Después de casi dos meses recorriendo la ex Yugoslavia me invade cierta nostalgia. No solo porque se acaba otro viaje y se deja atrás una serie de destinos hermosos, donde hemos pasado unos buenos momentos, sino también por el hecho de haber contemplado las consecuencias para la región de haber formado parte de algo más grande, que hoy ya no existe.
Es difícil trazar el recorrido histórico de Yugoslavia. Podríamos situar sus comienzos en 1918, con el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, que abarcaba más o menos Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro, Macedonia del Norte y la mayor parte de Croacia y Eslovenia. El origen también podría ser en 1929, con la formación del Reino de Yugoslavia en el mismo territorio. Y por qué no en 1945, con la fundación de la República Federal Popular de Yugoslavia, gobernada por el Mariscal Josip Broz Tito, abarcando ya por completo todos los Estados mencionados. En cualquier caso, el nombre lo decía todo: Yugoslavia significa “tierra de los eslavos del sur”, expresión compuesta de dos palabras del idioma serbio: yug (“sur”) y slavija (“tierra de eslavos”).
La república socialista de 1945 es probablemente la que más ha quedado asociada al nombre de Yugoslavia. Un estado plurinacional compuesto por seis repúblicas (Bosnia y Herzegovina, Serbia, Croacia, Eslovenia, Macedonia y Montenegro) y dos provincias autónomas (Vojvodina y Kosovo), integradas dentro de Serbia.
Aunque ubicada del lado comunista de la “cortina de hierro”, Yugoslavia era un lugar muy distinto de algunos de sus vecinos ideológicos. Sus ciudadanos tenían un buen estándar de vida, un excelente sistema educativo y podían viajar al exterior. Todas las comunidades compartían los mismos derechos, todas las lenguas tenían carácter de oficial (serbocroata, macedonio y esloveno, además del albanés y el húngaro como idiomas cooficiales) y existía un autentico sentido de pertenencia: por sobre todas las cosas, se sentían yugoslavos.
A propósito de esto, el escritor bosnio-croata Igor Štiks dejó una interesante reflexión en el libro Si un árbol cae, de Isabel Núñez: “Yo no sabía nada de lo étnico. Solo después, cuando todos adoptamos aquel vocabulario nacionalista, descubrimos que uno era de esta etnia y el otro, de otra. Me gustaría preservar la noción de que se puede vivir sin saber, sin preguntar qué origen tiene cada uno. Todos éramos ciudadanos de la antigua Yugoslavia, y eso era lo más importante”.
Treinta años después de comenzada su desmembración, el fantasma de Yugoslavia todavía sigue vigente. En una encuesta reciente, la mayoría de los habitantes de los ex Estados yugoslavos afirmó que la separación fue más negativa que positiva. En lugares como Serbia y Bosnia los porcentajes superaron el 75%, y solo en Croacia y Kosovo se impuso la idea de que escindirse de Yugoslavia fue algo bueno.
Por supuesto, existió cierta represión, sobre todo en los inicios, para asegurar la estabilidad de la república. Muchos opositores fueron encarcelados y muchas voces nacionalistas acalladas en pos del bien común. Estos aspectos negativos son los que más buscan exacerbar hoy en día los países de la zona, como una forma de defender sus declaraciones de independencia. Independencias que, por otra parte, en la mayoría de los casos se han conseguido de manera dramática. Hubo guerra en cuatro de las regiones que se escindieron (Eslovenia, Croacia, Bosnia y Kosovo), y Serbia y Montenegro sufrieron bombardeos de la OTAN en represalia. Hasta Macedonia del Norte no se libró de algunas escaramuzas con los guerrilleros del UCK, en 2001.
La cuestión de fondo radicaba en que cada país reclamaba como propios los territorios donde vivía un número considerable de sus ciudadanos, aun cuando estos territorios formaran parte de otras repúblicas. Así, por ejemplo, Serbia y Croacia aspiraban a incorporar grandes porciones de Bosnia, Serbia hacía lo propio con las regiones croatas de Eslavonia y Krajina, Albania reclamaba Kosovo y zonas de Macedonia del Norte y Montenegro, y así con muchos otros casos.
Pero no solo se trata de límites territoriales. La búsqueda de la identidad es una constante aún hoy en todos estos países, que intentan desesperadamente redefinir un pasado y una cultura propios que nada tenga que ver con sus vecinos. Una cuestión demasiado difícil de cristalizar. Un pequeño ejemplo: hace algunos años hubo cierto escándalo en Croacia cuando la cantante Severina Vuckovic compitió en el popular concurso musical Eurovisión con una canción llamada Moja štikla. La polémica derivaba de que, para algunos croatas, ese tipo de música era serbia y el baile era turco. ¿Pero cómo definir los límites de una auténtica “música croata”, si el Estado como tal nació apenas en 1991?
El origen de los próceres es otro aspecto que levanta polvareda. En una región donde la nacionalidad no viene dada por el lugar de nacimiento, sino que es cultural y familiar, los debates sobre la verdadera identidad de los ex yugoslavos ilustres todavía están muy vigentes. Tomemos por caso al escritor Ivo Andrić. Técnicamente, para mí, sería bosnio, porque ahí nació, pero los serbios lo reclaman como propio, porque vivió gran parte de su vida en Belgrado y parece estar comprobado que en esa ciudad escribió Un puente sobre el Drina y otras de sus novelas más importantes. Y hasta algunos croatas afirman que Andrić era croata, porque sus padres lo eran.
Casos como ese abundan. La Madre Teresa nació y se crió en Macedonia del Norte, pero siempre se la consideró albanesa por descendencia familiar, aunque nunca vivió en Albania. Es más, sus padres en realidad eran de Kosovo, por lo que en todo caso sería más correcto decir que su nacionalidad era kosovar (o serbia).
El cineasta Emir Kusturica, en tanto, nació en Bosnia de padres musulmanes, pero se afirma como un ferviente serbio ortodoxo. ¿Y qué pasa con el inventor Nikola Tesla? Nació en Croacia, cuando pertenecía al Imperio Austríaco, pero se lo reconoce serbio por sus padres. Para terminar de complicar la cuestión, en 1891 se nacionalizó estadounidense. La identidad en los Balcanes es un tema complejo y está lejos de asentarse.
Como escribí en una nota anterior, después de recorrer la región me queda la sensación de que cuando estos países estaban unidos tenían algo que decir en el ámbito mundial, a nivel militar, político, económico y deportivo. Una influencia que hoy se ha perdido, por razones que no alcanzo a comprender, pero que me obligo a respetar. Un pueblo que se siente oprimido siempre merece ser escuchado. Será cuestión de tiempo para ver a dónde los llevan estos caminos que han elegido por separado. Eslovenia y Croacia no parecen estar haciéndolo tan mal, y Serbia va mejorando. Al resto todavía le falta.
Yugoslavia no es más que un recuerdo, que sobrevive como un ideal en la memoria colectiva. La remembranza de una época feliz, con menos preocupaciones y menos odio, casi como la niñez. Una época que ya no volverá, pero cuya huella, pese al empeño de algunos chauvinistas, todavía tardará bastante en ser borrada.