Mil millones de voces

Un sol rojo iluminaba el cielo cuando el avión aterrizó en Shanghái. Y cuando me refiero a rojo no estoy diciendo anaranjado o nada parecido, sino tan rojo como la mismísima bandera de China. Minutos antes, aún en el aire, ya nos había sorprendido una formación sin ondulaciones de color gris plomizo por debajo nuestro que no podíamos distinguir si se trataba del mar o de las nubes. No era ni una cosa ni la otra, sino la polución que se cierne sobre Shanghái a toda hora, como una fina capa de seda que le da al cielo un tono grisáceo y al sol un rojo intenso. Así llegamos a la la metrópoli más habitada del planeta.

Había varias opciones para ir del aeropuerto a la ciudad, de entre las cuales elegimos la más ostentosa: el Shanghái Maglev, un tren de alta velocidad que fue la primera línea comercial de levitación magnética construida en el mundo. En siete minutos y medio recorre los treinta kilómetros que separan el Aeropuerto Internacional de Pudong de la estación de subte de Longyang, a una velocidad media de 240 kilómetros por hora y una máxima de 430. Lo más llamativo de todo es que el Maglev viaja literalmente sobre el aire, suspendido quince milímetros sobre el suelo mediante poderosos imanes. Pese a los elevados costos de construcción y mantenimiento de trenes de este tipo, el pasaje sólo nos costó ocho dólares.

En Longyang cambiamos a un subte para ir a Hongkou, el distrito de nuestro hotel, a donde llegamos tras media hora más de viaje. Shanghái alberga en total unas veinticinco millones de personas, pero a las seis de la tarde de un gélido domingo de diciembre no se veía un alma en la calle. Era el día que comenzaba el invierno en el hemisferio norte y la luz solar hacía rato que nos había abandonado. Caminamos alrededor de un kilómetro bajo un laberinto de avenidas y rieles que se elevaban sobre nuestras cabezas y llegamos al hotel, un humilde edificio de seis plantas con unas pequeñas luces de colores en la puerta que anunciaban la inminente llegada de la navidad.

Estatua de Marx y Engels

Lindo para ponerlo en la mesada de tu cocina con unas flores

Un pedazo de París en el centro de China

Nos recibió un empleado con un limitado inglés pero muy bien dispuesto y nos entregó la llave de nuestra habitación. Estaba en el último piso y era de excelente calidad considerando lo poco que habíamos pagado. Como era tarde y hacía frío nos aventuramos a cenar en el restaurante del hotel, eligiendo casi al azar de un menú escrito únicamente en chino pero con fotos de los platos. Nos decantamos por unas especies de albóndigas sumergidas en lo que parecía ser un caldo, que venían acompañadas por una taza de té como bebida. La carne tenía un gusto realmente sospechoso así que comimos rápido y sin pensar demasiado en ello y nos fuimos a la cama.

Al día siguiente la zona continuaba bastante tranquila, aunque en las calles elevadas sobre el nivel del suelo ya se apreciaba cierto tráfico. Pero el primer gran impacto lo tuvimos cuando llegó el tren que esperábamos en la estación para ir al centro. Las puertas se abrieron y el vagón parecía una versión 3D de los libros de ¿Dónde está Wally?, con cientos de personas amontonadas en posiciones imposibles, haciendo un esfuerzo sobrehumano por respirar algo del escaso y viciado aire del vehículo. Los que aguardaban con nosotros en el andén subieron como si nada, escabulléndose por huecos imperceptibles y contorsionándose para poder ocupar el espacio. Sospechando que el asunto no cambiaría demasiado si esperábamos el siguiente servicio, imitamos a los chinos y subimos al vagón con el tiempo justo para evitar que las puertas automáticas nos atraparan sin piedad.

En la parada de la Plaza del Pueblo decidimos que no podíamos soportarlo más y nos bajamos. Teníamos los músculos entumecidos y un calor agobiante a pesar de que la temperatura exterior estaba por debajo de los diez grados. Mientras buscábamos la salida de la estación a través de una larga sucesión de pasadizos subterráneos vimos algo que nos reanimó: un puesto de churros. Aunque nos pareciera increíble, en pleno corazón de Shanghái vendían ricos, baratos y abundantes churros. En realidad nuestra sorpresa estaba dada por la ignorancia, ya que muy posiblemente los churros sean originarios de China. La versión más creíble sobre el origen de este alimento afirma que fueron los marinos portugueses que comerciaban en Oriente quienes introdujeron los churros en Europa, y luego los españoles quienes los popularizaron en el resto del mundo.

Jardín Yuyuan

El tren Maglev

Completamente rehabilitados a causa de los churros chinos, encontramos la salida de la estación y salimos al principal espacio público de Shanghái. La Plaza del Pueblo es literalmente el centro de la ciudad, el kilómetro cero desde donde se miden todas las distancias en el municipio. Hasta 1949 era un gran hipódromo, pero tras la creación de la República Popular China el gobierno comunista de Mao Zedong (Mao Tse-Tung) prohibió los juegos de azar y las apuestas y convirtió la arena de los caballos en un enorme recinto para desfiles. Con el paso del tiempo, importantes edificios de la ciudad se fueron trasladando hacia allí, como la sede del gobierno municipal, el Gran Teatro de Shanghái y el Museo de Shanghái. Hay quien dice que cada domingo en la Plaza del Pueblo todavía se reúne la gente mayor a arreglar matrimonios para sus hijos o nietos.

Dejando atrás la plaza caminamos por las bulliciosas y transitadas calles de Shanghái hacia el parque Fuxing, dominado por una enorme estatua de Karl Marx y Friedrich Engels, los filósofos alemanes que desarrollaron el comunismo moderno. Como en todos los parques del mundo, había mucha gente corriendo, caminando y leyendo, pero también varios grupos reunidos alrededor de una mesa enfrascados en algún juego de cartas o de tablero, en el cual muy probablemente estuvieran apostando grandes cantidades de dinero. Es que a los chinos les encanta apostar, aunque el juego en el país sea ilegal. Basta con llegarse cualquier fin de semana a Macao, una de las regiones administrativas especiales de China (la otra es Hong Kong) y cuyo sistema jurídico sí permite las apuestas, para encontrarse con cientos de miles de chinos abarrotando sus calles y, especialmente, sus enormes y suntuosos casinos.

Saliendo del parque Fuxing entramos en la Concesión Francesa de Shanghái, una zona de la ciudad ocupada por los franceses en 1849 tras vencer, junto a los británicos, al Imperio Chino en la Segunda Guerra del Opio. El cercano barrio de Tianzifang, con sus calles estrechas y adoquinadas llenas de tiendas artesanales, también formó parte de ese pedazo de Francia en el corazón de China hasta que en 1943 el gobierno francés devolvió el territorio a los locales. Pese a ello todavía conserva un estilo muy occidental, y si a uno le mostraran sólo una fotografía de Tianzifang sería casi imposible adivinar que fue tomada en el Lejano Oriente y no en el corazón de alguna capital europea.

¿Y Ro? ¿Para dónde vamos?

¡Los chinos venden churros!

No muy lejos de allí, en el barrio de Xintiadi, encontramos algo que realmente no esperábamos ver en China: un mercado navideño. Con menos de un 5% de cristianos, no es de extrañarse que el veinticinco de diciembre ni siquiera sea feriado, por eso nos llamó la atención llegar a esa pequeña feria con puestos de madera ofreciendo comida, un escenario para música en vivo y adornos típicos como árboles navideños, renos y nieve artificial. De todas formas resultó ser apenas un espejismo, ya que el lugar estaba prácticamente vacío e incluso cuando quisimos buscar un buen restaurante para cenar el veinticuatro a la noche descubrimos que la gran mayoría estarían cerrados.

A medida que continuábamos recorriendo Shanghái íbamos comprendiendo mejor las implicancias sociales de ser un país de más de mil trescientos millones de habitantes, especialmente en lo que concierne a la desorganización y el caos urbano. Los chinos son tantos que están acostumbrados a luchar por cada centímetro de espacio, aunque eso implique intentar saltearse todas las filas, querer subirse al subte sin esperar a que baje primero la gente que llega o conducir como si los semáforos fueran apenas simpáticas luces de colores sin significado alguno. Además, las motos utilizan las veredas como extensiones de la calle y circulan en el sentido que quieren, creando una vorágine en la cual resulta muy difícil aventurarse siendo extranjero.

En medio de ese torbellino de gente fuimos abordados por una pareja de chinos jóvenes cerca del jardín Yuyuan (un precioso recinto de flores y pabellones tradicionales que siglos atrás era la residencia del gobernador de la provincia), quienes amablemente y en un correcto inglés nos preguntaron si podíamos sacarles una foto. No era el lugar más vistoso, apenas una avenida bastante transitada, pero en cuestiones de gustos no hay absolutismos así que accedimos sin problemas y les tomamos una fotografía con su pequeña y antigua cámara. Nos dieron las gracias y, antes de que atináramos a alejarnos, iniciaron una conversación con los tópicos de rigor: de dónde son, cómo llegaron aquí, a dónde van ahora, Messi y Maradona. Acto seguido nos contaron algo de ellos: que eran estudiantes de otra ciudad, que estaban de visita y que iban a presenciar una ceremonia del té muy cerca de allí, la cual se realizaría por única vez en Shanghái.

—¿Quieren acompañarnos? —fue el remate.

Lo pensamos. Si bien somos antisociales por naturaleza, no estaba mal la perspectiva de pasar unas horas interactuando con chinos que hablaban buen inglés —algo bastante difícil de encontrar. Podríamos conocer más sobre su cultura, costumbres e historia, fuera de las definiciones estandarizadas que ofrecen Wikipedia y las guías de viaje. Pero al fin y al cabo primó nuestro egoísmo (no teníamos ganas de cambiar nuestros planes para ir a quién sabe dónde, a ver quién sabe qué y a pagar quién sabe cuánto), así que, a pesar de la insistencia de nuestros nuevos amigos, rechazamos su invitación y nos despedimos.

Cruzamos la calle y no habíamos recorrido ni cincuenta metros cuando se nos acercó otra pareja joven para pedirnos una foto. Una gran casualidad evidentemente, pero algo no estaba bien. Nos hicimos cargo de la fotografía con poco entusiasmo y todas nuestras sospechas se confirmaron cuando, acto seguido, empezaron a hablarnos con los mismos tópicos que los anteriores: estudiantes de otra ciudad, la ceremonia del té, etc. ¡Incluso el muchacho hablaba un poco de español! Nos negamos a acompañarlos de forma bastante brusca y nos alejamos rápidamente de allí sin hacer caso a una tercera pareja que, cámara en mano, se acercaba a abordarnos.

Tras un poco de investigación en el hotel, descubrimos que el asunto de la ceremonia del té es una estafa habitual en Shanghái para llevar a los turistas a lugares donde venden té a un precio exorbitante y prácticamente obligan a comprarlo. Tan extendida está la práctica que en los días sucesivos más personas intentaron cautivarnos con la mentira del estudiante, pero pusimos en práctica la táctica del “no english” —pronunciado con fuerte acento argentino— y los espantamos en cuestión de segundos. Un verdadero cuento chino.

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