Cansados de que nos paguen por producción y no por hora, decidimos dejar el trabajo con las blueberries y trasladarnos hacia tierras más fértiles (no literalmente). El destino elegido fue Christchurch, la segunda ciudad más grande de Nueva Zelanda y corazón de la isla sur, la cual todos los working holidays que nos cruzábamos nos la recomendaban como la meca del trabajo en este país.
Así que compramos los pasajes de avión para cruzar el charco de una isla a otra y aterrizamos en la ciudad de nombre más difícil de las que hemos visitado hasta ahora. Tiene unos cuatrocientos mil habitantes, pero como casi no hay edificios se extiende territorialmente a lo largo de muchos kilómetros, con lo cual moverse de un lugar a otro lleva bastante tiempo.
Además, Christchurch es famosa por dos grandes terremotos que ocurrieron en el 2011 y que causaron bastantes daños estructurales. El centro es donde más se aprecian los daños, ya que hay cuadras enteras vacías debido a los edificios que fueron demolidos. El punto positivo de todo esto es que, al necesitarse tantos arreglos, el trabajo en construcción sobra y prácticamente no piden experiencia.
Las leyendas de las oportunidades laborales empezaron a confirmarse cuando, en el preciso momento en que nos estábamos subiendo al avión, me llegó un mensaje de un hombre ofreciéndome trabajo, en respuesta a alguno de los currículum que había enviado previamente por Internet. Así que el viernes, primer día en la ciudad, ya tenía empleo. El milagro de Christchurch se confirmaba.
No todo en Christchurch son ruinas
A Ro le costó un poco más de tiempo, pero no demasiado: unos cuatro días. Ella está trabajando para una empresa de limpieza que se encarga de casas a estrenar y yo estoy pintando la casa de Brian, una especie de changa que dura dos semanas, pero por la cual me paga bastante bien.
La primera semana alquilamos una habitación en la casa de Kevin, un tipo bastante denso, de esos que les gusta colgarse media hora contando anécdotas interminables imposibles de seguir. Además, compartíamos la casa con dos chinas con working holiday y un taiwanés nacionalizado neozelandés, que trabajaba arreglando aires acondicionados.
De ese lugar nos llevamos una anécdota que con el tiempo quizás se transforme en graciosa, pero que por el momento todavía la lloramos. Resulta que nuestro auto tiene la cerradura del lado del conductor rota, con lo cual para cerrarlo hay que bajarse, entrar por el otro lado, trabar la puerta desde adentro y salir por el lado del acompañante. La cosa es que un día, después de volver del trabajo, me bajé del auto, hice las maniobras para cerrar, y cuando estaba por entrar a la casa me di cuenta del detalle: había dejado las llaves adentro.
A las puteadas, me puse a tratar de pasar un alambre por la ventana para destrabar la puerta, pero luego de intentarlo durante casi una hora en la oscuridad (eran cerca de las nueve de la noche) tuve que desistir y tomar la irremediable decisión de llamar a un cerrajero. La jodita me terminó costando 120 dólares, así que ya saben, si vienen a Nueva Zelanda no se olviden las llaves adentro del auto (?).
Volviendo a la casa de Kevin, hay que decir que estaba bastante venida a menos. Los yuyos crecían por los cuatro costados, la cocina no era muy limpia y había cuatro autos abandonados en el patio. Por estas simples razones nos pusimos en campaña para conseguir otro lugar donde vivir. Buscando y buscando llegamos a la enorme casa de Jane, cercana al centro de la ciudad, que tiene como siete habitaciones. Ese es el lugar donde estamos viviendo actualmente, y lo compartimos con varios argentinos, algunos chilenos, un par de indios (de la India, no aborígenes, je), un brasilero, un uruguayo y vaya a saber quiénes más. Somos tantos y con tan diversos horarios que todavía no los conocimos a todos. Lo positivo es que hay como cuatro baños y tres heladeras, por lo que estamos bastante cómodos y no es muy diferente a compartir la casa con menos gente.
Cartelito en la cocina que te pide amablemente que laves las cosas
La ciudad en sí es bastante linda y tranquila. Pese a la cantidad de edificios derrumbados y cuadras desoladas que se ven (especialmente en el centro), el resto de Christchurch es muy agradable y bien diseñado. Está lleno de avenidas, parques con muchas flores y numerosas paredes con grafitis de lo más extraños. Una de las curiosidades con la que nos encontramos fue el mural de “Smile for Christchurch” (sonríe por Christchurch), una pared pintada con un mapa de Nueva Zelanda y fotos de un montón de gente sonriendo en distintos lugares del país. Esto fue idea de un taiwanés que, al ver la ciudad tras los terremotos, se le ocurrió sacarle fotos a la gente sonriendo para enviarle energía positiva a la castigada Christchurch y hacerle saber a sus habitantes que personas de otros lugares los apoyaban.
Veremos lo que nos depara el destino en este curioso destino de la isla sur. Por lo pronto, se agradece el ingreso estable y la posibilidad de vivir en un lugar con más de diez mil habitantes. Bienvenidos a Christchurch.
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