Una vez le preguntaron al ex boxeador Maravilla Martínez qué significaba Maradona para él. Visiblemente emocionado, Maravilla contestó: “Diego, por un momento, nos hizo olvidar a los pobres que éramos pobres. En casa no había comida, pero lo teníamos a Diego, y eso no se olvida”.
Esa identificación de los desposeídos con Maradona es difícil de entender en las confiterías de Recoleta o en los palcos del Camp Nou. Pero en Nápoles, su segundo hogar, no hay que andar explicando por qué un tipo que nació en la pobreza más absoluta y llegó a la cima del mundo, sin renunciar nunca a ser quien era, es un auténtico héroe del pueblo. Por eso (y por muchas otras razones), Nápoles es una de nuestras ciudades favoritas de esta Europa muchas veces insípida.


Como otras veces, llegamos a Nápoles en tren desde Roma. Al ser cuatro (Ro, mis suegros venidos desde Argentina y yo), nos conviene tomar un Uber, así que salimos de la estación para encontrarnos con nuestro chofer. Antes de doblar la primera esquina el taxista ya se putea con otro conductor, esquiva tres motos y dos peatones de forma temeraria y salimos a la calle. El tráfico es denso y avanza a empujones. Literalmente: aceleramos a fondo en veinte metros, y clavamos los frenos a centímetros del auto de enfrente. Pero en ese desorden hay una lógica propia, un ritmo que los napolitanos parecen entender de nacimiento.
Es jueves y Nápoles está a veinticuatro horas de un día histórico: el Napoli puede consagrarse campeón de Italia por cuarta vez en su historia si mañana le gana al Cagliari de local. También puede lograrlo con un empate o incluso una derrota, pero en ese caso dependerá de lo que haga el Inter, su perseguidor, en la visita al Como. La ciudad está preparada para la fiesta. Hay pancartas por todas partes. Banderines celestes y blancos cuelgan sobre las calles. Los murales y souvenirs del Diego se han multiplicado desde la última vez: mosaicos, tazas, camisetas, tragos, bufandas, panderetas y hasta pizzas llevan su nombre y su imagen. Camisetas de Boca y de la Selección argentina se ven por doquier. Todo remite al Diez, al mito, al D10S de la ciudad, que sigue siendo símbolo de resistencia y de identidad.



El viernes, Nápoles amanece más ruidosa que de costumbre. Bocinas, cánticos y cornetas llenan el aire desde temprano. Es día laboral, pero no lo parece. La cantidad de gente en la calle es impresionante. Todos de riguroso celeste. Como buenos peregrinos maradonianos, caminamos hasta el Quartieri Spagnoli, el barrio devoto por excelencia. En sus estrechísimas calles suenan La mano de Dios y Life is life en bucle. En una esquina, un tipo nos tira sal gruesa en la cabeza para ahuyentar la mala suerte.
En una tienda departamental llamada Piazza Italia armaron una pequeña muestra gratuita en el primer piso, con algunas camisetas que habría usado Maradona, unas maquetas y poco más. El lugar está medio oscuro y casi no hay explicaciones. A la salida venden ropa con el nombre del Diez, pero no me dan ganas de comprar nada. El propio Diego lo explicaba de esta manera: “Yo no quiero que el millonario se haga más millonario con Maradona, esto no lo soporto. Pero la gente de Nápoles que se gana la vida vendiendo cosas con mi imagen, eso a mi me gusta. Es mi contribución para ellos”.
Como contrapartida, a metros del Largo Maradona en el Quartieri Spagnoli, Massimo Vignati por fin pudo cumplir su sueño de abrir el Museo Maradona, con objetos auténticos del Diez y una historia familiar, íntima, que contar. El propio Massimo está ahí, recibiendo a la gente. Y aunque nos da vergüenza acercarnos a contarle que hace varios años lo conocimos en el mítico sótano de Secondigliano, nos alegramos mucho por él, un maradoniano de ley.



Llegamos a la Piazza del Plebiscito, el corazón de Nápoles. Está vallada y no se puede entrar, porque a la noche van a pasar el partido en pantalla gigante. Aunque recién son las dos de la tarde, ya hay gente esperando que abran para entrar.
Nosotros todavía no almorzamos, así que nos metemos en el cercano Café Gambrinus para hacer una pausa. Es una de las confiterías más elegantes de la ciudad, con arañas de cristal, tazas de porcelana, estatuas y hasta un piano de cola. Pero, en un rincón, también tiene su altar de Maradona. Porque incluso en los salones más refinados, la mística del Diego sigue siendo intocable.
Cerca de las ocho volvemos a la Piazza del Plebiscito. Está llena a reventar, y afuera se amontonan miles más que empujan para entrar. En las noticias dicen que hay más de cincuenta mil personas en la cancha y que medio millón intentaron conseguir una entrada sin éxito. La gente viste camisetas de todas las épocas y jugadores, aunque uno se impone sobre el resto: Maradona.

Empieza el partido. La multitud canta, grita y hace sonar las cornetas, anticipando la celebración del esperado scudetto. Pero a los veinte minutos, una sombra se cierne sobre el golfo de Nápoles: gol del Inter. Un murmullo apagado recorre la plaza. La tensión se palpa mientras todos clavan los ojos en la pantalla. En el estadio Diego Armando Maradona, el Napoli tiene las chances más claras, pero la pelota no quiere entrar.
Por fin, sobre el final del primer tiempo, ¡gol del Napoli! Estalla la alegría. Se encienden bengalas celestes y, en cuestión de segundos, la pantalla deja de ser visible por el humo. Desde todos los rincones de la plaza se eleva un solo canto: Il campione dell’Italia siamo noi!
Llega el segundo gol del Napoli y la fiesta es total. Los fuegos artificiales iluminan el cielo de Nápoles. La gente grita, llora, se abraza. “El que no salta es interista y de la Juve”. El Napoli es campeón, consigue el cuarto título de su historia. Parece poco para un club con un arraigo tan profundo, tan masivo y tan popular.

Mientras siguen los festejos (y seguirán por un largo, largo tiempo), nosotros emprendemos el lento regreso. La vía Toledo es intransitable por la marea humana, así que nos desviamos por el Quartieri Spagnoli. El Largo Maradona es una fiesta. Están los que cantan, pero también los que se persignan ante la imagen del Diez, agradeciéndole por esta alegría.
Dicen que en el fútbol no existen los merecimientos, pero la fe, la lealtad y la memoria del pueblo napolitano merecían este título más que nadie. Si hoy hay más gente feliz en el Quartieri Spagnoli que en el Quadrilatero della Moda de Milán, entonces hoy Italia es un lugar un poco mejor.
Me emocioné al leer. El Diego, argento total💖