Cazadores de auroras

En 2016 vimos la aurora boreal en Islandia. Dos veces. Nos causó una gran emoción, pero para nuestros adentros siempre reconocimos que no había sido todo lo que esperábamos, que era más como una nube verdusca, casi beige, captada mejor por el lente de la cámara que por el ojo humano. El tiempo pasó, y muchas veces nos cuestionamos si las auroras boreales no eran solo un fraude fotográfico, algo imposible de apreciar a simple vista en toda su inmensidad. Cinco años después de aquellas noches islandesas, viajamos al norte de Noruega en plena temporada de auroras boreales para sacarnos la duda. Este es nuestro diario de cazadores de auroras.

Dia 1

Aterrizamos en Oslo con un cielo plomizo, acorde con el pronóstico del clima, que augura lluvia durante toda la semana en Noruega. Tampoco es que esto signifique demasiado. Fue la tercera vez que estuvimos en Oslo y nunca nos fuimos secos.

Teníamos dos horas hasta el vuelo a Tromsø, bien al norte del país, así que curioseamos un poco por el aeropuerto y buscamos un lugar para hacer una comida a medio camino entre el desayuno y el almuerzo. Cuarenta minutos antes de la salida fuimos a donde creíamos que estaba la puerta de embarque. “Creíamos”, porque un empleado nos indicó que para los vuelos de la aerolínea local Flyr no bastaba con quedarse en tránsito, sino que teníamos que salir de la zona de embarque y pasar por el chequeo de seguridad. Y todo eso a cuarenta minutos del despegue. Mascullando obscenidades, hicimos lo que el buen hombre nos indicó, solo para descubrir con horror que el chequeo de seguridad estaba colapsado por la cantidad de gente. Con los minutos justos y un estrés creciente, avanzamos despacio, demasiado despacio, hasta que yo estuve listo para volver a entrar a la zona de embarque. Ro, entre tanto, fue demorada para volver a revisar su equipaje (una escasa mochila de mano), así que yo me lancé en carrera a la dichosa puerta de embarque, con solo veinte minutos por delante y el objetivo de parar el avión hasta que ella llegara. A lo Usain Bolt con borcegos y campera de invierno, llegué con la lengua afuera, solo para descubrir que el vuelo estaba un poco demorado. A los pocos minutos llegó Ro, también corriendo, y todavía pasó un tiempo más antes de salir.

La llegada a Tromsø, la tercera ciudad más poblada del círculo polar ártico, no estuvo exentas de algunas sacudidas en el avión. El cielo seguía nublado y lloviznaba, condiciones horribles para ver la aurora. La aplicación del teléfono que descargamos para predecir las luces del norte era lapidaria: dos por ciento de chances de verla.

Nuestra calle en Tromsø

Después de un trayecto en colectivo nos bajamos a unos escasos quinientos metros del lugar que habíamos alquilado para la estadía. Según Google, tardaríamos diez minutos caminando. Nos llevó veinte. Era una calle colina arriba, congelada en su mayor parte, lo cual dificultaba mucho la estabilidad. Mis recientemente adquiridos borcegos polacos demostraron ser una autentica porquería, ya que al poner los pies sobre el hielo comenzaba a deslizarme colina abajo de forma irremediable. La mejor solución terminó siendo caminar hundiéndome en la nieve. Mojado pero seguro.

El mismo problema enfrentamos a la hora de hacer la primera visita al centro de la ciudad. Un trayecto de unos pocos metros se convirtió en una delicada travesía sobre el hielo, con más de una patinada que estuvo a punto de mandarnos al suelo. Pero en un supermercado encontramos la solución que necesitábamos: unas suelas de goma con clavos que se ajustan al calzado. No es que ahora podamos salir a correr por las calles de Tromsø, pero al menos estamos en condiciones de desplazarnos con cierta seguridad. Eso sí, cada paso resuena con un ruidoso “clac clac”, que alerta a los vecinos kilómetros antes de nuestra llegada. Además de los clavos, completamos nuestro equipamiento nórdico con unos brazaletes con abrojo y luces led, recomendados para que los automovilistas nos vean cuando caminamos en las oscuras noches del ártico.

A todo esto, mientras esperábamos el colectivo para volver al alojamiento, la aplicación de las auroras anunciaba un nueve por ciento de chances de avistaje. No era para volverse locos, pero al menos una pequeña luz de esperanza. Cuando volvimos, las chances se incrementaron a veinte por ciento. Pero a pesar de que miramos y miramos por la ventana (y hasta salimos alguna que otra vez a la calle), no logramos ver nada. El cielo siguió nublado y la lluvia casi no se detuvo. Pusimos una pizza congelada al horno y después de cenar nos fuimos a la cama. Eran las once, y hacía ya ocho horas que era de noche en Tromsø.

Día 2

Para maximizar las chances de ver la aurora, antes de llegar a Tromsø contratamos un tour que te lleva en auto a donde sea necesario para poder ver las luces. El sitio web del tour dice que puede durar entre seis y nueve horas, y que en ocasiones conducen hasta Finlandia si en Noruega está muy nublado. Nosotros lo contratamos para el segundo día en la ciudad así, en caso de cancelación por malas condiciones meteorológicas, tendremos margen de reprogramarlo durante el resto de la semana.

El punto de partida era el hotel Scandic a las 17.30, por lo que decidimos aprovechar las cuatro horas de luz solar para recorrer un poco Tromsø. Más allá de algunos puntos de interés, el principal atractivo es el hecho de que haya una ciudad como esta en el medio del Ártico, donde el clima es frío, las noches son largas y la ubicación es remota. Tromsø en sí misma es una isla en un archipiélago de islas en el norte de Noruega, que ni siquiera está conectada por tierra con el sur del país. Aun así, la ciudad tiene cine, restaurantes, universidades y shoppings, lo que ayuda a las 75 mil personas que viven acá a no sentirse tan aisladas.

Caminar algunas cuadras por el centro de Tromsø alcanza para darse cuenta de que las auroras boreales son la atracción estrella de la ciudad. Hay imanes, postales, ropa, vajilla y caramelos con su estampa, hay hoteles y restaurantes que llevan su nombre y hasta una cerveza local se llama Nordlys (“luz del norte”).

Como el clima se mostraba benévolo (incluso pudimos ver un poco de cielo despejado), caminamos hasta la atracción estrella de la ciudad: un teleférico que en cuatro minutos sube a la cima de la montaña Storsteinen, a 421 metros sobre el nivel del mar. Arriba hay una plataforma de observación suspendida en el vacío, con unas vistas panorámicas espectaculares de Tromsø y las islas, montañas y fiordos que la rodean. También hay algunos senderos para caminar que, como cabía esperar, estaban cubiertos de hielo y nieve. Pero gracias a nuestros recién adquiridos clavos pudimos recorrerlos, al menos hasta que el viento y el frío nos hicieron regresar.

La vista desde Storsteinen

A la una y media de la tarde, con el atardecer asomando en el horizonte, volvimos al alojamiento para almorzar y dormir una siesta antes de unirnos a la larga excursión en busca de las auroras. Pero mientras esperábamos que se calentaran unas albondigas congeladas que habíamos comprado en el supermercado, nos llegó un mensaje de WhatsApp de los organizadores del tour diciendo que el pronóstico anunciaba muchas nubes para toda la noche, incluso en el camino hasta Finlandia. No lo cancelaban, pero nos sugerían reprogramarlo para el jueves, cuando las chances de ver las luces serían mayores. Ellos son los que se jactan de un 99% de éxito en sus excursiones de auroras boreales, así que aceptamos la sugerencia.

De todas maneras no resignamos la siesta, y después de descansar volvimos a calzarnos los clavos para ir al centro y disfrutar de una cerveza Artic en Ølhallen, el bar más antiguo de Tromsø, en el que un oso polar embalsamado te da la bienvenida apenas cruzás la puerta. Brindamos por el viaje a estas tierras remotas y porque mejore la suerte en nuestra cacería de auroras.

Día 3

Llueve. Otra vez. Antes de venir a Tromsø nos advirtieron de que, a pesar de que es una época de mucha radiación solar (y por lo tanto, buena para ver auroras), también es la temporada de lluvias. Y un cielo nublado significa “no luces”. Es frustrante, porque uno sabe que están ahí, que solo alcanzaría con que se generaran algunos claros en el cielo, no muchos, para verlas. Pero no. Todo gris, plomizo, ceniza. Cuando decidimos hacer el viaje sabíamos que no ver las auroras era una posibilidad, como sucede con cualquier otro fenómeno natural, y nos cansamos de repetirnos que aun así valía la pena, que íbamos a conocer el Ártico y los fiordos noruegos. Todo eso es cierto, pero es algo deprimente estar bajo el mismo cielo de las auroras boreales y no poder verlas.

Anoche Ro fue optimista y se puso el despertador a las cuatro de la mañana para ver cómo estaba el cielo de madrugada. Y digo “se puso” porque yo ni me moví de la cama, de hecho ni siquiera me desperté. Ella estuvo media hora en la calle, mirando y mirando hacia arriba, pero a pesar de divisar algunas manchas sospechosas no pudo confirmar un avistaje.

Auroras al margen, con otro día por delante en la hermosa Tromsø, aprovechamos las escasas horas de luz para conocer un poco más de la ciudad, visitando algunos puntos más alejados del centro, como el lago Prestvannet, la costa del Mar de Noruega y la playa Telegrafbukta. Sí, hay algo llamado “playa” en el medio del Ártico. Es un sector minúsculo de un parque donde pusieron un poco de arena importada de algún lugar más cálido, y algunos valientes se atreven a bañarse en el mar durante el verano. Según Wikipedia, el lugar es llamado de forma irónica “la Gran Canaria de Tromsø”.

Cerca de la playa visitamos el Museo de la Universidad, donde aprendimos algunas cosas interesantes sobre las auroras boreales (un poco de teoría mientras esperamos la práctica) y sobre el pueblo sami, nativos autóctonos de estas regiones, que también viven en el norte de Suecia, Finlandia y Rusia. La historia de este pueblo, como la de tantos otros oprimidos alrededor del mundo, es la lucha por el reconocimiento de sus derechos y la preservación de su cultura ante el intento de asimilación de los países donde viven.

La playa de Tromsø

En el camino de vuelta al alojamiento, nos llamó la atención que el colectivo entró en un túnel larguísimo debajo de la ciudad, donde hasta había rotondas que se cruzaban con otros túneles. La versión subterránea de Tromsø es casi tan sorprendente como la misma Tromsø.

Al llegar al alojamiento recibimos una gran noticia en nuestra aplicación de predicción de auroras boreales: la cobertura de nubes para las 2 de la madrugada se estima en apenas un 4% (lo más bajo que habíamos tenido hasta ahora fue un 86%). Además, el índice KP (un valor que mide qué tan alta es la actividad de la aurora boreal) es de 4, y un número entre 4 y 6 significa una aurora con una intensidad moderada-alta. ¿Habrá llegado el momento? Mañana les cuento.

Día 4

No vimos nada.

Yo me levanté a la 1.30 y crucé la calle para internarme en la oscuridad de un parque infantil. La visión era tenebrosa, con las hamacas vacías, las sombras que arrojaba la luna llena y una bolsa de Ikea que alguien había dejado abandonada en uno de los bancos. Me senté y esperé. Miré hacia arriba en todas las direcciones del cielo. La aplicación tenía razón en que iba a despejarse, pero de actividad solar nada. Estuve casi una hora a la intemperie hasta que, resignado, me volví a la cama.

Ro volvió a intentarlo a las 4. En el mismo parque, por el mismo período de tiempo y con el mismo resultado. Cuando nos despertamos, algunas horas más tarde, el pesimismo flotaba en el aire. Nuestra estadía se acercaba a su fin y todavía no habíamos visto nada. Todas nuestras esperanzas quedaban depositadas en el tour de la noche, si es que no volvía a cancelarse.

Buscando auroras en la noche

A las 11 de la mañana salimos con el objetivo de conocer un poco el norte de la isla, del que nadie hablaba al mencionar las atracciones turísticas de Tromsø. Al llegar entendimos por qué: es un área donde hay depósitos de grandes empresas, el puerto y el centro de tratamiento de residuos de la zona. Un mini cordón industrial, no muy agradable a la vista, pero necesario para que la ciudad sea habitable.

Ya que estábamos por ahí nos acercamos a ver el jardín botánico, sin dudas una curiosidad en esta parte del mundo. Teníamos un buen recuerdo del jardín de Akureyri, en el norte de Islandia, conservado en condiciones similares, pero el de Tromsø nos decepcionó. Muchas plantas estaban muertas, no tenía ni siquiera un invernadero y las etiquetas con los nombres de las distintas especies estaban tiradas en el suelo o rotas.

Después de una olvidable visita, volvimos al alojamiento para preparar el almuerzo y dormir una siesta antes de “La noche” cazando auroras. Durante las tres horas que estuvimos afuera nos acompañó un cielo celeste pálido, con algunas pocas líneas rosadas. El sol no llegó a asomar. Todo el día fue como un largo atardecer. Un adelanto de lo que será la noche polar, que empieza la semana que viene y se extiende hasta mediados de enero, período durante el cual los habitantes de Tromsø no verán el sol.

El mediodía en el ártico
Las tres de la tarde

Mientras termino de escribir esto estamos esperando que se haga la hora para tomarnos el colectivo e ir al hotel del centro donde nos va a pasar a buscar el tour. Sí, en el turismo también hay división de clases. Están aquellos a los que el tour recoge donde se estén alojando, y los que somos de la periferia y tenemos que sumarnos por nuestra cuenta.

Al menos esta vez no se canceló, aunque los organizadores nos tuvieron en vilo hasta último momento. En fin, mañana les cuento cómo nos fue.

Día 5

Nuestro guía pasó a buscarnos a las 17.30 en punto por la puerta de un coqueto hotel del centro de Tromsø. En total éramos ocho personas de nacionalidades tan diversas como Argentina, Grecia, Suiza y otros dos indefinidos. El guía, por su parte, era estonio y vivía en Tromsø hacía nueve años. Como ya sabía de los mareos de Ro al viajar en transporte terrestre, nos ofreció muy amablemente que nos sentáramos con él en los asientos de adelante. 

Antes de empezar tuvimos un pequeño resumen de lo que sería la noche. Parada en estación de servicio como última oportunidad de ir al baño (al menos de forma legal), conducción de cuarenta minutos a la costa oeste de Noruega, donde el cielo debería despejarse hacia las nueve de la noche, y datos técnicos sobre la posibilidad de ver la aurora boreal esa noche. Índice KP, velocidad del viento, radares y otras cosas que no entendíamos nada, y de las que a decir verdad a esa altura ya estábamos hartos: como pasa con el clima, nadie sabe a ciencia cierta cuándo y cómo se va a ver la aurora. O se veía o no se veía, pero basta de analizar numeritos en una pantalla.

Durante los cuarenta minutos de conducción atravesamos puentes y túneles, cruzamos valles y pequeños poblados y serpenteamos montañas y fiordos que sin dudas serían espectaculares a la luz del día. Incluso de noche, con la luna llena, podía apreciarse lo imponente del lugar. Sobre este punto, de todas formas, nuestro guía se encargó de resaltar que la luna era una enemiga mortal de las auroras, ya que la luz que refleja no deja verlas con mucha intensidad. Genial. Para ver la aurora boreal ya no solo hacía falta estar bien al norte del mundo, en un sitio aislado y oscuro, en invierno, un día sin lluvia, ni nubosidad, con intensa actividad solar y, evidentemente, mucha suerte, sino también que no hubiera luna.

En la playa de Sommarøy el guía sacó el auto de la ruta y lo detuvo a escasos metros del mar. Con las piedras de la costa improvisó un círculo protector y en el medio hizo fuego para calentarnos. La temperatura estaba a menos dos grados y la brisa marítima bajaba la sensación un poco más. A lo largo de toda la costa se veía cómo se iban encendiendo distintos fuegos, como en la escena del Señor de los Anillos que donde las almenaras van ardiendo para pedirle a Rohan que acuda en ayuda de Gondor. Es tan grande el negocio del avistaje de auroras en Tromsø que cada noche unos cien vehículos cargados de turistas se lanzan en su búsqueda.

Después del fuego, el guía repartió trípodes para los que teníamos cámara y se dedicó a ayudarnos para configurarlas bien y sacar las mejores fotos posibles. Nosotros solo le prestamos atención unos minutos, y después volvimos junto al fuego. Primero, porque teníamos frío, y segundo, porque teníamos muy en claro antes de hacer este viaje que el objetivo era ver las auroras por nosotros mismos, no a través de la cámara.

Pasaron una hora, dos, tres. Nada. O bueno, casi nada; apenas esas manchas blancuzcas parecidas a una nube que habíamos visto en Islandia, que la cámara capta como verde pero el ojo no. Ni nos molestamos en abandonar el fuego por eso.

Tomamos sopa y chocolate caliente, pero ya ni eso podía protegernos de los siete grados bajo cero de sensación térmica. El cielo se despejó bastante y el guía parecía estar conforme solo con eso, como si su único trabajo fuera llevarnos hasta un lugar sin nubes. Por nuestra parte, sentíamos crecer en nuestro interior un sentimiento de frustración, canalizado de forma irracional hacia él, como si fuera el culpable de que no pudiéramos disfrutar de ese impredecible fenómeno natural.

A las diez, el guía anunció que nos moveríamos hacia el este, escapando de unas nubes que venían en nuestra dirección. Aceptamos encantados, mas no fuera por el hecho de estar arriba del auto un rato. Anduvimos unos pocos kilómetros, cuando el guía, desviando peligrosamente su mirada de la ruta en dirección a un fiordo que teníamos a nuestra izquierda, anunció que había “algo” en el cielo. Siguiendo el curso de su mirada divisamos una mancha como las de antes. Bah, para eso tanto escándalo. De pronto, la mancha intensificaba su color. ¿Eso era verde?

El guía empezó a acelerar, mientras iba anunciando cuánto faltaba para poder detenernos. Un minuto, treinta segundos, diez. Las ruedas chirriaron sobre la banquina y todos salimos despedidos hacia al exterior, sin siquiera preocuparnos de alumbrar el camino hacia la costa a través de un terreno escarpado. La mancha ya no era una mancha. Era toda una estela de color verde brillante, esta vez sin dejar a lugar a dudas. Quedamos maravillados, ¡esa sí era la aurora boreal!

Mientras los otros empezaban con las fotos, nosotros seguíamos disfrutando con nuestros ojos. Una segunda aurora apareció por encima de nuestras cabezas. Algo más pequeña y nítida, y entonces, empezó a moverse. No sé muy bien cómo describirlo. Imagínense esas barras que suben y bajan en la pantalla cuando usan un programa para reproducir sonido. Así en el cielo, mientras los colores cambiaban de verde a amarillo y violeta. Algo único, que hizo que me diera un escalofrío y se me llenaran los ojos de lágrimas. Ese sueño, que había comenzado en Islandia cinco años atrás, por fin se cumplía. Por razones que no vienen al caso odio la palabra “mágico”, pero ese brevísimo minuto que la aurora boreal bailó sobre nuestras cabezas en el cielo noruego se sintió mágico.

Cuando la aurora bailarina desapareció, sacamos algunas fotos de otras que fueron apareciendo, todavía verdes, pero sin movimiento y más discretas. Incluso dejamos que el guía nos sacara una foto con las luces de fondo. Ninguna de las imágenes refleja ni de cerca lo que vimos esa noche. Esta vez podemos decir con orgullo que le ganamos a la cámara. La sensación quedó grabada en nuestra retina y ya nunca podremos olvidarla. Siempre dijimos que el viaje a Tromsø valdría la pena con o sin aurora, pero esto… Esto está en otro nivel.

Día 6

Aeropuerto de Tromsø. Tiempo de volver a casa. Está nevando y la temperatura está debajo de los cero grados. Anoche hicimos un último intento de ver la aurora caminando a un lago cercano al alojamiento, donde había bastante oscuridad. Pasamos dos horas a la intemperie, mientras los locales que paseaban a sus perros nos miraban curiosos (o no tanto, porque al fin y al cabo no es tan raro ver turistas haciendo estas cosas), pero no pudimos ver casi nada. Apenas unos destellos verduscos a lo lejos, demasiado tenues para competir con lo que vimos el día anterior.

A la tarde estuvimos dando un último paseo por el centro de la ciudad. Compramos un infaltable imán con la imagen de una aurora boreal, saboreamos un café con torta y probamos la cerveza Nordlys: la tercera local después de la Artic y la Isbjørn (“oso polar”). Los noruegos sí que saben ponerle nombres a sus bebidas.

En la cafetería hablamos con dos españoles que acababan de llegar a la ciudad, quienes nos consultaron, cual expertos, qué actividades podían hacer en Tromsø durante el fin de semana. Y la verdad que además de recomendarles el teleférico y el tour de auroras no pudimos decirles mucho más. Hay muchas otras cosas para hacer, como avistaje de ballenas, esquí de fondo, trineo con perros o renos, un acuario y el museo polar, pero nosotros vinimos acá con un objetivo muy claro y con eso nos quedamos. Además de buscar auroras, lo que más hicimos en Tromsø fue dormir. No sé si fue por la gran cantidad de horas de oscuridad o qué, pero ningún día nos despertamos antes de las nueve de la mañana.

¿Volveremos? Pregunta inevitable en casi todos los destinos que conocemos. Nuestra historia con la aurora no ha terminado. Todo lo contrario, ahora que sabemos que es real, que es posible verla bien y que todavía puede ser mucho mejor (nuestro guía dijo que la que vimos esa noche era un 5 en una escala del 1 al 10), no tenemos dudas de que vendrán más viajes al norte. ¿Será Tromsø? Ya veremos. Hay muchos otros lugares donde puede verse, y nuestras ansias de conocer sitios nuevos en general se imponen contra repetir los que nos gustaron.

Por lo pronto, una conclusión. Todos los viajes se disfrutan, pero hay algunos que están bien, sin tener nada especial (y al leer los artículos en este mismo blog ustedes mismos pueden darse cuenta cuáles), y otros que son los que recordaremos para siempre, los que entran en el podio de nuestras travesías alrededor del mundo. Tromsø es uno de ellos.

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