De todas las ciudades de Estados Unidos (y por “todas” me refiero a las seis que conozco yo), Los Angeles es la que mejor encarna aquello del “sueño americano”. Un supuesto oasis donde aguardan las oportunidades para aquellos que estén dispuestos a perseguirlas. Una promesa de fama y gloria. Un sueño, un anhelo, un proyecto de vida, una… ¿ilusión?
Aun sin haber estado nunca antes, ya desde el colectivo entre el aeropuerto y la ciudad me dio la sensación de que Los Angeles era, en su superficie, tal cual la imaginaba: casas bajas, palmeras altas y carteles publicitarios que sobresalían a la altura de la autopista elevada. Tantos años de consumir cine de Hollywood no fueron en vano.
La casi ausencia de edificios provoca que la ciudad se expanda a lo largo y a lo ancho de un extenso valle, con una serie de colinas que lo rodean. Mount Lee es la más famosa de estas colinas, ya que ahí se asienta el aun más famoso cartel de Hollywood. Reconocido mundialmente como la insignia del cine de Estados Unidos, el cartel se colocó por primera vez en 1923, aunque en ese entonces no tenía nada que ver con las películas, ya que era apenas un simple anuncio temporal para un desarrollo inmobiliario local. Pero debido a su imparable popularidad, se decidió dejar el cartel y en 1978 se lo reemplazó por una estructura de acero más duradera.


Los Angeles está tan desparramada en el terreno que cualquier trayecto en colectivo o subte se vuelve exasperante. Del aeropuerto al centro, una hora y media; del centro al hotel, cincuenta minutos; del hotel a Beverly Hills, media hora. Y así con todo. Al buscar alojamiento en Los Angeles es imposible elegir una buena ubicación, ya que no existe tal cosa.
Nuestro hotel era de lo más humilde. Ubicado en una zona llamada West Hollywood, a medio camino entre Beverly Hills y el Hollywood propiamente dicho, funcionaba en un edificio de una sola planta con un amplio recibidor y un patio interno. Unos pocos minutos en el recibidor nos bastaron para entender que los turistas eran apenas una parte de los clientes del hotel; la otra la conformaban jóvenes de todo el mundo que, sentados en los sillones del recibidor con sus computadoras en las rodillas, se pasaban las horas buscando trabajo. La imagen iniciática y menos glamorosa del sueño americano.
Dejamos nuestros pertrechos en la habitación y salimos a explorar LA, imaginando calles llenas de glamour, autos de lujo y famosos en cada esquina. El mejor lugar para empezar parecía ser el Hollywood Boulevard, la calle más conocida de Estados Unidos, sobre la que se asientan algunos de sus cines más renombrados y el icónico “Paseo de la Fama”.


El Paseo empieza en el cruce del Boulevard con La Brea Avenue, aunque no hay ningún cartel ni nada que así lo indique. La única señal es que, si uno baja la mirada hacia la vereda, empieza a ver unas estrellas rosadas con un nombre en dorado dentro. Las de Bob Marley y Elvis Presley son las primeras que surgen a la vista.
Desde ahí, el Paseo sigue por el Boulevard en dirección este, con una nueva estrella cada pocos metros. Hay tantas y tan variadas que a la mayoría de los nombres no los conocíamos. Actores y actrices de cine es apenas una de las cinco categorías de famosos que se pueden encontrar, siendo las otras actrices y actores de televisión, de teatro, artistas musicales y locutores/as de radio.
Con el pasar de las calles, la sensación de malestar que se había apoderado de nosotros en un principio fue creciendo. El Paseo de la Fama era monótono y deslucido. Las estrellas estaban descoloridas, cuando no sucias, no tenían nada que las identificara más allá del nombre, y algunas ni siquiera estaban sobre el Hollywood Boulevard. Las de The Beatles, por ejemplo, se encontraban en una calle lateral frente a un estacionamiento (!).
El resto del Boulevard tampoco ofrecía demasiado. Los famosos cines (el Kodak -ahora Dolby- Theatre, el Chinese Theater, el Hollywood Pantages Theatre) mantenían la misma tónica opaca del Paseo, de los famosos no había ni noticias, las construcciones eran apenas cuadrados de hormigón sin ninguna gracia y los negocios que más se veían eran tiendas de baratijas: entiéndase tazas, imanes de heladera, remeras, llaveros y un largo etcétera, de dudosa calidad y procedencia.

Pensábamos que caminar por Los Ángeles iba a ser como sumergirse en un set de cine constante, donde en una calle se filmaba una persecución entre la policía y una Ferrari y en otra un duelo de artes marciales entre dos tonificados asiáticos, mientras que en la esquina Paris Hilton tomaba un martini con Pierce Brosnan. En cambio, nos encontramos con una ciudad decadente y con aspecto de haber tenido su edad de oro hace sesenta o setenta años.
Pero esto ni siquiera era lo más grave. Apenas nos alejamos dos cuadras del Hollywood Boulevard (más que nada con la esperanza de tener una mejor vista del bendito cartel) nos encontramos rodeados por las mismas carpas de indigentes que habíamos visto en San Francisco, aunque esta vez multiplicadas por diez. Sencillamente estaban por todas partes, y en lugares bajo “techo”, como los túneles, se apropiaban por completo de la vereda. Barrios enteros de personas hacinadas, viviendo entre harapos y basura, y haciendo colas de una cuadra para conseguir una ración de comida gratis que repartía alguna organización.
El cartel de Hollywood, en lo alto de la colina, parecía casi una burla para esa gente, un recordatorio de lo mucho que se habían caído del sistema. Un sistema que no es el Estado, que no existe en absoluto, si no el bendito “sueño americano”, o mejor dicho, la ley de la selva, donde solo sobreviven unos pocos privilegiados y los otros “buena suerte y hasta luego”.


Desilusionados y hasta un poco tristes por el panorama, dimos el día por terminado y volvimos al hotel para comer una pizza del barrio y desilusionarnos todavía más con la serie de Obi-Wan Kenobi. Maldita sea, Hollywood, ¿es que no puedes hacer nada bien?
Como somos gente un poco obstinada, al día siguiente tomamos uno de los viejísimos colectivos urbanos y fuimos a conocer el centro de Los Angeles y su infaltable Chinatown. Más de lo mismo. El barrio chino parecía un mall de los años sesenta, y el centro era una sucesión de calles anchas con algunos pocos edificios públicos. ¿La atracción más visitada? Un mercado de comida sacado de los barrios bajos de Indonesia.



Ya con la poca energía positiva que nos quedaba, tomamos otro de esos colectivos destartalados rumbo a Beverly Hills, colina arriba. Ahí sí, la cosa cambiaba, y los pobres solo se veían cortando el césped de las mansiones o paseando los chihuahuas de los millonarios. Lo que se transformaba la ciudad con unas pocas cuadras de distancia resultaba increíble cuanto más subíamos. Limpieza, autos de lujo, estudios de grabación gigantes. Como si hubiera una barrera invisible que la gente de cierta clase social sabía que no podía cruzar.
En esta parte “alta” pagamos la única atracción de Los Angeles, para hacer la visita guiada al estudio de Warner Bros, hogar de algunas de nuestras producciones favoritas de todos los tiempos. Nos subieron a una especie de carro de golf con otras quince personas y una empleada nos condujo alrededor del enorme estudio, mientras nos iba contando anécdotas de series y películas.
Lo curioso del estudio es que, además de los enormes edificios que contienen los sets de grabación, hay zonas enteras al aire libre que reconstruyen distintos tipos de paisajes y lugares. Está la selva o bosque, por ejemplo, donde filman cada vez que quieren ambientar algo en lugares como Vietnam, Cuba o hasta el Central Park; el pueblo (con una plaza y una pintoresca glorieta); y la ciudad, que tanto puede representar Tokio como París o Nueva York. Cada uno de estos lugares ocupa unas cuantas cuadras y tiene edificios de verdad, aunque vacíos por dentro y listos para ser decorados según se necesite. Los más famosos incluyen el Rick’s Café de Casablanca, la fuente de la presentación de Friends y hasta el legendario tanque de agua de la Warner.



Más allá de los exteriores, el estudio tiene más de cincuenta sets de grabación interiores, de los cuales solo uno está abierto al público. Ahí se pueden ver mucha indumentaria de películas (mi pieza favorita: el traje de Batman en The Dark Knight Rises), sets enteros (como el living de Leonard y Sheldon en The Big Bang Theory y la cafetería Central Perk de Friends) y exhibiciones multimedia que explican cómo funcionan ciertas cosas en la creación de series y películas. Esta última parte fue un poco decepcionante, ya que nos pareció que se rompía un poco la magia al ver la cantidad de cosas que se hacen por computadora. Un ejemplo: una escena simple de Harry Potter, donde los tres protagonistas bajan corriendo por una pradera en Hogwarts. Uno pensaría que podría haberse filmado en cualquier paisaje de Inglaterra o Escocia, pero no; los actores en realidad corrieron por una alfombra verde dentro de un estudio y todo lo demás se añadió con la computadora.


Después de unas cuantas horas deambulando por el estudio Warner, donde, según el eslogan, “se hace Hollywood”, fuimos a terminar el día a Santa Mónica, la playa más conocida de Los Angeles. Kilómetros y kilómetros de arena amarilla, un muelle de madera con un parque de atracciones y el océano Pacífico la convirtieron en un ícono de la ciudad que, como no podía ser menos, apareció en innumerable cantidad de películas y series. La más famosa es sin dudas Baywatch, donde Pamela Anderson y otras/os con cuerpazos rescataban a la gente del mar y hasta de asesinos seriales.
Ro quiso protagonizar su propio capítulo de Baywatch al adentrarse en el mar (yo me metí hasta los tobillos, el agua estaba helada) y comenzar a nadar hacia adentro, provocando que unos tonificados-pero-no-como-los-de-la-serie guardavidas salieran de su caseta de vigilancia para llamarle la atención con el silbato. Como ella no los escuchaba, uno de ellos se desprendió de su remera (!) y se zambulló para un heroico rescate enérgico tirón de orejas. En la costa la multitud se reunió, atraída por el morbo, mientras yo no me moví de mi toalla en la arena.
Después de eso no podíamos quedarnos mucho más en la playa. Baywatchs exagerados. Ni siquiera nos gustaba tanto la serie. Lo mejor que se filmó en Santa Monica fue Rocky 3, cuando Apollo y Rocky entrenan para la pelea contra Clubber Lang.

Abandonamos el oasis de Santa Monica y volvimos a la realidad de la ciudad. El calor nos sofocó y tuvimos que esperar casi cuarenta minutos bajo el sol hasta que pasara un colectivo que nos llevara de regreso al hotel. Además de nosotros, los escasos pasajeros se completaban con algunos vagabundos, gente hablando sola y trabajadores con aspecto de exhaustos.
Al principio de esta nota escribí que de todas las ciudades de Estados Unidos, Los Angeles es la que mejor representa el “sueño americano”. Y así es nomás. Solo habría que aclarar que ese “sueño americano” apenas está disponible para los que tienen posibilidades y privilegios. Para el resto, la gran mayoría que está abandonada a su suerte, no es más que eso. Un sueño.