El último día en el outback

En Australia se le llama outback a todas las regiones desérticas, despobladas y aisladas del territorio, es decir un 90 por ciento del país. Lugares donde las “ciudades” tienen diez mil habitantes, Internet es una tecnología incipiente y el correo llega cada dos semanas. Lugares como Halls Creek, claro, donde estuvimos trabajando por cuatro meses hasta hace apenas una semana.

La única forma de dejar el pueblo es en alguno de los tres colectivos semanales que van a Broome, hacia el oeste, o a Darwin, en el noreste. En caso de extrema urgencia también se puede tomar un pequeño vuelo desde el aeroclub local, pero llevarte a alguna de estas ciudades te lo cobran más caro que el petróleo árabe. Así que el bus a Darwin era nuestra mejor opción, ya que desde esta ciudad dejaríamos definitivamente Australia el 4 de enero.

A las 3.35 de la madrugada del 29 de diciembre nos subimos al Greyhound, famosa cadena de colectivos importada desde Estados Unidos, cuyas comodidades apenas igualan al Expreso que lleva de Rosario a San Lorenzo. Antes de arrancar los choferes nos advirtieron que la ruta estaba cerrada a unos 500 kilómetros de Halls Creek como consecuencia de inundaciones, con lo cual no era seguro que pudiéramos llegar a Darwin. La alternativa era esperar en Halls Creek dos días más, volver a levantarse a las 3 am y correr el riesgo de que sucediera lo mismo, con lo cual decidimos al menos empezar el viaje y esperar que la ruta se abriera en el transcurso de la mañana.

Tras cuatro horas de viaje recibimos la mala noticia: la ruta no abría y no seguíamos andando, quedando atascados en el pequeño pueblo de Kununurra. Pero lo peor de todo era que el colectivo no iba a esperar ahí hasta que eventualmente la ruta volviera a estar transitable y pudiéramos seguir. No, la solución era típica del outback: cancelar el viaje y tener que esperar el próximo bus dentro de dos días. Y los pasajeros, bien gracias, tirados en Kununurra sin soluciones y con la única posibilidad de usar el pasaje en otro momento.

—¿Y qué podemos hacer?— les preguntamos a los choferes.

—Tomen un avión— contestó uno, lapidario.

—¿No hay otra salida?— le preguntamos al otro, casi rogando.

—La ruta puede estar días así. Hay gente que ya lleva 72 horas varada.

—¿Y si hacemos dedo?

—Sólo conseguirían quedar atascados donde está el bloqueo de la policía. Ahí ya está lleno de camioneros que seguramente estarán borrachos para este momento.

Con tal panorama empezamos a vagar por las húmedas calles del pueblo en busca de inspiración y un poco de sombra donde bajar por un rato nuestras pesadas mochilas. El alojamiento más barato nos salía igual de caro que uno en Tokio, por ejemplo, con lo cual no es que nos moríamos de ganas de quedarnos a ver qué pasaba con la bendita ruta. Intentamos también comunicarnos con el organismo que informa el estado de los caminos pero apenas nos contestó una máquina diciendo lo mismo que ya habíamos leído en Internet: que el agua estaba bajando lentamente pero nada de cuándo se abriría, ni si sería pronto.

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Disfrutando los espacios verdes de Kununurra

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Almuerzo de bajo presupuesto

Por si acaso, le enviamos un mail al hostel que teníamos reservado en Darwin avisándoles del problema y diciéndoles que quizás (quizás) llegaríamos un día tarde, pero que mantuvieran igual la reserva.

A todo esto se nos dio por buscar cuánto salía un vuelo de Kununurra a Darwin, y si bien estaba lejos de ser barato, tampoco era el petróleo árabe que creíamos. Reflexionando, si nos quedábamos corríamos el riesgo de no sólo pagar el alojamiento, sino también finalmente el vuelo si la ruta no abría. De repente tomar el avión parecía lo mejor disponible.

Así que entramos al sitio web a comprar los pasajes por separado, ya que juntos nos cobraba más caro. Llenamos los datos, introdujimos los números de la tarjeta y pulsamos “pagar” los dos al mismo tiempo. El de Ro entró pero el mío no. Tras realizar la búsqueda de nuevo el precio del principio no estaba disponible. El único que quedaba era el petróleo árabe. ¿Y qué hacer a esa altura? Ro ya tenía un pasaje a Darwin así que no quedaba mucha más opción que comprar el otro también. En el momento no pudimos más que reír para no llorar.

Lo siguiente era llegar al aeropuerto del pueblo, que estaba a unos 4 kilometros. Preguntamos en la estación de servicio y nos dijeron que la única manera era tomar un taxi, que saldría entre 20 y 30 dólares. Por supuesto no estábamos dispuestos a seguir perdiendo plata a cada paso, así que insistimos:

—¿Es posible ir caminando?

La chica de detrás del mostrador dudó un segundo antes de contestar:

—Bueno, sí, posible es…

No necesitábamos saber más, calzamos nuestras mochilas al hombro y nos dirigimos a la ruta para empezar la caminata a través de los yuyos, ya que no había nada parecido a una vereda. Como el cielo amenazaba una tormenta intentamos hacer dedo mientras avanzábamos. No hubo caso y al cabo de diez minutos empezó a lloviznar. Cinco minutos después ya llovía considerablemente. Al final diluviaba…

Llegamos al aeropuerto 45 minutos después de haber salido, empapados y fatigados. Teníamos apenas tres horas de sueño de la noche anterior y el día venía siendo bastante complicado. Para que no se cortara la racha el avión se demoró una hora (lo mismo que duraba el viaje) y antes de despegar leímos en Internet que la ruta posiblemente se abriría al día siguiente. La *+$% que lo =¿$%!.

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Acorde a los precios de los pasajes, el aeropuerto de Kununurra estaba muy bien puesto

Finalmente llegamos a Darwin pasadas las siete de la tarde, ya de noche. Dispuestos a cuidar el mango a como diera lugar buscamos en Internet cómo ir al centro en colectivo urbano y no tener que pagar taxis o shuttle (como un Tienda León). Primero había que, por si hacía falta, recorrer unos dos kilómetros hasta la parada atravesando una especie de bosque al lado de la ruta sin veredas. Usando nuestras últimas reservas de energía lo hicimos, sólo para descubrir que no había tal parada en el punto señalado en la web.

Había un hotel y entramos a preguntar.

—El colectivo ese sólo circula a la mañana —fue la respuesta—. A esta hora sólo pueden ir en taxi.

—…

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Caminando a tomar el colectivo. Cuando todavía creíamos que era posible…

Fuimos en taxi. Y pagamos. Otra vez. Bajamos en la puerta del hostel y atravesamos la verja con el código de seguridad que nos habían enviado. Como llegábamos tarde nos habían dicho que la recepción iba a estar cerrada. Después abrimos con otro código el buzón donde iba a estar la llave y el número de nuestro cuarto. Iba… No había nada.

Nos desplomamos sobre unas sillas en el patio agotados física y moralmente sin saber qué hacer. Todo había salido mal. El outback se resistía a dejarnos ir.

Paramos a un italiano que pasaba por ahí y le explicamos la situación. No lo sorprendió mucho porque hacía dos días le había pasado lo mismo a otros huéspedes. Para variar, el hostel no se caracterizaba por su seriedad y organización. Por suerte el tano estaba en la misma habitación donde habíamos reservado cama nosotros así que nos dejó entrar.

Al día siguiente fuimos a la recepción a pagar y a comentarle al empleado el “descuido” de habernos dejado afuera.

—Ustedes mandaron un mail diciendo que llegaban una noche más tarde.

—Quizás. Decía quizás, ser desconsiderado e irresponsable.

Bueno, tal vez no usamos esas precisas palabras, pero esa era la esencia de nuestros sentimientos.

Más tarde ese mismo día Ro se enfrascó en un encarnizado duelo verbal telefónico con Greyhound para que nos devolvieran el dinero de nuestro viaje cancelado. La empresa se negó terminantemente aduciendo que ellos no podían “abrir las rutas”. O sea, los tipos te venden un pasaje, te bajan donde se les canta, te cancelan el recorrido, no te proveen de alojamiento ni otros medios de supervivencia y ni siquiera están dispuestos a devolverte la plata. Imagínense que compran un colectivo Rosario – Río Gallegos y que los dejan en General Pico librados a su suerte y quedándose con toda la plata que costó el pasaje. Una locura que sólo puede justificar un país como Australia.

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“Hola, ¿Greyhound? Gracias por dejarnos tirados en el medio del desierto”.

Al menos ya estábamos en Darwin, última ciudad australiana que nos vería por esos lares. Y como consuelo, chequeamos que la ruta por la que debía transitar el colectivo finalmente había abierto al día siguiente pero sólo para vehículos pequeños, con lo cual tomar el avión no había sido tan mala decisión después de todo.

Y además, el outback había quedado definitivamente atrás.

4 thoughts on “El último día en el outback

  1. FACU, siempre voy leyendo cada publicación y ver que cada país tiene sus complicaciones , y de alli sus aventuras, es hermoso imaginar sus recorridos y sus personajes , pregunta en la foto inicial se ve un camino de tierra que a simple vista parece marcada como ruta puede ser ( digo camino de tierra marcado es too much !)

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