El año que fui librero en Dinamarca – Episodio I

Todo empieza con una idea

Marzo de 2021. Plena pandemia de covid y en Roskilde, Dinamarca, hacía un frío de locos. Paréntesis: Roskilde es una pequeña ciudad del interior de la que ya hablé en algún momento, a la que las circunstancias de la vida nos llevaron a vivir entre 2019 y 2021. Cierro el paréntesis.

Mi amigo Bruno, un brasileño que había conocido en la escuela de danés, me invitó a pasear por el centro para comentarme “una idea” que se le había ocurrido. Soy bastante reticente a estar al aire libre con menos de diez grados, pero la inactividad de la pandemia hacía que cualquier excusa para salir fuera buena. Además, me picaba la curiosidad por “la idea”.

Más allá de la pandemia, Roskilde en invierno es casi una ciudad fantasma. A las cuatro de la tarde no queda nada abierto y la gente se encierra en sus casas a cultivar el hygge. Nos encontramos con Bruno en la plaza principal y nos dedicamos a caminar por una calle peatonal desolada mientras él me explicaba de qué se trataba “la idea”. Resultaba que unos días atrás, en medio de una cena con mixturas argento-brasileñas, yo había comentado que mi sueño era algún día abrir una librería. Eso lo dejó a Bruno pensando, y de ahí que a los pocos días se decidió a llamarme para proponerme “la idea”:

—Abramos una librería-café latinoamericana en Copenhague.

Bruno era chef recibido en París, así que la vertiente gastronómica del proyecto tenía mucho sentido. Yo no era librero, y mi experiencia se reducía a unos pocos meses de empleado en una librería olvidada de Rosario. Pero el entusiasmo primó, los dos estábamos en plena pandemia sin trabajo y había que reconocer que la idea era buena. La cultura latina tiene cierto atractivo en la sociedad danesa, y un lugar bien puesto, emulando las mejores librería-cafés de Sudamérica podría funcionar.

En general, y sobre todo cuando uno es más joven, este tipo de ideas o proyectos suelen quedarse solo en eso. A lo sumo se llega a una cuenta en Instagram con lindos dibujitos y desde la que se puede “comprar” productos que luego el vendedor los consigue a su vez en Amazon, hasta que unos meses después encuentra un trabajo de verdad y todo queda en el olvido. Pero nosotros queríamos hacerlo en serio, aunque el problema, claro, era por dónde empezar.

Recurriendo a la inefable Internet hicimos una lista de pasos a seguir para llevar a la vida aquello que ya evolucionaba de “idea” a “proyecto”. La lista tenía cosas tan variadas como “diseñar un plan de negocios”, “buscar proveedores” y “hacer una investigación de mercado”. Este último ítem era uno de los más importantes, porque de él dependía que el proyecto fuera viable económicamente.

Lo que hicimos fue contactar a gente que tuviera experiencia en el rubro de librerías especializadas en literatura extranjera en Dinamarca. Así llegamos a Casper, de Den franske bogcafe, la única librería de literatura francesa en la capital danesa. Casper fue muy amable pero realista:

—El negocio de los libros es muy duro, y sobrevivir sin ayudas estatales es casi imposible.

Además, nos hizo una sugerencia que empezaría a definir mucho mejor los alcances del “proyecto”:

—¿Por qué, en lugar de vender autores latinoamericanos en danés, no los venden directamente en español? La competencia de libros en danés es demasiado grande y ustedes no van a tener chances contra las librerías grandes pero, al menos hasta donde yo sé, no hay ninguna librería que venda libros en español. Había una hace algunos años, se llamaba raku… rahu…

—¡Rayuela!

—Eso, Rahuela. 

La idea de Casper nos convenció de inmediato. Venderíamos libros latinoamericanos pero solo en español, apelando a la gran comunidad hispanohablante de la ciudad y a los daneses que quieren aprender el idioma para poder pedir un mejor vino en sus vacaciones en Tenerife.

Encontrar datos de la famosa Rayuela resultó más complicado de lo que esperábamos, pero tras algunas búsquedas dimos con Elena, la española que había llevado adelante el negocio durante varios años, hasta su cierre en 2008.

—La verdad es que me iba muy bien. Vendía a clientes individuales y también muchos libros de enseñanza a las escuelas de idiomas. Un invierno llegué a tener cinco empleados a la vez, y además de libros ofrecía dulce de leche, alfajores y yerba. ¡Eso era superventas!

Las palabras de Elena terminaron de convencernos de que estábamos en el buen camino, así que nos pusimos manos a la obra para encontrar un local. Nuestras pretensiones eran complicadas: debía ser pequeño, pero contar con cocina para la parte de la cafetería; bien ubicado; y, lo más difícil de todo, lo suficientemente económico como para ajustarse a nuestro magro presupuesto.

Fue después de visitar un agradable local de jugos naturales cerca de la plaza principal de Copenhague cuando “el proyecto” sufrió una nueva transformación. El alquiler era razonable, pero el depósito de seguridad que nos pedían por el hecho de tener una cocina comercial era veinte veces mayor al valor de un mes. Claramente no teníamos ese dinero, y pedir un préstamo estaba descartado de antemano, ya que queríamos desarrollar el proyecto con la mayor libertad posible. La conclusión fue, entonces, que deberíamos abrir sin la cafetería. La parte gastronómica se vería reducida a vender productos envasados que pudieran importarse de manera sencilla y a una austera máquina de café para preparar algunas bebidas “para llevar”.

Con eso en mente, no nos costó tanto encontrar “el lugar” que combinara nuestras pretensiones: un rectángulo de unos cuarenta metros cuadrados en la planta baja de un edificio, apenas por debajo del nivel de la calle, con dos salas divididas por una puerta, un pequeño espacio de depósito en la parte de atrás y un baño. La sala principal estaba revestida con machimbre, algo que no nos terminaba de convencer, y era bastante oscuro, pero en general estaba bien y nos gustaba la ubicación, en una calle lateral a pocos metros de Vesterbrogade, una de las avenidas comerciales más concurridas de Copenhague.

Los dueños del local eran Nadia y Lars, dos daneses que, por su forma de ser descontracturada y algo caótica, nos remitían más a la personalidad latina que a las frías mentes calculadoras del norte de Europa: muchas preguntas sin responder, cambios de horario a último momento y cierto relajamiento con cuestiones técnicas, entre otras cosas. Pero quizás por esto mismo no pusieron demasiados requisitos para que dos sudamericanos sin trabajo, llegados al país hacía apenas dos años, firmaran un contrato de alquiler de dieciséis meses mínimo para hacerse cargo del local en Kingosgade 3, donde previamente funcionaba un taller de reparación de bicicletas.

En paralelo al alquiler del local también nos dedicábamos a cuestiones más creativas, como conformar la primera lista de libros para tener a la venta y elegir el nombre de la librería. Como nuestro presupuesto era acotado, elaboramos el primer pedido de libros con sumo cuidado, intentando incluir una mezcla de clásicos, best sellers y contemporáneos, con énfasis en la literatura para adultos pero también con algunos títulos para chicos.

El tema del nombre no era menor. Queríamos alguna palabra que remitiera al idioma español, pero que a la vez fuera fácilmente identificable por los daneses. Sabíamos que la segunda palabra sería “boghandel” (librería en danés), pero dudábamos sobre la primera. En esos días de lluvia de ideas surgieron potenciales nombres como “Siesta Boghandel”, “El Aleph Boghandel”, “Borges Boghandel” y algunos otros que ya no recuerdo. Finalmente se impuso “Cervantes Boghandel”, por su universalidad y asociación inmediata con el idioma español. En cuanto al logo, lo hizo una diseñadora brasileña que encontró Bruno, utilizando como elemento principal uno de los molinos del Quijote y una tipografía de estilo medieval.

Lo que siguió fue un nada emocionante proceso de abrir cuentas bancarias, firmar contratos, hacer acuerdos con proveedores, contratar seguros, comprar desde estanterías y un mostrador hasta plantas y sillones de segunda mano, encargar bolsas y señaladores personalizados, registrar el negocio en el sistema impositivo danés y otras innumerables cuestiones que no vale la pena detallar.

Lo más interesante de esta etapa fue conocer a Guillermo, un editor colombiano de literatura hispanoamericana en danés, que se convirtió en nuestro primer proveedor “directo”, es decir que nos consignaba los libros en vez de tener que comprárselos. La primera impresión que tuve de Guillermo, luego de hablar media hora con él por teléfono, fue que era un hombre directo y elocuente.

—No sé si podemos llegar a un acuerdo —me dijo—. Yo a ustedes no los conozco y ya trabajé con un montón de librerías a las que les presté libros y nunca me pagaron.

Una sinceridad que en ese momento nos chocó un poco, pero que con el paso del tiempo aprenderíamos a apreciar. Honra decir que, pese a sus dudas iniciales, los libros de Guillermo fueron los primeros que aparecieron en las estanterías de Cervantes Boghandel.

Para que esta historia no se haga eterna, voy a hacer una elipsis hasta el día de la apertura oficial, un caluroso viernes de verano en Copenhague. Celebramos por todo lo alto, con muchos globos, champagne, distintos bocadillos argentinos y brasileños y, por supuesto, libros, cuya entrega se atrasó y llegaron recién el día anterior a la inauguración. En esa primera tarde pasaron por la librería más de cien personas de distintas nacionalidades, desde amigos y conocidos hasta representantes consulares de algunos países, además de influencers, otros latinos con emprendimientos en Dinamarca y simples curiosos que entraban por el champagne y las empanadas gratis.

Un verdadero éxito, que sirvió a la vez como punto de partida pero también como cierre de esa primera etapa, la que en menos de seis meses transformó aquella idea esbozada en una plaza de Roskilde en una realidad emplazada en el centro de Copenhague.

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