Viajar por Dinamarca es una cosa extraña. La mayoría prefiere tomar sus coronas danesas y llevárselas a un destino donde rindan más (es decir, el 95% del mundo), donde el clima resulte más agradable y donde hayan atracciones más famosas por conocer.
No solo los extranjeros piensan así, muchos daneses también. Cuando les toca hablar de su país, lo que más resaltan es su estabilidad económica, su tranquilidad, la amabilidad de su gente y cierto tipo de cultura esnob. Nunca mencionan nada que tenga que ver con la naturaleza. En una revista turística danesa encontré este párrafo esclarecedor: “Las cosas por las que Dinamarca es más conocida son un arte y un diseño innovador, una arquitectura deslumbrante y una escena culinaria variada, que incluye desde mercados callejeros hasta restaurantes de alta cocina”.
Creo que detrás de este desinterés danés por su naturaleza se esconde cierta vergüenza. A ellos les gusta estar a la vanguardia o no estar en absoluto. Por eso, a menudo son los primeros en burlarse de sus propios paisajes, haciendo un abuso de las hipérboles. Así, por ejemplo, a las colinas de la isla de Fyn las llaman “los Alpes de Fyn”, las playas de la costa oeste son “el Hawái frío” y Aalborg es “la París del norte”.
Cuando le comenté a una danesa que este verano iba a conocer Skagen, se limitó a decirme que “es un lindo pueblo”. Un calificativo que no le hace honor en absoluto, ya que allí chocan literalmente dos mares, provocando un fenómeno pocas veces visto. Otro ejemplo: en Ærø, una isla a cuatro horas de Copenhague, nos encontramos por casualidad con Michael, un danés cincuentón que conozco del trabajo. Nos dijo que era la primera vez que visitaba la isla, y que ni siquiera conocía otros lugares tan nombrados en su país como Samsø o Ribe.
El complejo de inferioridad es entendible, con una maravilla como Noruega cerca, y lugares como Italia, España y Grecia tan a mano. Pero el coronavirus complicó las cosas este verano, y fue la excusa perfecta para que muchos, nosotros incluidos, se lanzaran a descubrir qué había para conocer en Dinamarca.
Una ciudad para conocerlas a todas
Copenhague se queda con la mayor parte del turismo interno y externo en el país. Sin ser una maravilla, es una ciudad agradable, tiene ese aire de cuento de hadas gracias al Tivoli y a la mística de Hans Christian Andersen, y al resto de los escandinavos les gusta porque consiguen alcohol “barato” (pensemos en gente que viene de Islandia o Noruega).
Lo que sucede en Dinamarca es que, una vez que se conoció una ciudad, se puede decir que se las conoció a todas. Las ciudades danesas están hechas a imagen y semejanza. Construcciones bajas, tejas rojas, ladrillos a la vista, mucho verde, flores, calles de piedra en el casco antiguo, una o dos peatonales, la torre de la iglesia que sobresale del conjunto, un puerto enorme que sabotea la vista al mar. Desde Copenhague hasta Aarhus, pasando por Esbjerg, Odense, Aalborg y otras, las ciudades de Dinamarca siguen este patrón.
Por eso, aunque nuestra recorrida comenzó por la mencionada Aalborg, la cuestión se pondría más interesante después, cuando nos aventuráramos a la naturaleza.
Mar y arena
Skagen es la localidad más al norte de Dinamarca. Todavía es más sureña que otras como Estocolmo, Oslo y San Petersburgo, pero está bastante arriba en el mapa. Tiene una parte antigua y otra más nueva, donde, según me contaron algunos daneses, viven las personas más ricas del país. A pesar de ser pequeña, cumple con los requisitos antes mencionados: calles empedradas, una peatonal, un puerto desmesuradamente grande, iglesia. Lo distintivo en el caso de Skagen pasa por el amarillo con el que pintan todas las viviendas, que contrasta con el rojo de las tejas.
Sin embargo, el fuerte del pueblo no es el pueblo en sí. A pocos kilómetros de ahí está Grenen, una playa donde se encuentran el mar del Norte y el mar Báltico. Y se encuentran de forma literal. Cada uno manda sus olas en dirección al otro, produciendo un choque de agua que se eleva por los aires con una fuerza descomunal. El curioso fenómeno también creó un banco de arena que divide los dos mares, y por el cual se puede caminar algunos metros internándose en el océano, al estilo de Moisés.
Un espectáculo increíble, poco promocionado en las grandes ciudades danesas y con una pobrísima infraestructura. Para llegar a la playa hay que subirse a una especie de colectivo viejo arrastrado por un tractor sobre la arena, y que solo acepta efectivo como medio de pago (una rareza para un país que pretende erradicar los billetes en un futuro cercano). Una vez ahí no hay nada; ni plataforma de observación, ni pasarelas, ni confiterías con enormes ventanales. Solo los dos mares, la arena y un viento eterno que nunca se detiene. Auténtico, sin dudas, pero llamativamente sin explotar.
No muy lejos de Grenen, la arena es también protagonista de otro lugar alejado del universo turístico. Råbjerg Mile es un paisaje de dunas junto al mar, que ocupa unos dos kilómetros cuadrados y llega a los cuarenta metros de altura. La migración de arena es un problema endémico de la zona, que en el pasado obligó a mover pueblos y a abandonar iglesias sepultadas.
Råbjerg Mile tampoco destaca por su accesibilidad. El transporte público más cercano queda a cuarenta minutos de caminata, por un bosque sobre terreno ondulado donde hay unos cuantos búnkeres abandonados de la Guerra Fría. Ya en el sitio la vista es imponente. Arena y más arena hasta donde llega la vista, sin rastros de la mano del hombre por ningún lado.
El árbol que tapa el bosque
Siguiendo con mi cruzada personal, las ciudades danesas (por no decir Copenhague) son el árbol de esta metáfora. Con sus restaurantes de estrellas Michelin (¿qué es eso? ¿comen neumáticos?), sus museos de arte y sus canales artificiales rodeados de cemento, opacan una naturaleza que, sin ser impresionante, es muy respetable y bien vale una recorrida.
La isla de Fyn, un lugar de paso apenas reconocido por ser el lugar de nacimiento de Hans Christian Andersen, alberga unos bosques y praderas que nada tienen que envidiarle a paisajes similares en Escocia o Irlanda. Svanninge Bakker es uno de los mejores ejemplos; un conjunto de colinas donde los árboles son más bien nuevos, ya que en su origen el lugar estaba cubierto de arena, y a principios del siglo veinte plantaron grandes áreas para detenerla, debido a que amenazaba las poblaciones cercanas.
Casi enfrente, Ærø, una de las 443 islas que posee Dinamarca, exhibe también hermosas colinas rodeadas por el mar. Es un paisaje ondulado con pequeños pueblos, granjas y casas de trescientos años. Como a la isla solo se puede llegar en ferry, la circulación de autos es muy baja, con lo cual es un sitio ideal para andar en bicicleta. Así que decidimos emular a Lance Armstrong (sin el doping) por un día y nos lanzamos a pedalear setenta kilómetros, dando la vuelta entera a Ærø.
La isla tenía para nosotros un interés especial, ya que en Marstal (la localidad más poblada, con dos mil habitantes) se sitúa Nosotros, los ahogados, una novela del danés Carsten Jensen que nos gustó mucho, en la que recorre la vida de cuatro generaciones del pueblo a través de la relación de los hombres y las mujeres de Marstal con el mar.
Gigantes en la costa
A pesar de ser un país bajo (su punto más alto llega a los 170 metros), Dinamarca tiene algunos acantilados interesantes, no tanto por su altura como por el paisaje que los rodean y las características geológicas que esconden.
Los más conocidos se llaman Møns Klint y están al sur, en la isla de Møn. Es uno de los lugares más visitados fuera de Copenhague, por su accesibilidad, por ser los acantilados más altos y por su color blanco, producto de la piedra caliza que los componen. Personalmente, yo me quedo con Stevns Klint, no tan famosos pero sí más vistosos y mucho más interesantes. Ahí los acantilados están más a la vista y el paisaje que los rodean es más lindo. Además, es uno de los pocos lugares en el mundo donde se puede ver una capa de corteza terrestre que evidencia el impacto del meteorito que provocó la extinción de los dinosaurios. Por supuesto que no es algo que uno vaya a apreciar demasiado si no es geólogo, pero bueno, ahí está. Además, y si vale de algo, es uno de los siete lugares de Dinamarca incluidos en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.
El mundo de los vikingos
Ninguna recorrida por Dinamarca podría ser tal sin visitar lugares relacionados con la historia vikinga. Sin embargo, como pasa con la naturaleza, no es algo que se explote demasiado. De hecho, el Museo de Barcos Vikingos de Roskilde (donde hay restos de barcos verdaderos de hace mil años) no está ni entre los diez más visitados del país, lista donde sí abundan los de arte moderno.
Paradojas al margen, durante nuestro itinerario por el interior profundo de Dinamarca llegamos a dos lugares relacionados con sus raíces vikingas. El primero fue Lindholm Høje, en las afueras de Aalborg, un antiguo asentamiento y cementerio vikingo de alrededor del año 1000. La contemplación de las cientos de piedras antiguas desparramadas sobre la colina en medio del bosque es sobrecogedora.
El otro lugar vikingo que visitamos fue Jelling, donde hay dos enormes piedras talladas del siglo diez. La más antigua de las piedras fue erigida por el Rey Gorm en memoria de su esposa Thyra, y su inscripción dice: “El rey Gorm hizo este monumento en memoria de Thyra, su esposa, el adorno de Dinamarca”. La otra piedra, más grande y más “joven”, fue levantada por el hijo del rey Gorm, Harald Bluetooth (de quien ya hablamos en esta otra nota), y dice: “El rey Harald ordenó que este monumento se hiciera en memoria de Gorm, su padre, y en memoria de Thyra, su madre; ese Harald que ganó para sí mismo toda Dinamarca y Noruega y convirtió a los daneses en cristianos”.
Las piedras son muy importantes para la historiografía danesa, ya que la primera utiliza el nombre de “Dinamarca” por primera vez y la segunda menciona la conversión del país del paganismo nórdico al cristianismo. Además, la piedra de Harald tiene dibujado un Cristo crucificado, por lo que se la conoce popularmente como “el certificado de bautismo de Dinamarca”.
Un verano diferente
Tras dos semanas de recorrida, volvimos a casa. Nuestras vacaciones de verano incluían países exóticos y largas horas de vuelo que tendrán que esperar, pero de ninguna manera fueron unas vacaciones perdidas. Descubrimos un costado, no me atrevería a llamarlo oculto, pero sí inusual de Dinamarca, que sus propios ciudadanos minimizan. ¿Significa esto que el país es un imprescindible en un viaje por Europa, siquiera por Escandinavia? No, en absoluto. Pero como cualquier rincón de este planeta, tiene de qué estar orgulloso.
Muy interesante este pais que tiene naturaleza llamativa y riqueza Historica.😍
Sí, un tapado entre los destinos europeos.
Hola Facundo, muy interesante descripción de Dinamarca. Lugares con un encanto especial, verdaderas postales. Historia, bella arquitectura y paisajes que también tienen “lo suyo” en una agradable naturaleza. Saludos
Gracias Enrique. Efectivamente, una combinación muy interesante. Saludos