El colectivo atravesaba un paisaje de suaves colinas marrones, muy seco y de escasa vegetación. Apenas unos matorrales, sin árboles a la vista. Lloviznaba y la temperatura rozaba los cero grados. Quizás debido a las condiciones climáticas, casi nadie se aventuró a bajar cuando nos detuvimos para una parada de diez minutos en La Leona, a cien kilómetros de El Calafate. La mayoría de los pasajeros —una mezcla de argentinos, colombianos, españoles, estadounidenses, franceses, brasileños y más— prefirieron quedarse al abrigo de la calefacción.
Yo fui uno de los que se bajó, aunque no me sirvió para mucho. El paisaje seguía igual de desolador, y lo único que interrumpía la monotonía era una serie de construcciones de madera con techo a dos aguas pintado de rojo: el parador La Leona, que toma su nombre del río que pasa cerca y que conecta los lagos Argentino y Viedma, los más grandes del país.
Fue Francisco Pascasio Moreno quien bautizó el río. Moreno era un naturalista y explorador, que en 1896 fue contratado por el gobierno argentino como perito para dirimir algunas cuestiones limítrofes con Chile. Al parecer, en uno de sus viajes por la zona, el perito Moreno fue atacado y herido por un puma, al que confundió con una leona (una maravilla de naturalista…), dando así origen al nombre del río.
Moreno no es el único famoso relacionado con La Leona. Al parecer, en 1905 tres “gringos” se habrían hospedado allí durante varios días, antes de seguir viaje hacia rumbo desconocido. Poco después, los propietarios del establecimiento identificarían a sus visitantes en fotos policiales: se trataba ni más ni menos que de Butch Cassidy, Sundance Kid y Ethel Place, quienes llegaban de robar el Banco de Tarapacá y Argentina en Río Gallegos.
Después de la parada técnica retomamos el viaje, y en poco menos de una hora llegamos a El Chaltén, localidad ubicada al pie de la montaña del mismo nombre, también conocida como Monte Fitz Roy. El nombre Chaltén proviene del aonikenk o lengua tehuelche, y significa “montaña humeante”, debido a las nubes que casi siempre rodean la cima de la montaña. La denominación de Fitz Roy, en tanto, fue obra del perito Moreno, quien fue el primer “hombre blanco” en ver el cerro, al que identificó erróneamente como un volcán (Moreno se graduó en la misma universidad que el “ingeniero” Blumberg…). Lo llamó Fitz Roy en honor al comandante del barco que transportó a Charles Darwin a la Patagonia entre 1831 y 1836.
El Chaltén es conocida como la “capital nacional del trekking” (senderismo), por su cercanía a algunas de las caminatas más espectaculares de Argentina. Está rodeado de montañas, lagos, glaciares, bosques y cascadas, lo cual le da un marco espectacular. Tal es así, que en 2014 la prestigiosa revista de viajes y turismo Lonely Planet ubicó al pueblo santacruceño en el segundo lugar de las diez ciudades del mundo para conocer al año siguiente.
El Chaltén es, además, una de las localidades más jóvenes de Argentina. Se fundó en 1985, buscando afirmar la soberanía argentina sobre esa parte de la zona cordillerana de Santa Cruz, que en ese momento estaba en disputa con Chile. La decisión de establecer un nuevo pueblo dentro del Parque Nacional Los Glaciares no fue bien recibida incluso por algunos argentinos. El presidente de la Administración de Parques Nacionales, por ejemplo, amenazó al gobernador de la provincia de Santa Cruz de demandarlo penalmente si insistía con el proyecto. Pese a todo, la fundación de El Chaltén se llevó a cabo y una veintena de personas se instalaron en el lugar.
Los comienzos no fueron fáciles. No había médicos y la electricidad funcionaba solo doce horas al día. El censo de 1991 indicó que el paraje estaba poblado por 41 habitantes estables. Para el 2001, apenas llegaban a 371, y en 2010 dieron un espectacular salto hasta alcanzar los 1627 habitantes. Lograron convertirse oficialmente en municipio y en 2015 se realizaron las primeras elecciones para intendente y concejales.
Al ser una localidad tan reciente, casi no hay oriundos de El Chaltén. La gente que puebla la localidad proviene de otros lugares de la provincia y del resto del país, atraída por las oportunidades laborales que el floreciente turismo ofrece. Adrián, por ejemplo, tenía 68 años y llegó al pueblo a los 54, desde Buenos Aires. Trabajaba como mozo en el hostel y restaurant Rancho Grande, el más popular de la zona. A esa edad, cualquiera lo pensaría dos veces antes de hacer un cambio tan brusco en su vida, pero Adrián no dudó.
—Dejé a mi familia y a mis amigos en Buenos Aires y me vine con mi esposa, a una edad que debería haber estado pensando en la jubilación. La verdad es que no me arrepiento; es una vida completamente distinta. Acá es el primer mundo.
La opinión de Luis iba en la misma sintonía. No pasaba los cuarenta años y era uno de los dueños de Maffía, un restaurante de pastas caseras que se convirtió en el favorito de nuestra estadía. Algo que ni siquiera había imaginado cuando todavía vivía en Bariloche.
—En temporada se trabaja mucho, pero ya a partir de abril el ritmo baja, y después de mayo cerramos durante todo el invierno, así que son tres meses de vacaciones.
Tres meses de vacaciones. Una constante en El Chaltén, donde la mayoría de los restaurantes, hoteles y tiendas cierran cuando llegan los meses más fríos, dejando al pueblo en un estado de hibernación.
—¿Qué hacés durante ese tiempo? ¿Viajás?
—Sí, aprovecho para viajar y descansar. Lo bueno de que sea tanto tiempo es que a lo último ya te empezás a aburrir y tenés ganas de volver a trabajar. Este invierno igual no me muevo de acá, voy a aprovechar para ver todo el mundial.
Sin embargo, unos pocos resisten al frío y a la escasez de visitantes. Era el caso de Adrián y el Rancho Grande, que permanecía abierto todo el año.
—¿Y viene alguien en invierno? —le preguntamos.
—Los gringos —contestó Adrián—. Ellos siguen viniendo. Se calzan las suelas con clavos y se van a hacer las caminatas.
Nosotros no estábamos tan preparados como los “gringos”, pero aun así hicimos tres caminatas durante nuestra estadía. Aunque la primera casi que no cuenta. Fue un leve ascenso hacia el mirador Los Cóndores, a menos de una hora del pueblo, que en comparación a las otras resultó una mera entrada en calor.
El segundo día ya nos pusimos serios y nos dirigimos hacia Laguna Torre, atravesando un valle entre medio de las montañas, completamente nevado. Aunque los continuos desniveles del terreno fueron un desafío para nuestro decadente estilo de vida citadino, el esfuerzo se vio recompensado por unas vistas impresionantes del paisaje nevado. Y mucho más impresionante aún fue llegar a la Laguna Torre y encontrarla completamente congelada, con numerosos témpanos de hielo diseminados en la costa, desprendidos del cercano glaciar Grande.
Además de la posibilidad de ver el hielo y la nieve, otra de las ventajas de visitar la zona fuera de temporada es que no había prácticamente nadie. Tan es así que fuimos los primeros caminantes del día en llegar a Laguna Torre, y durante todo el recorrido de ida y vuelta no nos cruzamos a más de veinte personas. Una gran diferencia con los meses de verano, cuando los turistas en el sendero se cuentan por miles.
Aunque los dieciocho kilómetros de la caminata nos dejaron quebrados físicamente, al día siguiente nos despertamos decididos a encarar otro desafío: el sendero a Laguna de los Tres, cuyo recorrido ida y vuelta nos llevaría veinte kilómetros. El camino de ida, en su mayor parte, fue menos demandante que el sendero anterior. Mucho más llano y con menos nieve. Pero los últimos cuatrocientos metros fueron una tortura. No solo eran hacia arriba, a través de un estrecho pasaje que no dejaba nunca de subir, sino que estaba cubierto de hielo. En esas condiciones avanzábamos muy lento, teniendo cuidado de no patinar y terminar en el suelo. Los pocos visitantes que, como nosotros, se aventuraban por el sendero, iban tanto o más lento. A nuestro modo de ver, la caminata no debería haber estado habilitada.
De todas maneras, llegar al final tuvo su recompensa, ya que pudimos observar en primer plano el imponente macizo del cerro Chaltén/Fitz Roy, y a sus pies la Laguna de los Tres, congelada. Aunque éramos algunos más que en Laguna Torre, en total nos cruzamos durante toda la jornada a menos de cincuenta personas.
El regreso a El Chaltén fue más desafiante que la ida. Los cuatrocientos metros en bajada resultaron incluso más complicados que hacia arriba, ya que teníamos menos agarre sobre el hielo. Como consecuencia, terminamos en el piso una vez cada uno, aunque sin resultados que lamentar. Después de esa primera parte se puso un poco más llano, aunque el hielo seguía cubriendo el suelo. Avanzamos unos kilómetros así, extremando los cuidados, aunque no pudimos evitar una nueva caída cada uno.
La parte más difícil, sin embargo, fue la bajada final hacia El Chaltén, de tres kilómetros de extensión. Durante esa parte el terreno estaba siempre en pendiente y con hielo, con lo cual íbamos agarrándonos de los árboles, caminando de costado y hasta bajando casi sentados para no caernos. Sin embargo, fue en ese tramo cuando tuve la peor caída de las cinco en total. Patiné hacia adelante, como en los dibujos animados cuando pisan una cáscara de banana, mis dos pies quedaron suspendidos en el aire durante un instante y aterricé rebotando sobre la cadera y los muslos. Aunque no me rompí nada, el cuerpo me quedó vibrando durante un rato largo.
En fin, un pequeño incidente que no opacó nuestra estadía en El Chaltén. Y nada que un cordero patagónico en el Rancho Grande no pudiera hacer olvidar.