Auckland al palo

Aunque las horas que pasamos en Auckland (la ciudad más grande de Nueva Zelanda pero no la capital) fueron las mismas que en Sydney, la cantidad de cosas que hicimos hizo que pareciera mucho más tiempo. Pero vamos desde el principio.

Apenas nos bajamos del avión nos topamos con una de las cosas que vinimos a buscar a Nueva Zelanda: referencias al Señor de los Anillos. Una estatua de Gimli de tres metros de alto adornaba el hall principal del aeropuerto, justo enfrente de la salida de la zona de migraciones.

La estatua gigante de Gimli en el aeropuerto

Llegamos al hostel cerca de las seis de la tarde, salimos a dar una vuelta y notamos una importante característica de este país: la gente vive con un ritmo de vida muy tranquilo. Pese a que Auckland tiene casi tres millones de habitantes, la mayoría de los negocios abren después de las nueve de la mañana y cierran a las cuatro. Luego de esa hora se ve muy poca gente en la calle.

Al día siguiente empezó la maratón de cosas para hacer. Tomamos un colectivo al centro, donde el primer paso fue conseguir un chip de celular neozelandés, cosa que logramos en la empresa Vodafone. Por veinte dólares mensuales tenemos 500 MB de Internet, 100 minutos libres para hablar en el país y mensajes ilimitados.

De ahí fuimos a un post office (oficina postal) a sacar el IRD, una especie de número de seguridad social que nos piden en los trabajos para inscribirnos en blanco. El trámite resultó bastante rápido: tanto como llenar un formulario y entregarlo (y todo sin gastar un dólar).

El próximo paso era abrir una cuenta bancaria, pero en todos los bancos nos pedían un certificado de dirección que teníamos que solicitar en el hostel, con lo cual volvimos en colectivo a nuestro barrio (unos diez minutos de viaje) por ese papel y abrimos la cuenta en una sucursal cercana del BNZ (Bank of New Zealand). Lo único que nos pidieron fue el pasaporte y copia de la visa working holiday, y en veinte minutos ya teníamos una cuenta gratuita y una tarjeta de débito.

Como al día siguiente teníamos que viajar a Hastings, nuestro destino para buscar el primer trabajo, también queríamos comprar un auto, que por lo que habíamos leído previamente se conseguía muy barato. Lo que hicimos fue escribir en algunos de los grupos de latinos en Nueva Zelanda que hay en Facebook, y mientras tanto volvimos al centro para averiguar en una concesionaria de usados. La cosa es que mientras estábamos yendo una chica nos respondió en Facebook diciendo que tenía un Subaru Legacy 1998 a la venta por 2400 dólares neozelandeses (unos 2100 americanos). El Legacy es un auto largo y espacioso, con un baúl grande, ideal para llevar nuestras enormes valijas. Parecía una buena oferta, pero no teníamos otros precios con los cuales comparar, así que llegamos a la concesionaria, chequeamos que no hubiera otro más barato y decidimos ir a ver el auto de la argentina.

El principal problema era el tiempo. Para comprar el auto necesitábamos firmar unos papeles en algún post office (acá todo se hace en los post offices) y todos cerraban a las cinco de la tarde y ya no abrían hasta el lunes. Recordatorio: era viernes, y en el momento de salir de la concesionaria eran las tres y media.

Muy a contrarreloj, nos tomamos un taxi, creyendo que resultaría más rápido que el colectivo, y le dimos la dirección de donde estaba el auto.

El taxista hizo dos cuadras a buen ritmo, y después se atoró en un embotellamiento que no tenía nada que envidiarle a la Panamericana en hora pico. Tan lento nos movíamos que hasta el propio conductor confesó que a esa hora era mejor tomarse el colectivo. El tema es que ya estábamos arriba de una especie de autopista, con lo cual bajarse no era una opción. Y en este punto hay que resaltar otra cosa que nos llamó mucho la atención de Nueva Zelanda: el calor. Cuando nosotros leíamos en Argentina acerca del país, siempre veíamos bajas temperaturas y mucha lluvia, pero hasta ahora resultó todo lo contrario. La temperatura no es tan alta, pero el sol pega fuerte y no tuvimos ni un día nublado.

Resumiendo: estábamos en el taxi, en el medio de la autopista, con el sol entrando por todos lados y con el tiempo acabándose para firmar los papeles del auto en caso de que decidiéramos comprarlo. La buena noticia fue que, mientras tanto, la argentina dueña del Subaru averiguó que el post office de su barrio cerraba a las cinco y media. Entre nosotros nos miramos y dijimos “no podemos demorar tanto”.

Sí podíamos.

Una hora y media después llegamos a la casa de la chica, que quedaba a unos ocho kilómetros de donde estábamos. El viaje nos costó cien dólares, los cuales para que no nos dolieran tanto hicimos de cuenta que eran parte del valor del vehículo que íbamos a comprar. Porque después de una hora y media de viaje, bajo un sol infernal y habiendo pagado esa fortuna por un taxi, el Subaru tenía que estar muy destruido para que no lo compráramos.

Por suerte, el auto parecía estar en buenas condiciones, así que nos decidimos a comprarlo. Fuimos con la dueña hasta el post office, donde después de llenar otro formulario y pagar nueve dólares nos convertimos en los flamantes dueños del Legacy. Es increíble la poca burocracia que hay en este país.

El Subaru Legacy: Galadriel

La siguiente dificultad era manejar el vehículo, ya que a sus considerables dimensiones había que sumarle el detalle de que en Nueva Zelanda el volante está del lado derecho y se circula por el lado izquierdo, al revés que en la Argentina. Así que, sumamente atentos, íbamos viendo para dónde había que doblar y de dónde venían los otros vehículos. Para alertarnos en caso de que nos estuviéramos acercando demasiado al cordón, establecimos la clave de decir “dimensiones” (en relación al tamaño del auto). Como supondrán, fueron muchas “dimensiones” en esas primeras horas.

Al día siguiente, sábado a la mañana, nos subimos a Galadriel, como cariñosamente denominamos a nuestro auto (porque es blanco, como la elfa poderosa del Señor de los Anillos), y emprendimos el viaje a Hastings, donde estamos actualmente. Pero ese es otro capítulo de esta historia.

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