El hielo sagrado

El Calafate, 1972. Los motores del Fokker F28 de LADE rugían en medio de la tormenta de nieve. A través de sus ventanas no se veía más que la profunda oscuridad, tamizada por el granizo que pasaba a toda velocidad. A lo lejos, difusa, parpadeaba la tenue luz roja del ala.

El descenso fue brusco, dando fuertes coletazos y golpeando contra la pista de forma violenta. Por un momento pareció que el armatoste no iba a ser capaz de frenar. Un murmullo de alivio recorrió el interior de la aeronave cuando por fin pudo detenerse, y su veintena de pasajeros respiraron aliviados.

La pista y sus alrededores estaban completamente blancos. Tras bajar del avión, los primeros metros se caminaba casi a ciegas, cubriéndose de la nieve con la mano el resquicio que quedaba abierto para los ojos, entre la capucha y el pasamontañas. Luego de avanzar algunos metros se divisaba el pequeño edificio y el cartel de madera que decía: “Bienvenidos. Lago Argentino”.

Los párrafos anteriores los escribí pensando en una novela, pero no dista mucho de lo que debe haber sido viajar a El Calafate casi cincuenta años atrás. Un lugar inhóspito, con mal clima, despoblado y poco conectado con el resto del mundo. Cuando yo lo visité por primera vez, en 1994, no había cambiado demasiado. Sus habitantes apenas llegaban a los tres mil, no tenía conexiones terrestres pavimentadas y los pocos vuelos que aterrizaban en el pueblo lo hacían en el discreto aeropuerto de Lago Argentino, que recibía su nombre del lago junto al que se asienta la ciudad.

Ahora es otro mundo. Superó los veinte mil habitantes estables, tiene un moderno aeropuerto internacional y rutas pavimentadas que lo conectan con Río Gallegos, El Chaltén y hasta Puerto Natales, Chile. Sus calles son recorridas por miles de visitantes a diario, provenientes de todas partes del mundo, y los alojamientos salen de debajo de las piedras. Alguno podrá decir que el boom turístico es un problema, que afecta a la naturaleza y que le resta “encanto” a la región, pero es imposible ignorar cómo transformó la vida de la gente, que durante muchos años vivió de la ganadería y la maderería, y desde la llegada de los turistas experimentó un gran crecimiento en su calidad de vida, no solo en lo económico, sino también en los servicios disponibles en la zona.

En fin, nosotros no viajamos a El Calafate para hacer un estudio sociológico, sino para conocer una de las maravillas naturales más impresionantes del mundo: el glaciar Perito Moreno. Con una longitud de cincuenta kilómetros, un ancho de cinco y una altura que alcanza los setenta metros, esta enorme masa de hielo resulta imponente. Y aunque no es el glaciar más grande del país —los cercanos Upsala y Viedma lo superan en extensión—, es el de más fácil acceso, con lo cual es posible apreciarlo de cerca en toda su magnitud.

Contemplativos.
Contemplativos.

La superficie del glaciar es superior a la de la ciudad de Buenos Aires.
La superficie del glaciar es superior a la de la ciudad de Buenos Aires.

Su nombre homenajea al perito Francisco Pascasio Moreno, quien realizó un importante trabajo de observación de la flora y la fauna en la Patagonia y dirimió un conflicto de límites con Chile a finales del siglo 19. Irónicamente, Moreno nunca llegó a conocer el glaciar.

A diferencia de él, nosotros sí lo hicimos, en dos días consecutivos. El primero, a través de una excursión para caminar sobre el glaciar. ¿Cómo es eso? Resulta que hace unos veinticinco años a una pequeña empresa de El Calafate se le ocurrió que, además de acercarse el Perito Moreno, era una buena idea ofrecerles a los turistas la posibilidad de caminar sobre él. Así es que los nobles visitantes podemos disfrutar de un paseo de una hora y media sobre la masa de hielo, observando de cerca las impresionantes grietas.

Por seguridad, antes de subir al glaciar los guías nos colocaron sobre el calzado una especie de suelas de clavos, para poder adherirnos mejor a la superficie resbaladiza. Al final, para celebrar la hazaña (?), nos ofrecieron chocolates y un whisky on the rocks, con hielo del mismísimo Perito Moreno. Pero eso no fue todo. Antes de regresarnos a tierra firme, nos llevaron a conocer una cueva de hielo que el agua estaba erosionando debajo del glaciar, en la parte donde se asentaba sobre la montaña. Era un lugar impresionante, con apenas dos metros de altura y teñido de un azul profundo.

¡Salud!
¡Salud!

La cueva de hielo.
La cueva de hielo.

La excursión terminó con unos minutos para almorzar en un refugio a metros del glaciar, donde Ro aprovechó para practicar su mandarín entablando conversación con unos chinos que comían cerca de nosotros. Lamentablemente eran de Hong Kong, donde se habla cantonés, así que la conversación discurrió en un aburrido inglés.

La segunda visita al glaciar tuvo como objetivo recorrer las pasarelas que se extienden a lo ancho de los cinco kilómetros del Perito Moreno. Al estar a diferentes alturas, todas ofrecen una panorámica distinta del glaciar. También permiten apreciar con claridad los constantes desprendimientos de hielo, que producen un ruido atronador y agitan las tranquilas aguas del Lago Argentino.

Aunque no se compara con caminar sobre el glaciar, las pasarelas también tienen lo suyo.
Aunque no se compara con caminar sobre el glaciar, las pasarelas también tienen lo suyo.

Rumbo a casa.
Rumbo a casa.

A propósito del rompimiento del glaciar, el evento que llama la atención de todos los medios del mundo es la caída de un “brazo” del Perito Moreno que se asienta sobre la tierra. Funciona así: como el glaciar está en constante crecimiento, cada determinada cantidad de tiempo (dos años, cuatro, quince; es incierto) una parte llega a tierra firme, formando una represa natural que divide el lago y eleva el nivel del agua. La presión de esa masa líquida produce filtraciones en el hielo, que crean un túnel con una bóveda que llega a tener unos cincuenta metros de altura. El derrumbe de esa bóveda es el espectáculo natural más impresionante del parque nacional. Por supuesto, hay que tener mucha suerte para verlo. En marzo de 2018, por ejemplo, el hielo se rompió de madrugada, cuando el parque estaba cerrado y no había nadie para presenciarlo.

Así de imprevisible es la naturaleza, y por eso tan espectacular. Como todo fenómeno que no se puede controlar, la magia está en su volatilidad. No tuvimos la oportunidad en esta ocasión pero, ¿quién sabe? Quizás algún día…

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *