Llevamos casi dos semanas atravesando Rusia, descubriendo su historia reciente y antigua, conociendo sus lugares más famosos y otros que no lo son tanto y en la medida de lo posible interactuando con los rusos, más no sea a través de lenguaje de señas. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿es palpable a primera vista que hace menos de 30 años este era el gigante estado comunista, la amenaza roja del este, la pesadilla de todo estadounidense de clase media?
Relativamente, no. Es cierto que todavía se conservan los edificios característicos de la época soviética, que hay estatuas de Lenin y otros próceres socialistas y que muchas calles llevan los nombres de líderes revolucionarios, pero poco más. No apreciamos algo que nos hiciera sentir que este lugar sea algo muy diferente de otros en los que hemos estado. Y no lo digo en un sentido negativo ni positivo, ya que no sé demasiado sobre la Unión Soviética como para emitir un juicio de valor, apenas una apreciación desde mi punto de vista.
La revolución cubana presente
Piotr, un ruso de 32 años que conocimos en Khuzhir, se sorprendió mucho cuando le contamos cuánto significaba para los militantes de la izquierda argentina la URSS como símbolo y modelo a seguir. Para él, Rusia no tenía nada que ver con el comunismo, y en todo caso señalaba a China como la referencia de ese sistema político.
—Tengo algunos recuerdos de la caída de la Union Soviética —nos contó—, especialmente de que mi familia perdió todo nuestro dinero debido a la devaluación.
En materia económica, hoy Rusia no parece un país demasiado diferente de otros, incluso de Argentina. Según Piotr, el salario promedio ronda los 30 mil rublos (390 USD), de los cuales más de la mitad se van en pagar un alquiler.
—Apenas alcanza para sobrevivir, es imposible ahorrar —sentenció.
Pasando a temas más mundanos, salió la típica charla sobre qué conocía de Argentina, y la respuesta nos dejó boquiabiertos. Ni Messi ni Maradona, ¡Natalia Oreiro! Si, ya sé que uruguaya, pero en Rusia la asocian con la novela argentina Muñeca Brava, la cual aparentemente fue todo un suceso por estos lares. Epico fue el momento en el que Piotr y su novia polaca empezaron a cantar a coro y en español:
—Cambio dolooor, por libertaaadd…
¿En qué estábamos? Ah sí, la herencia soviética. Nuestro próximo destino, Ekaterimburgo, tenía mucho que aportar al respecto, pero primero había que llegar. Desde Irkutsk son 55 horas de tren atravesando tres husos horarios diferentes. Se nos hizo un poco largo, en primer lugar porque ya había pasado la novedad de subirse al Transiberiano, y en segundo lugar porque nuestros vecinos en el vagón de tercera clase eran poco dados a la charla, incluso entre ellos.
El capitalismo llegó a Rusia en forma del ratón Mickey
Ekaterimburgo
Al tener casi tres días previos de experiencia estábamos más cancheros sobre la vida en las vías. Nos despertábamos cerca de las ocho, desayunábamos café o té con galletitas, nos lavábamos los dientes en alguno de los dos baños que tenía el vagón, dedicábamos el tiempo libre (o sea casi todo) a leer, escribir, mirar películas, comer, dormir y bajábamos a estirar las piernas y comprar comida en aquellas paradas de al menos quince minutos. Después de tomar un poco de aire fresco bajo cero volvíamos al agradable tufo del tren consolidado por cincuenta personas que convivían en quince metros cuadrados sin bañarse durante más de sesenta horas. Tras sobrevivir a esa experiencia llegamos a Ekaterimburgo, la última ciudad de la Rusia asiática y al mismo tiempo de Siberia. Más allá se extienden los Montes Urales y, tras ellos, Europa.
La ciudad no estaba nada mal, con sus anchos bulevares, sus edificios de predominancia zarista y un puñado de monumentos de los más extraños del mundo. Nos topamos, por ejemplo, con una estatua en homenaje al hombre invisible de H.G. Wells que, claro, al tratarse del hombre invisible sólo era un cuadrado de hormigón en el piso con forma de dos huellas. También vimos el monumento al teclado (?), a los Beatles (??) y al rallador (????). Curioso.
El monumento al teclado estaba cubierto de nieve. Pudimos rescatar esto…
Pero Ekaterimburgo está relacionada con asuntos más serios. Es el lugar donde los bolcheviques ejecutaron al último zar de Rusia, Nicolas II, junto con toda su familia, los Romanov. Después de fusilarlos llevaron los cuerpos a una mina cercana donde los enterraron en secreto para evitar que los nostálgicos del zarismo los convirtieran en mártires. Aunque la idea funcionó en el momento, tres cuartos de siglo después pasó exactamente lo que el gobierno comunista no quería: fueron hallados los cadáveres y donde estaba la mina abandonada construyeron Ganina Yama, un impresionante complejo de templos y monasterios en honor al zar y los suyos.
Ganina Yama
Las hijas del zar, incluida la famosa Anastasia
A este lugar fuimos en nuestro primer día en la ciudad, para asombrarnos con esa gran contradicción rusa. ¿A qué me refiero? Vamos por partes. Está claro que fusilar a alguien sin juicio previo, por más enemigo o hijo de mala madre que sea, no está bien. Se agrava el caso si consideramos que en la balacera estuvo incluida toda la familia y no sólo el zar. Pero también hay otros matices en el asunto. Nicolás II, apodado Nicolás el Sanguinario, no sólo sumergió a Rusia en la miseria más absoluta, sino que también fue el responsable directo de la muerte de miles de compatriotas, como por ejemplo en la desastrosa guerra contra Japón de 1905, la represión indiscriminada de trabajadores en el “domingo sangriento” y la estampida humana provocada por la policía durante la asunción del zar. Ahora bien, incluso con todos estos condimentos no es de extrañarse que el ex zar mantenga ciertos fieles y que esos fieles, muchos de ellos miembros de la Iglesia Ortodoxa Rusa, presionen para que se le rinda cierto homenaje.
¿Entonces? El tema es que no le hicieron “cierto homenaje”, sino que construyeron siete templos (uno por cada miembro de los Romanov asesinados) lujosamente adornados y con pinturas conmemorativas de la ex familia real vestidos como si fueran santos. Incluso la Iglesia Ortodoxa pidió la canonización de Nicolas II. Y todo esto en el mismo país que tiene una estatua de Lenin, el enemigo público número uno del zarismo y de la iglesia, en cada esquina. Y por si fuera poco en una ciudad (Ekaterimburgo), que es la capital del Oblast (provincia) de Sverdlovsk, llamada de esta manera en homenaje a un importante líder soviético que (lean atentamente) ¡ordenó el asesinato de los Romanov!
Así que el bueno de Nicolás tiene su monasterio en la provincia del que lo mandó a matar. Pero no sólo eso, también construyeron una importante iglesia en el lugar donde estaba la casa en la que lo fusilaron, con imágenes donde el último zar aparece al lado de Jesucristo, y su figura es una más de las que aparecen en las mamushkas, esos souvenirs típicos rusos en forma de muñecas que en su interior albergan otras muñecas, junto a otros “amigos” como Lenin y Stalin. Evidentemente Rusia es un lugar extraño.
Iglesia construida en el lugar donde estaba la casa en que fusilaron al último zar de Rusia
Ekaterimburgo fue también la primera de las ciudades rusas que conocimos en ser sede del próximo mundial de fútbol Rusia 2018. Hasta entonces no habíamos visto nada relacionado a tan importante evento, y tras una breve búsqueda en internet para averiguar dónde se iban a disputar los partidos entendimos por qué: todas las sedes, a excepción justamente de Ekaterimburgo, se encuentran en el lado europeo del país. Como en muchas otras cosas, los siberianos tampoco fueron incluidos en la agenda nacional para la organización de la Copa del Mundo. Tampoco es que en Ekaterimburgo se espera el torneo con gran entusiasmo. No vimos ni una sola mención a la Copa en la calle, y si bien el estadio que será sede está en pleno proceso de renovación no incluye ninguna referencia al evento de la FIFA.
Llegado el momento de dejar la ciudad nos invadió cierta nostalgia, porque estrictamente hablando allí terminaba el Transiberiano para nosotros. Si bien aún no habíamos llegado a Moscú, nos desviamos del ramal principal para visitar Kazán, con lo cual el mítico recorrido llegó a su fin en los papeles.
Esta elección valió la pena, porque Kazán resultó ser una de las ciudades más bonitas de Rusia de las que conocimos hasta el momento. Al pasear por sus calles queda claro que pertenece a la parte europea del país, con sus amplios bulevares, calles adoquinadas y edificios renacentistas. Además, su Kremlin compite mano a mano con el de Moscú en belleza. ¿Y qué es el Kremlin? Son fortalezas típicas rusas que antiguamente resguardaban los edificios más importantes en cada ciudad, como el palacio de gobierno, el templo religioso y otros. En particular, en el Kremlin de Kazán la mezquita Qol-Särif se lleva todos los flashes.
Kremlin de Kazán
Mezquita Qol-Särif
Kazán
Kazán alberga también un lugar por demás curioso, el Templo de todas las religiones, un complejo compuesto de varios edificios con distintos tipos de arquitectura religiosa, incluyendo el catolicismo, el judaísmo y el islam, entre muchos otros. En sí no se trata de un templo activo, sino de un proyecto personal del artista local Ildar Khanov, pero la idea original resulta interesante y además la estructura es muy llamativa por sus formas y colores.
Templo de todas las religiones
9289 kilómetros y catorce días después llegamos a Moscú. Nuestro periplo ruso todavía no estaba terminado pero sin lugar a dudas la aventura de cruzar Siberia en tren había llegado definitivamente a su fin. Sabía poco y nada de Rusia antes de venir, y creo que ahora tengo más dudas que antes. Por caso, ¿cómo hizo un país tan inmenso, con localidades tan aisladas, para coordinar la que fue sin dudas la revolución social más grande de la historia hace casi cien años atrás? Un misterio total, como los rusos. Tal cual escribió Marc Morte en su Guía del Transiberiano: “Rusia es… Rusia. No puede ser definida de ninguna otra manera”.