Cruzar Rusia en tren lleva tiempo y dispara infinitas reflexiones. La gran cantidad de lugares que vamos conociendo, la gente con la que interactuamos, la información que leemos y el tiempo libre en el tren para pensar proveen una gran cantidad de material para volcar en el blog. Por eso, para tratar de organizarlo un poco lo dividí en varios artículos diferentes, intentando darle cierta coherencia a cada uno. En muchos casos verán que es imposible y que cada párrafo aborda algo completamente diferente e inconexo con el anterior. Pido disculpas, pero es en parte el reflejo de lo que se vive viajando en el Transiberiano.
Llegamos a la estación de trenes de Vladivostok con 27 grados bajo cero. Evidentemente todo lo que se dice del invierno ruso no es para nada exagerado. Atravesamos las puertas bajo la hostil mirada de la policía y lo vimos: recostado a lo largo de las vías, con los colores de la bandera rusa y emitiendo fuertes y chirriantes sonidos, el famoso Transiberiano.
En realidad, el Transiberiano no es un tren. Es una línea férrea que une Moscú con Vladivostok a lo largo de 9289 kilómetros, lo que la convierte en la más larga del mundo. En este recorrido son muchísimos los trenes que prestan servicios en distintos tramos, aunque uno solo es el que une las dos ciudades en un viaje ininterrumpido de casi siete días. Se llama Rossiya (significa “Rusia”) y es el que la mayoría identifica como el Transiberiano. Casi por casualidad (para la fecha en que queríamos viajar tenía los asientos más baratos) la primera parte de nuestro viaje entre Vladivostok y Ulán-Udé la hicimos en el Rossiya. Fueron 61 horas arriba del tren con escasas paradas de quince o veinte minutos para estirar las piernas y comprar comida.
La locomotora del Rossiya
¿Y por qué alguien cruzaría Rusia en tren pudiendo viajar cómodamente en avión? Es una muy buena pregunta, que durante mucho tiempo me la hice a mí mismo. Personalmente, siempre me mostré algo escéptico con el Transiberiano, no me entusiasmaba demasiado. A Ro, sin embargo, le encantaba la idea y fue quien llevó la iniciativa en la extensa investigación previa para diseñar la logística del viaje. Porque no es cosa de subirse en Vladivostok y bajarse en Moscú una semana después. Si bien el tren en sí es interesante, realizar ciertas paradas en el medio para conocer Siberia suma mucho más a la experiencia general.
Pero volviendo a la pregunta inicial, el Transiberiano tiene algo de mágico, de literario y de histórico. Terminado en 1916, fue testigo mudo de la tumultuosa historia de Rusia durante el siglo XX. Además, es la única conexión estable, segura y organizada que posee la extensa y remota región de Siberia, que ocupa un 76% del territorio nacional pero que apenas alberga al 28% de la población total del país. Viajar en tren en esta vía férrea es conocer una de las regiones más presentes en nuestro imaginario popular (¿quién no asocia acaso a Siberia con el frío, el destierro, lo lejano, lo desconocido?) y a la vez de la que menos se sabe. Es sumergirse en otro tiempo, desconectarse de la modernidad en la que estamos inmersos y pasar días enteros alejados del mundo, más no sea por no tener conexión a Internet. Una rareza para los tiempos que vivimos.
El Transiberiano es interesante también por las historias de sus pasajeros, tan distintas entre sí como corresponde a gente que se moviliza miles de kilómetros por un lugar tan desolado. Porque hay que tener en cuenta que de ninguna manera es un tren turístico, sino que cumple una importante función social y económica para la región. Que se ha popularizado entre los visitantes extranjeros es cierto, por algo estamos aquí, pero la cantidad de turistas con que te podés encontrar en el tren es proporcionalmente muy inferior a la de rusos.
Una típica estación de trenes rusa
Iglesia ortodoxa en algún lugar de Siberia
Exactamente a la hora señalada salimos de Vladivostok, lo que sería una constante para el resto de la travesía: la puntualidad. Rápidamente dejamos atrás la ciudad y nos internamos en un paisaje de colinas bajas y taiga, un bosque típico de Siberia formado por coníferas de hojas muy delgadas, todo cubierto completamente de nieve. A pesar de que al principio nos sorprendió ver las aguas de la bahía cercana a Vladivostok completamente congeladas rápidamente nos acostumbramos a que cada río, arroyo o lago que cruzáramos estuvieran en el mismo estado, y en muchas ocasiones con gente pescando en el hielo y todo tipo de vehículos circulando por encima.
La monotonía del paisaje sólo era interrumpida por escasos poblados de casas de madera echando humo por la chimenea y algunas localidades algo más prósperas con pequeñas industrias. Más allá del tamaño, no podíamos dejar de sorprendernos por esa gente que vive en un lugar tan aislado y bajo condiciones climáticas tan adversas.
La típica vista desde el tren
Siberia
Una vez que la vista se nos hizo familiar salimos a explorar el tren. Además de las paradas, otra cosa que hay que tener en cuenta a la hora de planear el Transiberiano es la clase en la que se desea viajar. La mayoría de los trenes tienen compartimentos de primera clase, privados y bastante caros, de segunda, donde se comparte entre cuatro personas, y de tercera, donde directamente no hay compartimentos y todas las camas/asientos están abiertas al pasillo. Nuevamente por una cuestión de precios nuestro primer tramo en el Rossiya lo hicimos en segunda, es decir compartiendo un compartimento con otras dos personas.
Aunque no lo sabíamos, viajar en esa clase tiene otras ventajas, como por ejemplo que te dan un desayuno, un almuerzo y una cena. Es por única vez, sin importar los días que lleve tu viaje, pero de todas maneras en el vagón siempre hay agua caliente por si querés preparar café o té y en cada parada se puede bajar a comprar comida.
En nuestro compartimento de segunda clase
Una cena en el Rossiya
Como en el resto de Rusia, en el tren es difícil pasar desapercibido. Aunque de entrada no puedan asegurar que sos extranjero lo saben en el preciso momento en que no podés decir más de dos palabras seguidas en ruso. Después, las reacciones de la gente ante la situación varían: están los que les resultás curioso y hacen un esfuerzo por comunicarse, otros que te miran de reojo pero no les interesás especialmente y algunos pocos a los que decididamente pareciera que los molestás.
Nuestra primera compañera de viaje encajaba en el primer grupo. Se llamaba Olga y andaría cerca de los 50 años. Apenas balbuceaba un par de palabras en inglés, pero entre eso y el traductor de Google pudimos mantener una cierta conversación. Así pudo contarnos que era de un pequeño pueblo llamado Belogorsk, que en invierno llegaba a hacer 43 grados bajo cero y que había ido a Vladivostok a visitar a su hijo que estaba haciendo el servicio militar. Aprendió nuestros nombres fácilmente y no dudó en calificar “María” como nombre ruso. Cuando le preguntamos cuál era su lugar favorito de Rusia respondió “home” (hogar).
Precisamente Belogorsk fue uno de los primeros lugares donde nos aventuramos fuera del tren para comprar comida y ver un auténtico pueblo siberiano. Nos llamó la atención por dos cosas: lo barato de los precios (almorzamos ambos por dos dólares) y una enorme estatua de Lenin, uno de los fundadores de la Unión Soviética, erigida en la estación de trenes. Si bien llegaríamos a ver monumentos similares en prácticamente cada pueblo y ciudad rusa, al tratarse del primero no dejó de sorprendernos.
Nuestro primer Lenin
Después de que Olga nos dejara subieron dos rusos con los que no intercambiamos palabra, dejando en evidencia una de las grandes contras de la segunda clase: si no hay onda con tus compañeros de compartimento la situación puede volverse incómoda porque no dejás de estar en un pequeño habitáculo cerrado. Por suerte cuando se bajaron subió Den, ruso, de 34 años, que volvía a Irkutsk, la ciudad donde residía, desde Chita, a donde había ido por negocios.
A pesar de que su inglés también era muy limitado (ni hablemos de nuestro ruso, inexistente), Den resultó ser muy piola y tener muchas ganas de interactuar con dos extranjeros. Nos mostró infinidad de fotos de su novia, sus mascotas, sus viajes y un montón de cosas más. Nos preguntó por Argentina, le contamos de Rosario, de Messi, y sin que le hiciéramos ninguna referencia preguntó:
—Diego Maradona es argentino, ¿no?
Cuando llegamos a nuestra parada se bajó con nosotros, nos ayudó con las mochilas y sin que se lo pidiéramos atrajo un carancho taxista para que nos llevara a nuestro hotel. Tratamos de explicarle que no era necesario, que estábamos a cinco minutos caminando y que igual se lo agradecíamos. Finalmente cedió y le dimos la mano en señal de despedida, pero para nuestra sorpresa nos dio un abrazo.
Nuestro amigo ruso Den
Así terminó nuestro primer tramo en el Transiberiano, que tras 61 horas de viaje nos depositó en Ulán-Udé, la capital del país Buriático. No es que cambiamos de país, pero en realidad lo que nosotros conocemos como Rusia es la Federación Rusa, un conglomerado de 85 sujetos federales que difieren en el grado de autonomía del que gozan pero que en su mayoría fueron conquistados y asimilados por el Imperio Ruso primero y por la Union Soviética después. Los buriáticos constituyen una república, con su propio idioma (aunque su primera lengua sigue siendo el ruso), constitución y rasgos distintivos, más similares a los asiáticos que a los eslavos que la mayoría tenemos en mente cuando pensamos en Rusia.
Tan arraigada está la identidad regional que días más tarde, cuando hacíamos una excursión por el Lago Baikal, el chofer de la camioneta Iger se presentó, nos preguntó de dónde éramos y tras contestarle comentó:
—Yo soy buriático.
No dijo “yo soy ruso”. Quizás sólo se trate de un detalle sin importancia, pero nos llamó la atención.
Ulán-Udé
Esculturas de hielo en un parque público
En Ulán-Udé comprobamos que el deficiente transporte público no era patrimonio exclusivo de Vladivostok. En vez de colectivos tienen traffics que ocupan su lugar y que como tal resultan pequeñas para tanta gente. La mayoría de ellas están en muy mal estado y como no tienen botón para indicar las paradas los pasajeros le gritan al chofer cuando quieren bajarse. Además, cada vez que alguien sube y quiere pagar le da la plata a otro pasajero, que a su vez la va pasando de mano en mano hasta que llega al conductor. Tal singular medio de transporte es conocido como marshrutka, aunque por su falta de mantenimiento yo lo rebauticé chatrushka.
En una de estas chatrushkas fuimos al cercano monasterio de Ivolginsky, un humilde pero atractivo templo budista en el medio del campo que curiosamente fue construido en 1945. Curiosamente porque esos eran los años de Stalin en el poder, quien fomentaba un Estado fuertemente ateísta y represivo con cualquier tipo de religión.
Ivolginsky
Como no podía ser de otra manera, Ulán-Udé tiene su propio monumento a Lenin, aunque lo extraño es que la estatua en recuerdo del líder soviético representa únicamente su cabeza. Pero tan grande es que forma parte del libro Guinness de los récords como la estatua de la cabeza de Lenin más grande del mundo. Sí, aunque parezca extraño hay otras cabezas de Lenin dando vueltas por ahí. Hace poco leí algo sobre una que desenterraron cerca de Berlin y planeaban exhibir en un museo. En fin…
La gran cabeza de Lenin
El resto de la ciudad no está mal pero no destaca especialmente. La predominancia de construcciones soviéticas, enormes edificios macizos de forma cuadrada y decoraciones austeras, no la hacen especialmente bonita. Buscar un lugar para tomar un café, por ejemplo, fue un poco difícil, porque cada local que decía ser un bar era tan pequeño y estaba tan escondido que más parecía conducir a un búnker de la KGB que a una cafetería. Sin embargo, una vez superada la impresión inicial adentro resultaban ser lugares muy agradables y realmente baratos. Llegamos a pagar 20 centavos de dólar el café. ¡Que viva la revolución!