Como una especie de spin-off de nuestro viaje por Italia, tomamos un desvío para visitar San Marino, esa rareza de Estado enclavado en el corazón del territorio italiano. Y aunque estas historias paralelas casi nunca valen la pena, esta breve parada nos llevó a uno de nuestros lugares favoritos de todo el recorrido.
San Marino es el quinto país más pequeño del mundo, y está literalmente rodeado por las regiones italianas de las Marcas y Emilia-Romaña. La mayor parte del país está en las laderas del monte Titano, de 739 metros de altura, y si consideramos que a apenas diez kilómetros está el mar, se puede entender que la subida hacia el micro Estado es dura, especialmente para un Fiat Panda de alquiler con el motor más chico del mercado.


Para nosotros, que visitábamos la zona por primera vez, no quedó muy claro dónde terminaba Italia y empezaba San Marino. No hay controles de fronteras (aunque no pertenece a la Unión Europea), siguen usando el euro y el idioma es el mismo. De un momento a otro, la ruta empezó a subir, el paisaje se llenó de curvas, y nos vimos en un entramado de calles suspendidas al borde de unos precipicios altísimos. Sin darnos cuenta, habíamos llegado.
San Marino es tan chico que entra casi tres veces en el territorio de Rosario, pero aun así se divide en nueve municipios distintos. Como casi todos los turistas, nosotros basamos nuestra visita en la Ciudad de San Marino, el asentamiento original del país, que se remonta a 1700 años atrás.
Todo empezó con un monje cristiano llamado Marino, que huía de persecuciones y en el 301 d.C. formó una pequeña comunidad en el monte Titano, que fue gobernándose a sí misma a través del tiempo. La pregunta más común sería “¿por qué no es parte de Italia?”, y la respuesta simple es “porque San Marino ya era independiente antes de que Italia existiera como país”. En el siglo diecinueve, cuando Italia empezó a unificarse, Giuseppe Garibaldi (una figura clave en este proceso) respetó su independencia porque San Marino le había dado refugio tiempo atrás.


Alcanzaron unos minutos caminando por el micro Estado para confirmar que era de lo mejor que habíamos visto en los últimos días. De más está aclarar que tenemos debilidad por las ciudades antiguas, con calles estrechísimas y todo construido en base a piedra, pero en San Marino hay que agregarles las vistas. Desde cada borde de la ciudad se pierde el aliento (y no solo por las tremendas subidas) ante el imponente paisaje de colinas, valles y el mar Adriático de fondo.
Como suele suceder también en este tipo de lugares (Andorra, Mónaco), la mayoría de los negocios de la Ciudad de San Marino están orientados al turismo, desde venta de joyas y relojes hasta armas medievales, pasando por una interesante cantidad de camisetas del Diego. A San Marino no se le escapa la tortuga.



Quizás por encontrarse tan alto, el viento sopla bastante entre las calles laberínticas, así que después de un primer acercamiento nos metimos a un bar semi desierto para refugiarnos del frío. Adentro nos encontramos con algo que no esperábamos, pero que al mismo tiempo no terminó de sorprendernos: un argentino.
—Tengo el pasaporte de San Marino porque mi abuelo nació acá —nos contó el mozo—. Vine hace dos meses y entré justo, porque ahora cambiaron la ley de ciudadanía y es más complicado.
Uno podría pensar que la comunidad sanmarinense-argentina no es demasiado grande, y tendría razón: se estima que apenas unas tres mil personas tienen ascendencia sanmarinense en Argentina. Y sin embargo, el mozo era la segunda que conocíamos, ya que una de las mejores amigas de Ro en Rosario está en la misma situación. Como pasó con muchas otras nacionalidades, la inmigración sanmarinense a Argentina se remonta a principios del siglo veinte, motivada por factores como la pobreza, la falta de trabajo y las secuelas de la guerra en Europa.
Aunque con pasaporte local, el mozo se movía como un auténtico argentino. En dos meses ya había encontrado trabajo, casa y novia, y ya pretendía saberlo todo su nuevo hogar.
—En vez de presidentes, acá tienen dos capitanes, que son elegidos por el parlamento cada seis meses —dijo, con estricta rigurosidad. Enseguida, como buen argentino, se desvió con unos datos poco fiables—. Yo estoy aprendiendo italiano, pero casi no lo uso, porque lo que menos viene son italianos.
Acá ya tenemos que contradecirlo: según datos oficiales, al menos el 60 por ciento de los turistas que llegan a San Marino son de Italia.


Nuestro segundo (y último, je) día en San Marino, comenzó con una recorrida por las icónicas torres del país, que incluso aparecen en la bandera. Se llaman Guaita, Cesta y Montale respectivamente, aunque la mayoría las conoce como Prima Torre, Seconda Torre y Terza Torre. Construidas entre los siglos once y catorce, sirvieron en su momento como cárceles, puestos de defensa y emplazamientos de vigilancia, y hoy en día se pueden visitar libremente (previo desembolso de unos euros). Llegar y recorrerlas es un ejercicio de subidas y bajadas interesantes, además de un desafío al vértigo. Especialmente en sus puntos más elevados, algunas de las torres parecen colgar literalmente del precipicio.
Además de las torres, San Marino también tiene para ofrecer iglesias, parques y palazzos, pero a todas estas cosas no le dedicamos más que unas visitas fugaces. Lo que verdaderamente llamaba nuestra curiosidad era el Estadio Olímpico de Serravalle, la casa de la peor selección de la historia del fútbol. No lo decimos nosotros, sino el ranking oficial de la FIFA, que lo muestra en el puesto 210, el último en la clasificación mundial. Tampoco ayudan las casi doscientas derrotas en partidos internacionales, los más de ochocientos goles en contra y las escasas tres victorias en toda su historia, la primera de las cuales llegó recién en septiembre de 2024, cuando venció 1 a 0 a Liechtenstein. Lamentablemente, el estadio estaba cerrado, y tuvimos que conformarnos con atisbarlo desde una colina cercana, a pocos kilómetros de la frontera que nos devolvería a Italia.



San Marino es casi un milagro histórico, gracias a un tipo que decidió respetar sus frágiles fronteras, cuando podría habérselo llevado puesto y absorberlo dentro de Italia sin que nadie se quejara demasiado. Y sin embargo ahí está. Colgado de una montaña, con capitanes en vez de presidentes, una selección de fútbol que no gana nunca y argentinos diciendo presente hasta en los lugares más improbables del mundo.
Que lindo. Digno de conocer. Siempre presente una cancha de fútbol y por supuesto algún argentino. Me encantó leer sobre este lugar.💪