“La Sicilia”, viaje al corazón de un mito argentino

La región de Sicilia debe ser uno de los lugares más presentes en el imaginario de los argentinos. Un sitio que probablemente muchos no conocen, y que hasta se les dificultaría identificar en un mapa, pero que despierta ideas muy precisas relacionadas con la familia, la comida, el mar y la mafia.

No sé cuántos de los inmigrantes italianos que llegaron a Argentina a finales del siglo diecinueve y principios del veinte eran sicilianos. Probablemente unos cuantos. Uno de ellos era mi bisabuelo. Y aunque no viajamos a Sicilia para encontrarnos con nuestras raíces italianas, sí que fue algo que tuvimos presente durante toda la estadía.

Aterrizamos en el aeropuerto de Catania al atardecer de un miércoles previo al fin de semana largo de pascua. Detrás de la ciudad se erguía la impresionante silueta del Etna, uno de los volcanes más activos del mundo. Nuestros planes para cuatro días y medio en Sicilia eran ambiciosos. Luego de una primera noche y un par de horas en Catania, tomaríamos un auto de alquiler y daríamos la vuelta completa a la isla (unos 900 kilómetros de ruta), haciendo unas cuantas paradas para conocer alguno de sus lugares más emblemáticos.

Pero antes tendríamos que sortear ciertas dificultades. Cerca de las ocho de la noche llegamos al hotel donde pasaríamos la única noche en Catania. Primera mala señal: la puerta estaba cerrada. Segunda: nadie respondió a nuestros insistentes llamados al timbre. Tercera: tampoco hubo respuesta por teléfono. Así las cosas, cuando ya estábamos saboreando mentalmente nuestra primera pasta siciliana nos encontramos en la calle discutiendo por teléfono con los empleados de Booking.com.

Nos pidieron esperar media hora, con la promesa de que si no se resolvía la situación nos ubicarían en otro hotel. Nos consolamos pensando que quizás nos moverían a un cinco estrellas lujoso con vista al Etna, pero cuando estaba por expirar el plazo llegó una pareja y abrió la puerta del hotel con llave. Sin darles tiempo a nada, Ro los encaró como si fuéramos a robarles y les explicó nuestra situación en un rústico italiano. Entendieron, o quizás fue por miedo, pero nos dejaron entrar. Tras subir algunas escaleras laberínticas llegamos a lo que parecía ser una oficina, donde encontramos a un hombre de aspecto aburrido jugando al solitario. Nos saludó con simpatía, y apenas comenzamos a intentar explicarle lo que había pasado, desistimos. No íbamos a poder hacerlo en italiano, él no lo iba a entender en inglés, y no sé qué tiene Italia que nos pone de buen humor, así que lo dejamos pasar. Las pastas esperaban.

Tras una buena noche, el día amaneció soleado y con nosotros listos para comenzar a recorrer Sicilia a fondo… En todo sentido. Nos metimos en la primer cafetería que encontramos abierta y desayunamos lo único que más o menos nos salió pedir: un espresso y un cornetto (como una medialuna). Detrás nuestro entró una pareja de argentinos mayores, que estaban en su último día de recorrida por Sicilia siguiendo la ruta de la serie del comisario Montalbano. Otra referencia ineludible en los últimos tiempos cuando se habla de Sicilia en Argentina, aunque al momento de escribir esto todavía no la hemos visto.

Dedicamos la mañana a recorrer algo de Catania, y nos llevamos una impresión que perduraría el resto de nuestra estadía en Sicilia, especialmente en las ciudades más grandes: la isla había visto tiempo mejores. Los edificios eran imponentes; las piazzas, amplias y majestuosas; las calles, estrechas y llenas de color; pero todo muy venido a menos. La basura se acumulaba en casi todas las esquinas, las fachadas de las construcciones se caían a pedazos, los grafitis estaban presentes en casi todas las paredes, muchos lugares parecían obras en construcción abandonadas hacía años y otros tantos estaban decididamente tapiados, con un cartel de “se vende”. ¿La única excepción? Las iglesias, impecables por donde se las mirara.

Uno de los lugares más interesantes de Catania es el antiguo teatro romano. Las ruinas están bastante bien conservadas, pero lo más curioso es que el complejo está encerrado en el casco histórico (literalmente, hay balcones de departamentos con vista a las tribunas), ya que se había construido la ciudad sobre el teatro, y recién a mediados del siglo veinte se liberó un poco el espacio para poder recuperarlo.

Catania

Después del mediodía, y ya a bordo de nuestro flamante auto de alquiler (Fiat, para mantenernos italianos), nos lanzamos a las rutas sicilianas. Pronto descubrimos que manejar en Italia no difiere mucho de hacerlo en Argentina. Las velocidades máximas están de decoración, ceder el paso es una frase vacía de contenido y los peatones son el último eslabón de la cadena de prioridad. Nos adaptamos de inmediato.

Nuestras primeras paradas en la ruta alrededor de la isla fueron una serie de ciudades históricas, bastante parecidas entre sí, pero no por eso menos impresionantes. Sin repetir y sin soplar, en las primeras veinticuatro horas de auto pasamos por Siracusa, Noto, Ragusa y Modica. Todas tienen en común los miles de años de historia, sus calles empedradas y estrechísimas y su abundancia de iglesias. Después, cada una tiene sus particularidades. Siracusa está junto al mar, Noto es más señorial, Ragusa parece a punto de caerse por el acantilado y Modica está construida como sobre una escalera: en el valle, al nivel del suelo, la calle Vittorio Emanuele, y después, hacia ambos lados, cada nueva calle en un peldaño más alto.

La segunda noche en Sicilia la pasamos en Ragusa, la que más nos gustó de las cuatro. Nos alojamos en la parte alta, más “nueva”, ya que allí se mudó gran parte de la población luego de un violento terremoto en 1693 que devastó la parte baja. Además de lo espectacular que resulta ver una ciudad tan antigua construida en tantos niveles, los alrededores de colinas cubiertas de verde le dan un marco especial.

Noto
Modica
Ragusa

Para poder completar la vuelta a Sicilia en el tiempo estipulado, desde Ragusa nos tocaba un tramo largo hasta Trapani, nuestra siguiente parada, en el noroeste de la isla. Fue un día más que nada para conocer la región fuera de las ciudades, y sorprendernos con lo variado de su geografía. De las llanuras más bien secas de Catania pasamos a valles y colinas muy verdes en el sur y el centro, y de ahí a montañas rocosas que se conectan bajo tierra con los montes Apeninos que vienen del norte de Italia, pasando cada tanto por hermosas playas de arena amarilla, bañadas por uno de los tres mares que rodean la isla: el Jónico, el Mediterráneo y el Tirreno.

Lo que más vimos en la ruta ese día, eso sí, fueron plantaciones. Kilómetros y kilómetros de invernaderos que se extendían desde el borde del camino en ambas direcciones; tierra adentro y hasta la costa del mar. Wikipedia mediante, descubrimos que dentro de los invernaderos se cultivan naranjas, limones, mandarinas, hortalizas, legumbres y frutos secos, entre otras cosas.

Tampoco es que no nos bajamos del auto en todo el trayecto de Ragusa a Trapani. Más o menos a mitad de camino hicimos una parada en el Valle de los Templos de Agrigento, unas ruinas griegas de 2500 años de antigüedad que, cuando no, están considerados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Como pasa en la mayoría de estos sitios, hay que tener mucha imaginación para recrear las impresionantes construcciones de antaño a partir de un puñado de piedras, y los dos o tres templos que estaban en buenas condiciones denotaban de forma muy clara que habían sido remodelados en épocas modernas. De todas maneras la visita valió la pena por el emplazamiento, en lo alto de una colina con unas vistas espectaculares del valle verde y el mar turquesa a lo lejos.

No lejos del Valle de los Templos, pasamos por otro lugar menos importante históricamente pero sí muy llamativo; la Scala dei Turchi (“Escalera de los turcos”). Se trata de un acantilado de piedra caliza muy blanca en la costa del Mediterráneo, que la erosión ha tallado en distintos niveles, como si se tratara de una auténtica escalera natural. En cuanto a lo de turcos, parece ser que en la Edad Media algunos piratas turcos encontraban refugio para atracar en el acantilado y luego comenzar sus desmanes.

Al parecer, la Scala dei Turchi se hizo famosa para el turismo en parte gracias a su mención en la serie de Montalbano pero, como no la hemos visto, no lo podemos comprobar.

Valle de los Templos
Scala dei Turchi

Llegamos a Trapani con las últimas luces del día, solo para averiguar que, por ser Viernes Santo, había una gran celebración en el casco antiguo. Las calles estaban atestadas de gente, y la principal estaba cortada por un vía crucis que recorría muchas de las iglesias de la ciudad. Pese a tratarse de una conmemoración religiosa, el ambiente era muy festivo, y nos hizo recordar a algunas fiestas populares que vivimos en España.

A pesar de no estar nada mal, Trapani no tenía mucho para ofrecernos en el marco de nuestro viaje siciliano más que una noche de descanso, así que al día siguiente amanecimos bien temprano para volver a las rutas. A menos de media hora de camino hicimos la primera parada, en lo que sería hasta ese momento nuestro lugar favorito de la isla: Erice.

El pueblo no era nada que no hubiésemos visto antes en Sicilia, pero tenía todo a la vez combinado: la ubicación en lo alto de una colina, con un panorama increíble del valle, el mar y las montañas; y calles estrechas, de piedra, de muchos años de antigüedad. Asomarse por alguna de sus murallas era tener de inmediato la perspectiva de una postal, y adentrarse en sus pasadizos, con algunos negocios de cosas típicas de la región, una actividad de lo más interesante. Como todo buen pueblo italiano, no podía faltar una pintoresca plaza central, a la que se accedía por unos pasajes tan estrechos que la piazza parecía estar completamente sellada.

Erice

Desde Erice nos dirigimos hacia nuestra primera parada de playa, casi tres días después de haber llegado. San Vito Lo Capo es una de las localidades más nombradas a la hora de hacer un ranking de playas sicilianas, y podemos entender por qué. Una buena franja de arena amarilla, el mar turquesa en la superficie y transparente debajo y los alrededores de montaña, piedra y verde le dan un marco espectacular. Lamentablemente el clima no estaba como veranear (quince grados), así que nos contentamos con mojar los pies y buscar un lugar para almorzar. Encontramos un negocio de sandwiches, en el que el dueño nos atendió con la simpatía habitual y nos preguntó de dónde éramos (su primera presunción fue “españoles”). Al enterarse que éramos argentinos, enseguida nos preguntó si éramos “argentinos-argentinos” o “argentino-italianos”, y si teníamos raíces sicilianas.

El final de la tarde nos encontraría en Palermo, capital de Sicilia y la quinta ciudad más poblada de Italia. Al principio nos dio una impresión errónea, porque entramos por Mondello y nos sorprendimos con la hermosa playa encajonada entre dos altas montañas y sus alrededores limpios y ordenados. Pero para la ciudad en sí todavía faltaban diez kilómetros…

Mientras recorríamos Sicilia íbamos haciendo un ranking sobre los lugares que más nos gustaban, y Catania parecía condenada a quedar en la última posición. Pero entonces conocimos Palermo, que tenía todos los mismos inconvenientes (basura, edificios venidos a menos) y otros nuevos. Y lo más llamativo es que esta impresión nos quedó luego de haber visitado más que nada el centro histórico, no es que nos fuimos a los barrios periféricos. En determinado momento íbamos caminando por una avenida y teníamos que doblar a la derecha, pero al avanzar unos pocos metros nos dimos cuenta de que tendríamos que buscar otro camino, porque estábamos a punto de meternos en una zona de edificios de mal aspecto, en cuyas esquinas literalmente la basura se amontonaba en pequeñas pilas y con unos pasadizos estrechos y oscuros que nos recordaron a los peores barrios de Rosario.

Para completar la impresión de que la similitud con Argentina era muy concreta, algunas horas después, al estacionar el auto en un lugar público, fuimos abordados por un hombre con ropa deportiva que caminó hacia nosotros de forma muy decidida y nos preguntó:

Ti guardo la macchina?

Cualquier otro turista no hubiese entendido a qué se refería, pero nosotros somos argentinos, y supimos de inmediato que era un trapito que se ofrecía a cuidarnos el auto.

No tiene nada de malo, y de hecho esto fue algo casi pintoresco. El verdadero problema es el otro, el estado de las ciudades en general. Un panorama que deja toda la impresión de un Estado ausente y de un pueblo abandonado a su suerte.

San Vito Lo Capo
Palermo

Salimos de Palermo con los primeros rayos de sol del sábado y, previa parada para desayunar un café y un cornetto en una estación de servicio de la ruta, nos dirigimos hacia Cefalú. Esta pequeña localidad que apenas supera los diez mil habitantes fue fundada por los griegos hace miles de años y, como muchas otras de Sicilia, hoy exhibe una mezcla de estilos gracias a los normandos y a los árabes que llegaron después. Sus mayores puntos de interés son, cuando no, sus iglesias, y una pequeña pero pintoresca playa encerrada en el entramado de las casas antiguas de Cefalú.

Además, la ciudad es conocida por ser una de las locaciones donde se filmó la película Cinema Paradiso. En particular, la Porta Marina de Cefalú, frente al mar, es el lugar donde en la ficción se proyecta la Ulises de 1954, con Kirk Douglas, que es interrumpida por una tormenta de verano. Porta Marina es, con su arco gótico, la única puerta de la ciudad que queda en pie de las cuatro que una vez permitieron la entrada a Cefalú.

Cefalú

Tras el paso por Cefalú teníamos por delante más de doscientos kilómetros de autopista hasta nuestra siguiente parada. Sesenta de ellos fueron más que suficientes para darnos cuenta de que no podíamos soportarlo más, necesitábamos una ruta de verdad. Porque todo muy lindo con las autopistas para quien las usa para trabajar (cada minuto de ahorro cuenta), pero para pasear son una pesadilla. Un camino prácticamente recto, sin gracia, con unos muros altísimos a cada lado que impiden ver algo, túneles también larguísimos, uno detrás de otro cada pocos kilómetros, y donde la única distracción es pisar el acelerador. Y encima para circular por ahí hay que pagar. Deprimente. Así que, apenas pudimos (y hubo que esperar bastante), nos salimos de esa locura de la modernidad y tomamos el primer camino interior que encontramos. Sumamos de esa manera una hora más de viaje pero, ¿de qué sirve viajar rápido sin conocer nada, si justamente la gracia de viajar es conocer?

Por nuestro romanticismo fuimos recompensados con un camino hermoso, serpenteante montaña arriba, que atravesaba unas praderas muy verdes y cruzaba pequeños pueblos detenidos en el tiempo. Además, como era un camino de montaña y encima domingo de pascua, no había nadie más circulando.

El que no estuvo demasiado contento con nuestra elección fue el auto. Para su pequeño motor 1.0, algunas de las subidas lo hacían sufrir demasiado. A veces había que tomar una curva que giraba 180 grados, en una subida muy pronunciada y en un camino que se estrechaba en un solo carril, y en esos casos el Fiat se estremecía y a duras penas si lograba avanzar en primera. Para agregarle un poco más de dramatismo, empezó a llover. Y como suele suceder en estos casos, primero con timidez, una llovizna, y al rato comenzó a diluviar. Así que ahí estábamos nosotros, medio perdidos en el medio de un camino rural de Sicilia y con un auto que avanzaba a empujones, pero felices de conocer y descubrir el interior profundo de la isla.

Al llegar a un pueblo llamado Randazzo volvimos a un camino un poco más “urbano”, con dos carriles y esas cosas. Randazzo en sí nos sorprendió, porque al igual que otros lugares como Modica y Ragusa también está asentado sobre el borde de un acantilado en lo alto de una colina, y sus calles exhiben la misma gracia que sus vecinas más famosas. Esto nos hizo reflexionar sobre lo arbitrario del turismo a veces, que decide sobre qué lugares poner el foco y llevar todo el dinero y cuáles otros dejar en el olvido. Porque no es que Modica y Ragusa no sean espectaculares, pero un lugar como Randazzo también vale una visita.

Con unas cuantas más reflexiones por el estilo llegamos a Taormina a media tarde. Esta ciudad es la más famosa de todas las que se extienden en lo alto de la montaña (en este caso el monte Tauro, a 200 metros de altitud), y está apenas a una hora de viaje desde Catania. La mayoría de los daneses que llegaron con nosotros en el avión se lanzaron directamente a Taormina para pasar su fin de semana en Sicilia, pero nosotros la dejamos para el final.

Teníamos nuestros prejuicios (¿a quién no le gusta pensar que las masas son tontas y que uno, que no las sigue, es más inteligente?), y los mismos se vieron acrecentados al principio al ver la proliferación de negocios de todo tipo, el teleférico que sube al monte y los grandes hoteles, pero la verdad es que Taormina es espectacular. Además de las ya célebres calles empedradas y pequeños pasadizos que suben y bajan, también tiene unos jardines muy verdes, balcones con increíbles vistas del mar y del volcán Etna y las ruinas de un antiguo teatro greco-romano. El teatro en sí no vale nada, porque está reconstruido hasta el punto de que le colocaron gradas de madera para poder hacer conciertos al aire libre, pero al estar ubicado en uno de los puntos más altos de Taormina, las vistas son de una belleza sin adjetivos, que le compiten mano a mano (y quizás superan) a las de Erice.

Taormina

El punto más flojo del pueblo es sin dudas la calle principal, demasiado cargada de negocios innecesarios. No es que seamos unos esnobs que reniegan del turismo y de hacer dinero a costa del visitante, es solo que pretendemos que los negocios sean relevantes para la zona y, en lo posible, que favorezcan a la economía local. Estamos muy de acuerdo en que lugares como Taormina tengan heladerías, trattorias, cafeterías, panaderías, bares para tomarse un spritz, negocios de artesanías y muchos otros. A lo que no le encontramos el sentido es a arruinar un lugar tan encantador con una joyería de lujo, una tienda de ropa estadounidense o un local de comida rápida.

Pasamos la noche en un hotel de Taormina y, al día siguiente, con un puñado de horas antes de tener que subirnos al avión, nos dirigimos hacia el que muy probablemente sea el lugar más icónico de Sicilia: el volcán Etna.

La verdad es que después del día de llegada en Catania ya no lo habíamos vuelto a ver, sea por haber estado lejos o porque los días estaban muy nublados. Y a pesar de que la última mañana en la isla conducíamos directo hacia él, seguíamos sin verlo. El cielo se cerraba más y más a nuestro ascenso, y una densa neblina cubría todo a nuestro alrededor. Como si fuera poco, lo que abajo era una tenue llovizna arriba se transformó en una contundente nevada, y cuando llegamos al refugio Sapienza la nieve ya se acumulaba en una capa de varios centímetros de espesor. Y nosotros queriendo ir a la playa…

El refugio Sapienza está ubicado a unos dos mil metros sobre el nivel del mar, y es la base para una serie de caminatas sobre la ladera del volcán, al mismo tiempo que el inicio de un teleférico que lleva incluso más arriba. A pesar de su temeraria ubicación, el refugio ha sobrevivido desde su construcción (después de la Segunda Guerra Mundial) a las numerosas erupciones del Etna.

Con unas condiciones climáticas tan adversas, entramos en duda. No es que tuviéramos unos grandes planes (nuestro escaso tiempo no daba para mucho), pero queríamos hacer dos caminatas que llevaban a unos cráteres muy llamativos del volcán. Café y cornetto mediante, evaluamos la situación. Ambos estábamos con zapatillas urbanas, poco abrigo y sin ropa de lluvia. Caminar cuarenta y cinco minutos por la nieve en esas condiciones no parecía lo más recomendable. Primó entonces la cordura y decidimos resignarnos a ver un poco del Etna en un video que pasaban en la cafetería del refugio.

Pero entonces, cuando estábamos a punto de regresar al auto para irnos al aeropuerto, un puesto medio escondido detrás de una tienda de recuerdos llamó nuestra atención. ¡Alquilaban calzado de montaña! Todavía estaba el problema de la nieve que caía, pero un poco de agua no hace mal a nadie y, la verdad, ¿cuándo íbamos a volver al Etna? Así que nos calzamos nuestros borcegos de alquiler y salimos a la montaña. La visibilidad era de unos pocos metros, y aun así varias personas más se aventuraban a caminar hacia el cráter Silvestri. Decir aventurar quizás es demasiado, ya que llegar ahí apenas nos tomó unos quince minutos y la subida fue muy leve.

Ver uno de los cráteres producidos por alguna de las muchas erupciones del Etna resultó bastante impresionante. La forma cónica, la tierra volcánica que sobresalía por debajo de la nieve, el paisaje desolado en general. Imaginarse que debajo del suelo hay un mundo activo de fuego y lava es un poco sobrecogedor.

Al bajar del Silvestri, y apenas cruzando la ruta, un cartel indicaba que ahí comenzaba el sendero para visitar el cráter Silvestri Superiori, resultado de la misma erupción que creó el otro, en 1892 (el cartel también anunciaba que hasta allí había llegado la lava en la erupción del 2001). El camino estaba cubierto de nieve y no había ninguna sola huella, muestra clara de que nadie lo había recorrido ese día. Pero el tiempo estimado de subida decía veinticinco minutos, y la verdad es que nos sobraba el tiempo, así que ¿por qué no?

La subida era algo más empinada que el otro, y la abundante nieve hacía que nos hundiéramos un poco al pisar, pero nada del otro mundo. Las hemos visto peores en otros lugares. Y al llegar a la cima fuimos recompensados por nuestra voluntad en dos formas distintas: primero, la espectacular visión del Silvestri Superiori (más grande y profundo que el otro) para nosotros solos; y segundo, la salida del sol. Aunque parecía imposible en esas condiciones, por un lapso de unos quince minutos paró de nevar, se despejaron las nubes y pudimos tener una visión panorámica mucho más amplia del Etna. Para cuando empezamos a descender, ya había una larga fila de otros turistas siguiendo nuestro camino.

Regresamos al auto con el espíritu en alto y listos para volver a Dinamarca con la satisfacción de haber visto todo lo que queríamos. Además, teníamos tiempo para una última parada que nos quedaba de camino antes de llegar al aeropuerto de Catania: Fiumefreddo di Sicilia, un pequeño pueblo a los pies del Etna en el que en 1883 nació mi bisabuelo Giuseppe. Como dije al principio, no era un viaje para encontrar nuestras raíces, pero eso es lo que tienen justamente las raíces, que están siempre ahí aunque uno no las vea.

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