosotros no llegamos ni a la mitad —admitimos, y tras echarle un vistazo a su 4×4 añadimos:— pero con ese auto no vas a tener problemas.
Como ya era nuestro tercer día de viaje decidimos que era un buen momento para pagar un camping, tomar una ducha caliente y aprovechar a cargar todos los aparatos. Estábamos tratando de seguir el camino para volver a la ruta 1 pero por alguna razón confundimos las indicaciones y terminamos en Stykkishólmur, un pueblo junto al mar de mil habitantes que no debería habernos quedado de paso. ¿Habrían sido los elfos que nos gastaron una broma?
Sea como fuere, el club de golf de Stykkishólmur —por supuesto que había un club de golf— hacía también las veces de camping así que nos quedamos. Lamentablemente, la ducha no fue todo lo caliente que esperábamos porque estaba en unos habitáculos al aire libre. El momento en que estabas abajo del chorro caliente se hacía llevadero, pero en cuanto cerrabas la canilla sentías el viento y los cinco grados de temperatura recorriéndote todo el cuerpo. Supongo que lo harán así para no desperdiciar agua, ya que con ese sistema nadie quiere pasar más de cinco minutos en la ducha.
Esa noche, al salir una última vez de la van para ir al baño antes de acostarme noté un extraño resplandor en el cielo. La noche estaba despejada, no había luna y el camping estaba pobremente iluminado. ¿Qué podía ser? Volví a mirar mejor y descubrí una extraña formación verdosa entre las estrellas. ¿Sería posible que…?
—¡La aurora boreal! —grité extasiado—. ¡Está la aurora en el cielo!
Alertada por mis gritos, Ro salió a mi encuentro y confirmó lo que yo pensaba: la aurora boreal se dejaba ver en ese momento en el cielo de Islandia. Era como una estela de luz verde un poco apagada y descolorida, pero no dejaba lugar a dudas. Nos quedamos horas contemplando ese enigmático fenómeno, producido por partículas solares que quedan en la atmósfera y entran en contacto con los campos magnéticos de la Tierra, siendo atraídas hacia los polos —por esa razón sólo se ve bien al norte del planeta o bien al sur.
Sin palabras…
La aurora se mantuvo quieta, variando su intensidad pero no su forma; una larga estela que surcaba los cielos de lado a lado. Cerca de las dos de la mañana finalmente desapareció, y nosotros decidimos que era un buen momento para ir a dormir. ¿Pero cómo hacerlo después de eso? Acabábamos de ver la aurora boreal, uno de los fenómenos naturales más impresionantes del mundo, y las misteriosas luces del norte ya no eran un misterio para nosotros. Y todo gracias a los elfos que nos hicieron desviarnos hacia Stykkishólmur.