La fila para entrar en el aeropuerto se atascó nada más salir del avión. Pasaban los minutos y algunos pasajeros se pusieron impacientes. Alguien demandó, en voz alta y en inglés, respuestas. Una mujer con aspecto de parecer local intervino, lacónica:
—Esto es Grecia. Acá no hay respuestas.
Ese primer contacto nos ayudó a confirmar una presunción que teníamos desde nuestra primera visita al país, en 2016: los griegos y los argentinos son muy parecidos. Quejosos, impacientes, atolondrados, elocuentes, creativos. También las dictaduras y las crisis económicas nos hermanan, pero de eso ya hablaré más adelante.
Tesalónica, la segunda ciudad más grande de Grecia después de Atenas, fue nuestro punto de partida para esta nueva incursión en las tierras helénicas. Una un poco más exhaustiva que la de la última vez, que solo nos llevó a la capital y a Santorini, una de las islas más famosas.
Pero esta vez no habría ni islas ni playas, las razones por las que el noventa por ciento de los turistas viajan a Grecia, sino una recorrida continental con historia, mucha historia. En ese sentido, Tesalónica es un excelente punto de partida. Capital de la periferia (provincia) de Macedonia Central, alberga una fuerte relación con el antiguo Reino de Macedonia de Filipo II y su hijo Alejandro Magno, de quien este servidor tomó su segundo nombre.
Y en una historia mucho más cercana, Tesalónica también fue el lugar de nacimiento de Mustafá Kemal Atatürk, fundador y primer presidente de Turquía, cuando la ciudad estaba bajo el control del Imperio Otomano. Aunque los griegos y los turcos se llevan bastante mal, la casa natal de Atatürk está en buen estado, bajo el amparo del consulado de Turquía, y se puede visitar.
Los atractivos de Tesalónica se completan con algunas iglesias muy antiguas, restos de las viejas murallas, un hermoso paseo costero dominado por una imponente estatua de Alejandro y una pintoresca plaza central que exhibe una no menos imponente estatua de Aristóteles, otro vecino ilustre de la región.
A pocos kilómetros de la ciudad está el pequeño poblado de Vergina, la primitiva capital del reino de Macedonia. El nombre alude también al sol de Vergina, símbolo de la dinastía real macedonia, que fue descubierto en unas excavaciones arqueológicas en 1977. Lo más impresionante del descubrimiento, sin embargo, fue la tumba intacta de Filipo II, el rey que conquistó gran parte del mundo griego antiguo. Tras su muerte, esta expansión sería continuada por su hijo y heredero en el trono, Alejandro Magno.
Pese a la importancia del hallazgo, el lugar donde yacen los restos de Filipo está muy poco promocionado. No lo encontramos en ninguno de los muchos blogs ni guías que leímos para preparar el viaje, y apenas si lo vimos mencionado en el libro de un español que hizo un recorrido histórico por la antigua Macedonia. Tampoco en la ruta hay señales muy claras que ayuden a llegar, y solo es posible lograrlo siguiendo las indicaciones del inefable Google. El día de nuestra visita, me atrevería a asegurar que la gran mayoría de los que estaban ahí eran griegos.
La tumba es impresionante, no solo por el hecho de haberse encontrado intacta y llena de tesoros, sino porque también tiene pintada en su parte exterior escenas de una cacería que envuelven a Filipo y a Alejandro. Es una de las pocas, si no la única, imágenes que se conocen del gran conquistador, cuya propia tumba aún no ha sido descubierta (se especula que podría estar en Alejandría).
Como buen viaje de los nuestros, las horas de cada día estaban exprimidas al límite, así que sin mucho tiempo para entretenernos dejamos Vergina y nos dirigimos al sur, con una breve parada para fotografiar el monte Olimpo, hogar de los dioses según la mitología griega. No hay mucho para ver más que unos picos nevados en el lugar donde, se dice, habitaban (¿habitan?) Zeus, Atenea, Poseidón y otros dioses iguales de injustos, lujuriosos, vengativos, incestuosos y asesinos. Sí, no hay que leer mucho para entender que las deidades de los antiguos griegos dejaban mucho que desear. Al respecto, me gusta una reflexión del escritor Javier Reverte, quien dice que, al no poder contar los griegos con sus dioses para aspirar a una vida mejor en esta tierra o en la otra, debieron valerse por sí mismos y desarrollar sus propias explicaciones del mundo. De esta manera, tuvieron las manos libres para inventar cosas tan vastas como la democracia, la filosofía, la geometría, el teatro y hasta los Juegos Olímpicos.
Reflexiones falopa al margen, el camino de los dioses nos llevó a la península de Pelión, una estrecha franja de tierra olvidada por las hordas de turistas que visitan Grecia cada año. Es que el país tiene tanto para elegir, especialmente en sus casi mil cuatrocientas islas, que el continente queda muchas veces relegado. Pero a los aventureros (?) que se animan a llegar hasta ahí se los recompensa con unos pintorescos pueblos de montaña, vistas impresionantes del mar Egeo y hermosas calas.
No muy lejos de Pelión, y todavía en dirección sur, se encuentra el famosísimo Paso de las Termópilas. O lo que en algún momento fue el famosísimo Paso de las Termópilas, porque el angosto pasaje que inmortalizara el espartano Leónidas y sus trescientos guerreros en su batalla contra los persas se ensanchó con el paso del tiempo y de la erosión, hasta ser en la actualidad una llanura abierta de varios kilómetros de extensión.
Volviendo a la Grecia Antigua y sus deidades, una nueva noche nos encontró en Delfos, el hogar del oráculo. Ubicado sobre la ladera del monte Parnaso, hasta ahí llegaban todo tipo de personalidades del mundo griego para consultar su futuro. La Pitia, una sacerdotisa que era conocida como portavoz de Apolo, era una mujer de vida “intachable” que resultaba elegida para el cargo. Se sentaba en una especie de banco de bronce sobre una abertura en la tierra, desde donde surgían vapores alucinógenos que le permitían entrar en trance y comunicar las profecías de Apolo. Las malas lenguas dicen que la mayoría de las profecías eran lo suficientemente ambiguas como para poder acomodarse a cualquier resultado, del tipo “habrá una guerra y un imperio caerá” (cosa de todos los días por esa época).
A mí me hubiese gustado consultar el futuro de Germinal en este campeonato, pero al madrugar para ir a visitar los restos del templo del oráculo nos encontramos con que estaba cerrado por ser el día de la independencia de Grecia. No voy a mentir: barajamos la posibilidad de colarnos en el predio, pero nos desalentó la presencia sospechosa de un hombre de civil que parecía seguir todos nuestros movimientos.
Sin muchas opciones, decidimos seguir viaje las dos horas y media que nos separaban de Atenas. Ya de por sí una ciudad caótica, la capital griega estaba paralizada por las celebraciones del día nacional, que incluían, entre otras cosas, el vuelo rasante de aviones militares, que provocaba un estruendo tan grande que activaba las alarmas de los autos estacionados. Luego de dar mil vueltas para encontrar un lugar donde estacionar, tuvimos que conformarnos con un parking en el barrio de Pangrati y desde ahí caminar hasta Plaka, el centro histórico ubicado al pie de la Acrópolis.
Al haber visitado Atenas de forma bastante exhaustiva unos años atrás, nos dedicamos a “perdernos” por las pintorescas calles de la cuna de la democracia. Paréntesis: en este contexto, entiéndase por democracia un régimen donde solo cuarenta mil personas, del medio millón que habitaban la ciudad, tenían derecho al voto. El resto eran mujeres, niños, esclavos y extranjeros sin carta de ciudadanía. Cierro el paréntesis.
Mientras tomábamos un café en un bar de Exarcheia, autoproclamado barrio anarquista de Atenas, nos llamó la atención la gran cantidad de policías antidisturbios agrupados en una esquina. Se veían amenazantes con sus escudos, sus palos y sus máscaras antigás, pero los otros clientes no les prestaban demasiada atención. Nosotros le preguntamos al mozo, y su explicación fue que solo estaban ahí para proteger la cercana obra de la nueva estación de metro, cosa que no nos terminó de convencer.
Aunque en los planes el próximo día estaba destinado por completo a Atenas para “descansar y relajarse”, hace rato que borramos estas palabras del diccionario de nuestras vacaciones, así que en cambio volvimos al auto y manejamos casi cuatrocientos kilómetros de ida y vuelta a Delfos para poder visitar las ruinas que habían estado cerradas por el feriado. Para muchos sería una locura hacer semejante esfuerzo “solo por unas piedras”, y no es que tampoco seamos unos obsesivos de la historia, pero nos había cautivado especialmente el emplazamiento de la ciudad antigua, en la ladera del Parnaso, rodeada de montañas imponentes y envueltas en una niebla mística que bien justificaba la creencia en el oráculo.
Para premiarnos por nuestra iniciativa, en la última noche en Atenas comimos una auténtica picada griega con aceitunas y queso feta, y subimos a la colina Filopapo para deleitarnos con las vistas de la enorme capital, que se extiende en todas las direcciones visibles hasta chocar ya sea con el mar o con las montañas. Atenas, sin ninguna duda, está entre nuestras ciudades favoritas de Europa.
La mañana siguiente, un trayecto de una hora nos llevó desde Atenas a Corinto, donde hicimos una breve parada para ver el famoso canal construido en 1893 para unir el golfo de Corinto con el mar Egeo, abriendo esta vía al transporte marítimo y separando así la península del Peloponeso del resto de Grecia. Está lejos de ser una visita fundamental, pero es una cosa curiosa para ver y nos quedaba de paso.
Con unos cuantos días en las rutas griegas, dos cosas empezaron a llamarnos mucho la atención. La primera, la gran cantidad de peajes en las autopistas. Aunque habla muy bien de la infraestructura del país tener tantas autopistas, incluso en las regiones más periféricas, poner estaciones de cobro cada treinta o cuarenta kilómetros nos pareció excesivo. Solo para el trayecto Tesalónica-Atenas (quinientos kilómetros), se gastan 33,50 euros en peajes. Los datos finales del viaje dirían que hicimos casi dos mil quinientos kilómetros en total y pasamos por veintiocho estaciones de peaje. Teniendo en cuenta que gran parte de esta distancia NO la hicimos en autopista, me parece un montón.
Lo segundo que nos llamó la atención fue la gran cantidad de estructuras sin terminar y abandonadas al costado de la ruta. Construcciones que podrían haberse convertido en estaciones de servicio, restaurantes, tiendas de algún tipo o simples viviendas se habían quedado a medio hacer, como si al dueño se le hubiese acabado la plata antes de terminar. Esto nos recordó a Argentina, claro, donde el panorama es similar en muchos lugares. ¿Y qué tienen en común Grecia y Argentina? Bueno, bastante la verdad. La elocuencia, la sociabilidad, cierta arrogancia, adaptabilidad, amor por la comida, las relaciones familiares y la pasión por el fútbol. Pero sobre todo, Argentina y Grecia comparten las crisis económicas, que suelen llevarse puestos muchos de estos pequeños emprendimientos que nunca llegan a ver la luz por falta de fondos o por exceso de deudas.
El documental Debtocracy (“deudocracia”) hace un interesante paralelismo entre la última gran crisis griega, que empezó en 2009, y la crisis argentina del 2001. De hecho, en una parte uno de los entrevistados lo dice sin ambages: “Argentina es nuestro espejo al otro lado del Atlántico”. Incluso el documental muestra cómo, en una de las tantas protestas que se realizaron en Atenas, se cantaba una canción que decía: “una noche mágica, como en Argentina, vamos a ver quién se sube al helicóptero primero”.
Mientras pensábamos en estas cosas, el viaje continuaba por esa parte de Grecia con el excelente nombre de península del Peloponeso. Una región que alberga ciudades importantísimas de la historia griega, como Esparta, Olimpia, Epidauro y Nauplia, esta última incluso capital del país por un breve período entre 1823 y 1834, en plenos años de lucha por la independencia del Imperio Otomano.
Esparta, la patria de Leónidas, estuvo en nuestro radar hasta último momento, pero desistimos de visitarla porque nos quedaba un poco a trasmano y además no hay mucho para ver de su época de esplendor. Sí fuimos a Olimpia, actualmente poco más que una aldea de ocho cuadras donde viven menos de mil personas y cuyo único fin es servir a los turistas que llegan para recorrer el sitio arqueológico de la antigua Olimpia. Ahí está lo interesante, ya que es el lugar donde se realizaban los Juegos Olímpicos de la Antigüedad.
Los primeros JJOO se remontan al 776 a.C., aunque algunos historiadores afirman que podrían haber sido incluso antes. Las disciplinas eran, entre otras, la carrera de velocidad, el salto de longitud, el lanzamiento de jabalina, el lanzamiento de disco, distintos tipos de lucha y la carrera de carros. De las competencias antiguas, nuestra favorita es la carrera con armamento, donde los participantes corrían ataviados con sus cascos y sus escudos hasta un poste, alrededor del cual tenían que dar la vuelta para regresar al punto de partida. Lo más divertido de todo era que en medio de la prueba valía casi todo para deshacerse del rival, excepto poner la zancadilla y meter los dedos en los ojos. ¡Necesitamos este hermoso deporte en los Juegos Olímpicos modernos!
Participar en los Juegos (y ni hablemos ganar) era considerado un gran prestigio en el mundo griego, por eso durante el tiempo que duraba la competencia se establecía una tregua para todas las guerras internas que se estuvieran desarrollando. Las distintas ciudades-estado enviaban a sus mejores atletas, que muchas veces eran también sus príncipes o sus reyes. Algunos de los más famosos ganadores fueron Filipo II, Alejandro Magno y Nerón (ya durante la época de la ocupación romana).
El recinto de la antigua Olimpia albergaba, además, algo tan importante como los Juegos: la estatua de Zeus, una mole de marfil con detalles en oro que medía doce metros y era considerada una de las siete maravillas del Mundo Antiguo. La estatua fue destruida en un incendio en el siglo V, poco después de que el fundamentalista emperador romano Teodosio I adoptara el cristianismo como religión oficial del imperio y prohibiera los Juegos Olímpicos por considerarlos un rito pagano.
Desde Olimpia nos fuimos hacia el norte y abandonamos la península del Peloponeso para entrar en la periferia de Epiro, probablemente una de las regiones menos visitadas por el turismo internacional en Grecia. Pero mal hacen, porque el Parque Nacional de Pindo tiene los mejores paisajes de montaña del país, con unos desfiladeros impresionantes, hermosos manantiales de agua y aldeas antiguas construidas en piedra. Koukouli, una de estas aldeas, dejó una especial impresión en nosotros, ya que el bendito Google nos hizo atravesar el centro del pueblo como “atajo”. Las calles de Koukouli se iban estrechando más y más a medida que avanzábamos, al punto de que en un momento tuvimos que cerrar los espejos para poder pasar (y aun así los rozamos contra las paredes de una casa). La cosa se puso todavía más interesante cuando, con el mismo ancho, el camino ascendía una empinada cuesta. Creo que transpiramos más en esos minutos en el pueblo que en la dura caminata por el desfiladero de Vikos.
Esa noche dormimos en Metsovo, una ciudad que, como Ioánina (nuestra parada anterior) tiene un aire más oriental, donde se aprecian los años de ocupación otomana mucho mejor que en el resto de Grecia. Como curiosidad, el mozo que nos atendió en un restaurante de Metsovo a donde fuimos a cenar nos contó que había un paisano de la ciudad viviendo en Argentina.
La última parada de este intenso roadtrip fue en la llanura de Tesalia, donde están ubicados los famosísimos monasterios de Meteora. La mayoría se construyó alrededor del siglo catorce, cuando los monjes cristianos ortodoxos buscaban escapar de los otomanos que lo conquistaban todo. Por eso no se les ocurrió mejor idea que poner los monasterios en lo alto de unas cumbres de piedra muy altas y escarpadas por la erosión, a donde era muy difícil acceder.
De los veinticuatro monasterios originales solo quedan seis en pie (el resto fueron destruidos en la Segunda Guerra Mundial) y pueden visitarse tras pagar una entrada de tres euros en cada uno. A nosotros nos gustó más el paisaje que los monasterios en sí, aunque tal vez fuera porque estábamos agotados de las caminatas en el parque nacional, y tener que subir y bajar entre 150 y 300 escalones para entrar a cada uno de los claustros no nos hizo mucha gracia.
Si tuviéramos que elegir uno, nos quedaríamos con el Monasterio de la Santísima Trinidad, más que nada por sus hermosos patios internos y las vistas. Además, ahí se filmó parte de Solo para tus ojos, una de las películas del James Bond interpretado por Roger Moore.
Luego de Meteora ya no nos quedaba nada más para visitar antes de regresar a Tesalónica, devolver el auto y tomar el vuelo a casa. Pero, ¿era tan así? Mientras desandábamos los últimos kilómetros, no dejábamos de ver indicaciones al costado de la ruta para llegar a este o aquel yacimiento arqueológico del que nunca habíamos oído antes. El inglés Patrick Leigh Fermor escribió que en Grecia “apenas si hay una roca o un torrente sin una batalla o un mito, un milagro, una anécdota o una superstición”.
Con tanto para ver, un viaje por Grecia podría extenderse para siempre, y aun así, poco conoceríamos de los griegos y su actualidad. Es que más allá del romanticismo y la épica que despiertan obras como La Ilíada y La Odisea, la realidad es que para entender la Grecia de hoy son más relevantes las novelas de Markaris, donde se habla de la crisis económica, de la idiosincrasia de los griegos, de la gastronomía y de lo que piensan de los temas del momento.
Nueve días en Grecia, dos mil quinientos kilómetros recorridos y no nos llevamos nada en claro. Será que, como decía Platón, el conocimiento es una búsqueda constante y nunca puede alcanzarse por completo.