Cierto día estaba dentro de un tren esperando que arranque, en la estación central de Copenhague, cuando sonó un aviso por los altavoces. Alguien, quizás el chofer, dio un breve discurso en danés, tras el cual la mitad de los pasajeros se bajó y la otra mitad se quedó arriba. Yo no sabía qué hacer. Sí, por supuesto que podía preguntarle a cualquiera en inglés qué estaba pasando, pero confieso que mi ignorancia me dio un poco de vergüenza. Fue entonces cuando tuve una epifanía: había llegado el momento de aprender danés.
No es que saber danés sea estrictamente necesario para vivir en Dinamarca. Casi un 90% de los daneses habla muy buen inglés, gracias a un aprendizaje intensivo durante todo el período escolar. Además, muchos cajeros automáticos, páginas web del Estado, máquinas que cobran en el supermercado y expendedoras de pasajes de tren, entre otras cosas, ofrecen versiones en inglés. Hay gente que vive años en Dinamarca sin saber más de tres palabras en el idioma local.
Pero eso no es para mí. No puedo evitar incomodarme cuando alguien, sin conocerme o en la calle, se me acerca y me dice algo en danés. O cuando estoy en un tren que no arranca y no entiendo la información. O cuando el cajero del supermercado me pregunta algo y yo no sé si me está ofreciendo el ticket, una bolsa o donar mis órganos al mercado negro.
Otra de las razones que muchos esgrimen para no estudiar el idioma es que es difícil, y a los propios daneses les gusta alardear de eso. Pero ninguna lista de Internet que se precie lo incluye en la categoría de los más complicados, donde sí entran otros como chino, árabe, japonés, húngaro, finés, islandés y alguno más. Y una justificación extra para nunca aprender danés es que solo sirve en Dinamarca, un país que apenas tiene seis millones de habitantes. Bueno, también sirve en Groenlandia y las Islas Feroe, y quizás sea posible hacerse entender en Suecia y Noruega, pero nada más.
Volviendo a mi revelación en las vías férreas, estaba en que decidí estudiar el idioma. Encontré un lugar en Roskilde donde lo enseñaban, y me citaron a los pocos días para una entrevista. Ahí comprobaron mi nivel de danés (inexistente) e indagaron sobre mi formación previa en otros campos de estudio. Esa parte es necesaria porque los cursos de danés se dividen en tres niveles de aprendizaje, según cuál sea tu idioma nativo, si sabés inglés, si fuiste a la universidad, si estudiaste algún otro idioma antes, cuánto tiempo libre tenés, etcétera. El nivel uno, por ejemplo, es para gente que solo habla su propio idioma (y no es inglés) y nunca cursó estudios terciarios; el dos es para gente que quizás sí estudió algo pero no maneja bien el inglés, o no tiene mucha idea de gramática; y el tres para los que saben inglés, fueron a la universidad o tienen experiencia estudiando idiomas. Pasando en limpio: todos van a aprender danés, pero la diferencia es con qué método y qué tan rápido lo va a hacer cada uno.
Otro punto interesante del caso es que el Estado, en pos de incentivar la integración de los extranjeros, subsidia una gran parte de la cuota de la escuela de danés. Casi un sesenta por ciento sale del bolsillo de los contribuyentes, y esa suma se eleva al cien por ciento si el o la que estudia está casado con un danés o una danesa.
Mi primer día de clases entré con mucha timidez en un salón donde ya había tres o cuatro personas más. Una mujer de cabello oscuro, ojos celestes y mirada gélida se dirigió a mí apenas llegué:
—Hvad hedder du?
—Esteee, sí, bueno, no hablo danés —dije en un imperfecto inglés—. Esta es la clase de principiantes, ¿no?
—Hvad hedder du? —repitió la mujer, con mayor insistencia.
—Claro, eso, que no entiendo. Porque…
—HVAD HEDDER DU? HVOR KOMMER DU FRA? HVOR GAMMEL ER DU?
Cuando estaba a punto de salir corriendo, una simpática filipina que estaba sentada en primera fila me explicó que me estaba preguntando mi nombre, mi edad y de qué país era.
Superado ese primer trance, la interrogadora (que se llamaba Melihat y resultó ser la profesora) empezó a escribir una serie de palabras ininteligibles en una especie de televisor gigante, que en realidad era un pizarrón digital. Es decir, funcionaba con todos los atributos de una computadora, pero se podía escribir y borrar en él con un fibrón especial y hasta con el dedo. Una maravilla.
El grupo se completaba con una lituana, una china, una estadounidense y la amable filipina. Las dos últimas eran lo que Melihat llamaba “esposas”; extranjeras casadas con daneses, que están obligadas a estudiar el idioma y a pasar exámenes oficiales, caso contrario no se pueden quedar en el país. Cada vez que una nueva alumna empezaba en la clase una de las primeras preguntas de la profesora era:
—¿También vos sos una esposa?
Melihat, además, estaba obsesionada con las diferencias culturales (“yo sé que en otros países se bañan a la noche, pero en Dinamarca nos bañamos a la mañana. Es otra cultura”) y con nuestra pronunciación. Podíamos pasar largos minutos buscando la manera correcta de decir una palabra.
—Jeg laver mad… —decía yo.
—Mad —corregía ella.
—¿Qué?
—Jeg laver MAD.
—Jeg laver mad.
—MAD.
—Mad.
—Aaaa.
—Aaaa.
Nunca nos poníamos de acuerdo.
Un día a la semana teníamos otro profesor, llamado Jonas. Era un danés que parecía joven, mucho más paciente que Melihat y algo tímido. La primera clase con él, como ya no sabía qué más hacer, se le ocurrió llevarnos a la biblioteca de la escuela para “charlar” con los voluntarios. Los voluntarios son un grupo de jubilados que de tan aburridos, y probablemente por no tener a nadie en casa que todavía quiera escucharlos, van unas horas por día a la escuela de danés y se prestan para hablar con cualquier alumno que quiera practicar.
Pero era nuestra primera semana de clase. Apenas sabíamos decir nuestros nombres y de qué país éramos. “Charlar” en ese contexto era una misión imposible. Y aun así pasé diez minutos con una paciente anciana, que perdió precioso tiempo de vida explicándome cómo decir mi edad y en qué calle vivía.
Los días fueron pasando y la cosa fue mejorando. Al poco tiempo pude hacer una muy breve presentación delante de mis vecinos daneses, y unas cuantas semanas después me animé a usar la máquina del supermercado en danés en lugar de inglés. Todo un logro. Todavía no puedo “hablar” realmente con nadie, y estoy muy lejos de entender lo que dicen por los altoparlantes del tren, pero al menos siento que voy encaminado. Jeg taler lidt dansk nu*.
* Yo hablo un poco de danés ahora.
El aprender siempre es positivo