De Nueva York a San Francisco, este a oeste de Estados Unidos, hay 4700 kilómetros. Casi la misma distancia que de Ushuaia a La Quiaca y que de Copenhague a Irán, aunque bastante menos que de Moscú a Vladivostok (9100 kilómetros, sin salir de Rusia). Manejar de costa a costa es el sueño de muchos “americanos”, nosotros incluidos, pero debido a la escasez de tiempo tomamos un vuelo.
A propósito de vuelos, es de destacar la calidad del servicio de las aerolíneas en Estados Unidos. Puntuales, eficientes para abordar, rápidas para entregar el equipaje, con servicio de comidas o snacks y una gran selección de películas en el sistema de entretenimiento (en algunos vuelos conté más de trescientas disponibles, incluyendo varios estrenos).
Diferenciándose de Nueva York, donde llegamos a la ciudad en un tren de los años cincuenta, en San Francisco pudimos tomar un moderno subte que en poco menos de treinta minutos nos llevó desde el aeropuerto al centro de la ciudad. Sin embargo, la buena impresión del transporte se desvaneció apenas pusimos un pie fuera de la estación. Las escaleras que llevaban a la superficie estaban llenas de personas en actitud “sospechosa” (grupos de dos o tres, con la cabeza gacha y movimientos de manos ágiles), además de otros que pedían dinero y algunos más que hablaban solos, a los gritos.
No es que en Nueva York no hubiéramos visto algo así, pero en San Francisco parecían estar por todas partes. Las pocas cuadras entre la estación y el hotel estaban abarrotadas de estos distintos grupos, a pesar de que era un jueves a las cuatro de la tarde.
El panorama desalentador se completaba con las carpas, ubicadas en casi todas las esquinas del centro, donde personas sin recursos habían instalado sus precarias viviendas. Aunque no estábamos en Baltimore, algunas de las calles parecían sacadas de The Wire. Pese a todo, hay que decir que todos estaban en su propio mundo y nunca nos sentimos intimidados.
Fuera del centro escaseaban un poco más, pero igual había, muchas veces bloqueando por completo las veredas. Resultaba especialmente chocante ver el contraste en zonas residenciales de clase alta, donde una mansión se elevaba por encima de unos muros, y del lado de la calle apenas se sostenía una carpa llena de agujeros. Una frágil estabilidad donde el rico tenía el suficiente estómago para mirar hacia otro lado, y el pobre para aguantar las injusticias día tras día.
Cuando pudimos dejar de sorprendernos por la pobreza extrema de muchos de los habitantes de San Francisco, prestamos un poco de atención a la ciudad en sí misma. Sus calles y edificios están construidos en un terreno imposible, lleno de subidas y bajadas cada pocos metros, que replica casi a rajatabla la metáfora del orden social: cuanto más alto el terreno, más alta la clase social. Chinatown, por ejemplo, uno de los barrios más pobres de la ciudad, es también de los más bajos. Y de los más interesantes. La acumulación de estímulos en tan pocos metros cuadrados no se experimenta en ningún otro lugar de San Francisco.
Fue en ese Chinatown donde una tarde de 1940 nació Bruce Lee, uno de los “hijos” más famosos de la ciudad. Aunque sus padres chinos estaban de paso con una compañía de teatro, Lee volvió años más tarde y se puso a enseñar artes marciales en varias locaciones del barrio. Sus combates con otros maestros chinos, reacios a que Lee le enseñara a los estadounidenses, son legendarios. Hoy se lo recuerda con una catarata de souvenirs en todos los negocios de Chinatown, exhibiciones culturales y algunos hermosos murales.
Otro de los barrios famosos de San Francisco es Castro, autoproclamado como uno de los primeros barrios gay de Estados Unidos. Empezó a ser popular en los años sesenta, como un “refugio” en donde la comunidad LGTB podía vivir sin estar atada a la persecución y los prejuicios que la acosaban en el resto del país (y el mundo).
En el caso de Castro, su habitante más famoso fue Harvey Milk, un político y activista que se convirtió en el primer hombre abiertamente homosexual en ser elegido para un cargo público en los Estados Unidos, como miembro de la Junta de Supervisores de San Francisco en 1977. Lamentablemente, en un país famoso por su violencia política, Milk fue asesinado menos de un año después de asumir el cargo.
Y es imposible hablar de barrios de San Francisco sin mencionar Haight-Ashbury, conocido como uno de los principales centros de la cultura hippie de los sesenta. Música, ideas contraculturales y, claro, drogas, lo hicieron popular entre un sector de la población que estaba harta de la retórica belicista de los sucesivos gobiernos estadounidenses. Hoy en día Haight-Ashbury quedó reducido a una larga calle con cafeterías, tiendas de ropa vintage y negocios de vinilos. Todavía quedan algunos con pelo largo y remeras multicolor, aunque la mayoría tiene más de setenta años.
Pero sin dudas, la mayoría de la gente que viaja a San Francisco no lo hace para conocer sus barrios, sino su famosísimo puente. El Golden Gate Bridge cruza el estrecho del mismo nombre y conecta, a lo largo de casi tres kilómetros, la península de San Francisco con el condado de Marin. El puente no está mal, pero el origen de su fama mundial sigue siendo para nosotros un misterio. Quizás es el color rojo furioso, que contrasta tanto con el azul del agua, o tal vez porque durante casi tres décadas fue el puente colgante más largo del mundo. Más probablemente haya sido cosa de Hollywood, que se ocupó de grabarlo en las retinas de todos los espectadores del mundo en clásicos como El halcón maltés, Vértigo y la Superman de 1978.
El otro ícono de San Francisco, a menor escala, es Alcatraz, la cárcel de máxima seguridad que funcionó desde 1934 a 1963 en una pequeña isla a dos kilómetros de la ciudad, y cuyo recluso más famoso fue Al Capone. En la actualidad se puede visitar como atracción turística, cosa que no hicimos debido a su elevado precio y nuestra falta de interés. Si hablamos de cárceles, nada puede superar la mística del Presidio del Fin del Mundo en Ushuaia (menos aun con ese nombre).
Las visitas, de todas maneras, son apenas una parte del enorme negocio que se ha montado alrededor de Alcatraz. Por toda la ciudad se pueden conseguir imanes, libros, bolsos, películas y hasta “auténtica” ropa de presidiario. Nuestra experiencia favorita de la cárcel, sin embargo, fue un anciano que vimos sentado cerca del muelle donde salían los barcos que visitan la isla, con un cártel que decía: “Estuve preso en Alcatraz y te lo cuento por diez dólares”.
Hippies, activistas, maestros de artes marciales, mafiosos, ricos y pobres conforman el pasado, el presente y el futuro de San Francisco, ciudad diversa y vibrante si las hay. Me gustó mucho una frase que leí en una revista y que creo que describe a la perfección lo que es San Francisco: “Si todavía hay un truco de patineta por inventar, una tecnología aún no imaginada, un poema no escrito o una fórmula de laboratorio no experimentada, es probable que esté a punto de suceder aquí”. Conectando esta idea con la canción de Divididos, no caben dudas de que “en el oeste está el agite”.