Después de casi dos años sin subir a un avión, es difícil volver a hablar de viajes sin mencionar la pandemia. Pero, a la manera del mundo de Harry Potter, donde a Voldemort no se lo puede llamar por su nombre, voy a intentarlo.
Ir muy lejos estaba descartado de antemano. Primero, por lo que “ya-tú-sabes”, y segundo, porque los días libres no eran demasiados. Así que buscamos un destino cercano (menos de dos horas de vuelo desde Copenhague), en el que no hubiésemos estado antes. El resultado de esta ecuación fue Polonia.
Siempre tratamos de consumir algo de los lugares a los que vamos antes de viajar. Películas, libros, series, documentales; cualquier cosa que ayude a mejorar la experiencia. Pero esta vez el viaje surgió un poco de improvisto, por lo que nos embarcamos a Polonia con el único bagaje de haber visto Decálogo.
Si uno busca en FilmAffinity, es una de las mejores series de la historia. Claro que esto no es mucho decir para una página que dice que Fargo es genial, pero nos resultó llamativo que una serie polaca de finales de los ochenta se posicionara junto a tanques estadounidenses como The Wire y Los Soprano. En fin, no voy a hacerles una reseña de Decálogo, solo decir que es un producto bastante olvidable. Lo que sí nos dejó, una vez aterrizados en el aeropuerto Chopin de Varsovia, fue la sensación de que el país ha cambiado muchísimo en los últimos treinta años. En Decálogo nos presentan un lugar oscuro y frío, con personajes grises que pasan sus vidas entre bloques de edificios de hormigón y establecimientos públicos atacados por la humedad. Pero la capital de Polonia de hoy poco tiene que ver con eso. El centro está en plena renovación, con rascacielos como en las más conocidas capitales europeas, el transporte público es moderno y eficiente, la gente viste a la última moda y sus barrios históricos están muy bien conservados.
Las estadísticas refuerzan esta visión. Polonia tiene la sexta economía más grande de la Unión Europea, un mercado interno fuerte, una tasa de desempleo baja y una moneda estable, lo que le permitió, por ejemplo, ser el único país de Europa que evitó la recesión de 2008. De todas maneras, es evidente que hay algo más allá de los números, ya que Polonia tiene también una de las tasas de emigración más altas de Europa, con una población que desciende a un ritmo de treinta mil personas por año.
El elemento más visible de la época retratada en Decálogo es el Palacio de la Cultura y la Ciencia, un edificio regalado por la Unión Soviética en 1955, construido en un estilo similar al de las “Siete Hermanas” de Moscú. El nombre completo del edificio era Palacio de Iósif Stalin de la Cultura y la Ciencia, y por sus connotaciones comunistas muchos polacos albergaron la idea de demolerlo tras la caída del Muro de Berlín. Por suerte no lo hicieron, porque además de que es una construcción hermosa, en la actualidad es el ícono más reconocible de Varsovia, y con sus 231 metros de altura es además la construcción más alta del país.
Con respecto a la ciudad, otras personas que habían estado, además de muchos polacos, nos dijeron antes de ir que tenía poco que ofrecer en relación con Cracovia, la ciudad más turística del país. Y no es por llevarles la contraria, pero después de visitar ambas nosotros nos quedamos con Varsovia. Fue un placer caminar por sus grandes avenidas, disfrutar de los muchos espacios verdes, internarse en el pequeño pero muy agradable casco histórico (reconstruido casi desde cero después de la Segunda Guerra Mundial) o sentarse a comer algo de la deliciosa comida polaca en alguno de sus bares de leche.
Los bar mleczny (“bar de leche”, en polaco) son comedores populares heredados de la época comunista. En su momento servían platos calientes y baratos, la gran mayoría de ellos basados en productos lácteos (de ahí su nombre) y verduras, que eran subvencionados por el Estado. Muchos cerraron tras la caída del comunismo, pero los que sobrevivieron todavía hoy sirven comida tradicional polaca a precios excelentes. De lo que nosotros probamos nos quedamos con el pierogi, una especie de empanadas pequeñas que se rellenan con cualquier cosa y se cocinan fritas o al horno, y el zapiekanka, una media baguette abierta donde se ponen distintos tipos de ingredientes y se calienta como una pizza.
Aunque Varsovia es moderna y brillante en la superficie, posee otra cara que exhibe en su vida subterránea. Es impresionante la cantidad de túneles y pasajes subterráneos que tiene, que sirven para entrar al metro, cruzar avenidas o ir de compras. Es otro mundo, congelado en los años setenta, donde las paredes son de mármol, la iluminación es escasa y el comercio está dominado por las pequeñas tiendas en lugar de las grandes marcas. Meterse en ese laberinto subterráneo es toda una experiencia, ya que una vez ahí dentro las bifurcaciones se sienten infinitas y es muy fácil perderse.
De Varsovia a Cracovia tomamos un tren que conecta las dos ciudades en unas tres horas, y otra vez nos quedamos sorprendidos por lo confortable, lo puntual y lo moderno del transporte. Un tren que un país como Dinamarca hoy por hoy no tiene.
El atractivo de Cracovia pasa por su casco histórico. Es más grande que el de la capital y más auténtico, ya que no tuvo que ser reconstruido. Quizás por eso le falta algo de color o de vida. El resto de la ciudad, por otro lado, se siente más estrecho, gris y abandonado. Sin dudas que Cracovia nos remitió mucho más al ambiente de Decálogo.
Algo que sí tiene en común con la capital es la gran cantidad de iglesias. Creo que no exagero si digo que hay una iglesia cada dos o tres cuadras. Polonia es uno de los países más católicos del mundo. Un 93 por ciento de los polacos es creyente, y un 40 por ciento va a misa todos los domingos. El historiador Neal Pease ha descrito a Polonia como “la hija más fiel de Roma”.
Después de visitar los lugares más emblemáticos de la ciudad, hicimos una de nuestras típicas incursiones “peculiares” (según el Real Diccionario de Días de ruta, visitas alejadas de los lugares más concurridos, sin facilidad de transporte y con un interés muy particular, por algo que vimos o leímos o nos interpela personalmente). El lugar en cuestión se llama Nowa Huta, y es un barrio o distrito en las afueras de Cracovia construido a finales de la década del 40 alrededor de una fábrica siderúrgica. Su principal característica es que fue planeado y desarrollado como un modelo de la época socialista, con grandes y funcionales bloques de hormigón que albergan las viviendas y los lugares de trabajo, pensado para que los obreros que se trasladaban del campo a la ciudad tuvieran donde vivir. Y aunque todo lo que se dice en internet de Nowa Huta es bastante negativo, a nosotros nos pareció que estaba muy bien. Calles anchas, muchos árboles y una oportunidad para la clase baja de acceder a una vivienda digna. Es fácil decir que la mansión de la familia de Marie Curie en Varsovia es más linda pero, ¿cuánta gente podía vivir así?
Para aprovechar al máximo el tiempo, el último día en Cracovia lo dedicamos a viajar hasta Zakopane, un pueblo en las montañas que se promociona como la capital polaca de invierno. Todavía no era temporada, y tampoco es que el esquí sea lo nuestro, pero hicimos una interesante caminata en los montes Tatras hasta Czarny Staw Gąsienicowy, un lago enclavado a 1624 metros sobre el nivel del mar. Es un lugar espectacular que, puestos a comparar, nos recordó a El Chaltén, en la Patagonia argentina.
Si bien la caminata no tenía un alto nivel de dificultad, bajar fue más difícil que subir, porque la mayor parte de los senderos estaban cubiertos de nieve. Cada paso tenía que ser cuidadosamente pensado y medido, y aun así más de una vez terminamos en el suelo. Un poco envidiamos a los que llevaban bastones o cadenas agarradas al calzado.
Nos resultó curioso que para llegar del pueblo de Zakopane a la base de la montaña el único servicio disponible fuera una especie de marshrutka (si no saben lo que es, lean esta nota de Rusia al respecto), que se pagaba solo en efectivo, no parecía tener horarios fijos y en la que para bajarse había que gritarle al chofer. Un sistema que no tiene nada de malo, pero que contrasta bastante con la modernidad que habíamos experimentado en las ciudades.
Viajar a Polonia se sintió bien. Experimentar el privilegio de volver a subirse a un avión, conocer lugares nuevos, hacer largas caminatas, probar otro tipo de comidas, rodearse de gente distinta y olvidarse por unos días de lo que “ya-tú-sabes”. Ojalá haya sido apenas el primer paso de nuevas aventuras.
Muy bueno el articulo. Ya me dan ganas de ir.