Las dos ciudades más grandes de Vietnam, Ho Chi Minh y Hanói, cuentan gran parte de la historia del país, ayudan a entender un poco la cultura vietnamita y son súper divertidas (sentarse en cualquier esquina de estas urbes a ver lo que pasa en la calle es un entretenimiento garantizado). Pero no son lo único que el país tiene para ofrecer, y los 1700 kilómetros que separan ambas ciudades guardan muchas historias que contar.
El Paraná asiático
Si uno quitara las pagodas, las estatuas de Buda y algún que otro non lá (el típico sombrero cónico vietnamita), la ciudad de My Tho y sus alrededores se parecen mucho a nuestra Rosario natal. Y no solo por su caos de tránsito, el calor abrasador en el verano y la húmedad, sino más que nada por su delta. Es que a la altura de My Tho, el río Mekong tiene un ancho parecido al Paraná en Rosario, el color marrón del agua es muy similar y sus numerosas y pequeñas islas nos recordaron bastante a las que están frente a Rosario, aunque situadas en la vecina provincia de Entre Ríos.
Las similitudes se acaban en lo visual, ya que “aguas adentro” el Mekong alberga a una serie de pequeños emprendedores que producen cosas tan lejanas a Argentina como snacks a base de banana seca, vino de serpiente y caramelos de coco. También tienen colonias de abejas, de las que además de miel producen cremas y lociones para el cuerpo, boas que se te enroscan en el cuello para la foto y cientos de trabajadores que cargan hasta cuatro personas en sus botes para llevarlos a un paseo a remo de media hora por el interior del delta.



Sin dudas, el producto más importante del delta del Mekong es el turismo. Ya hace años que los antiguos pescadores colgaron las cañas y las redes para remar en los mencionados botes, llevar y traer a los visitantes desde Ho Chi Minh, hacer de guías durante los paseos, atender los numerosos restaurantes, manejar unos carritos de golf que circulan por las islas (para que los nobles turistas no tengan que caminar más de lo mínimo indispensable), brindar espectáculos de música tradicional, explicar cómo se abre un coco a machetazos y un largo etcétera. A más de uno, todo esto puede resultar tremendamente indignante (la vieja paradoja de la tradición contra el progreso), pero no hay que perder de vista que el negocio turístico ha añadido varios ceros a los ingresos de los habitantes del delta del Mekong.



“La” postal de Vietnam
Hoi An es la ciudad más linda de Vietnam. O al menos así lo aseguran en Instagram, Tik Tok, las guías de viaje y los artículos periodísticos en cualquier idioma de cualquier lugar del mundo. Y no es para menos. El atractivo de esta pequeña ciudad costera, en la región central del país, es innegable, con sus casas pintadas de amarillo, sus antiguos templos y salas de asambleas chinas, los farolitos de papel colgando en la mayoría de las calles, la gran cantidad de flores y los innumerables botes que llenan el río Thu Bon cada atardecer, cargados con más farolitos.
Esta enumeración da cuenta también de cuál es, para nosotros, el problema de Hoi An: todo se ve demasiado artificial. No se ven casas con habitantes por ningún lado, y el centro histórico es una sucesión de comercios uno al lado del otro, donde los únicos vietnamitas son, o bien; a) trabajadores relacionados con el turismo; o b) turistas. No es una ciudad de verdad, sino más bien un parque temático al aire libre de lo que se supone que [fue, pudo haber sido, debería ser, nos gustaría que fuera] el Vietnam tradicional.




Hanói también tiene un montón de negocios en su centro histórico, pero no todos son para los turistas, sino que hay otros orientados para sus habitantes. En Hoi An, en cambio, solo parece haber galerías de arte, cafés de aspecto occidental, tiendas de recuerdos, restaurantes, pubs (incluyendo un irlandés y uno temático de Mr. Bean) y sastrerías, montones de sastrerías. Por algún motivo que se nos escapa, Hoi An es la meca del sudeste asiático para que los turistas se hagan un traje o un vestido a medida. La cantidad de negocios de este tipo impresiona, y la mayoría ofrece precios competitivos y entregas expeditivas en menos de veinticuatro horas.
Por más absurdo que pueda parecer venir al interior de Vietnam a hacerse un traje con cuarenta grados de calor, esta “necesidad” se enmarca en la lista de actividades bizarras curiosas que los turistas, sobre todo los occidentales, realizan en esta parte del planeta. Los que van a probar el AK 47 a Cu Chi, los que se hacen un masaje mientras comen en los restaurantes de Ho Chi Minh, los que filman a las empleadas de los hoteles mientras preparan un omelette durante el desayuno. Una serie de cosas que a la mayoría ni se le ocurriría hacer en sus países de origen pero que, en nombre del exotismo, se permiten en el Lejano Oriente.



Bajo este sol tremendo
Decir que en Hué pasamos mucho calor es quedarse corto. La temperatura llegó a los (y se mantuvo durante varias horas en) ¡47 grados! Hasta ese momento nunca habíamos pasado tanto calor en nuestras vidas. Sencillamente no se podía estar más de un minuto debajo del sol sin empezar a quemarse vivo, y tras caminar unos pocos metros, aun por la sombra, las remeras terminaban igual de empapadas que después de correr una maratón. En una de nuestras múltiples paradas para refugiarnos del sol, oímos a un guía local decirle a sus turistas:
—En Vietnam hay solo dos estaciones: calor y mucho calor.
El día anterior habíamos experimentado “apenas” 44 grados mientras recorríamos las ruinas de My Son, un complejo de templos hindúes abandonados, construidos entre los siglos 4 y 14. De los templos no queda mucho en pie, debido al paso del tiempo y, sobre todo, a los indiscriminados bombardeos yanquis. De hecho, la región que rodea My Son se considera peligrosa por la presencia de minas terrestres sin explotar. Pero incluso en su mal estado es un lugar espectacular, gracias a su privilegiado emplazamiento en un valle rodeado de selva y montañas.


Volviendo a Hué, estaba con que hacía mucho calor, pero lo compensaba el hecho de que la Ciudad Imperial es impresionante. Construida en 1803 inspirándose en la Ciudad Prohibida de Beijing, contiene los palacios que albergaron a la familia imperial, así como santuarios, jardines y villas para los mandarines (los burócratas de la corte). Además, todo el recinto está rodeado de gruesas y altas murallas y una fosa con plantas de loto.




Hué fue capital de Vietnam desde 1802 hasta 1945, y la Ciudad Imperial no es el único vestigio que quedó de la época. En los alrededores se hallan muchos mausoleos de distintos emperadores que gobernaron el país durante ese período, uno más impresionante que otro. El de Minh Mang, por ejemplo, ocupa un terreno enorme con lagos, jardines y distintos pabellones muy ornamentados. Y el de Khai Dinh, nuestro favorito, se alza en una colina y está diseñado en tres niveles, desde donde hay unas vistas espectaculares de la zona. Lástima que Khai Dinh, como emperador, dejó mucho que desear. Fue un títere de los invasores franceses y, entre otras cosas, aumentó los impuestos a los campesinos vietnamitas para pagar la construcción de su tumba. Pero bueno, nadie es perfecto (?).



Junto con los mausoleos reales, Hué también tiene importantes pagodas, como la de Thien Mu, construida sobre una colina junto al río del Perfume. En el interior de la pagoda se puede ver el auto que llevó al monje Thich Quang Duc hasta Saigón en 1963, y junto al que se inmoló como protesta contra la dictadura anti budista de Ngo Dinh Diem, financiada por Estados Unidos. La foto que captó el momento dio la vuelta al mundo y causó conmoción, llegando a convertirse en un símbolo de la opresión imperialista en todo el planeta.
Recorrer las pagodas y las tumbas reales no es muy fácil: están a varios kilómetros unas de otras y en zonas donde no llega el transporte urbano. Hay tours, por supuesto, y también está la opción de alquilar una moto e ir por cuenta propia, descartada de plano para dos urbanitas como nosotros que apenas si mantienen el equilibrio sobre una bicicleta. ¿Qué hicimos entonces? Recurrimos a Grab, la última sensación en el sudeste asiático, que nos hubiera salvado de más de un dolor de cabeza de haber existido en nuestra primera visita, allá por 2014.



Grab es como Uber: uno abre la app, indica el viaje que desea realizar y algún conductor disponible (muchos taxistas la usan) lo toma. Te busca, te lleva y listo. El precio está decidido de antemano, así que el regateo queda descartado, y se paga con la tarjeta, por lo que tampoco hace falta el efectivo. No sé la cantidad de veces que usamos Grab en Vietnam, pero fueron tantas que el banco me terminó bloqueando la tarjeta por “movimientos sospechosos” (transacciones de tres o cuatro dólares…). Para el caso particular de Hué, en nuestro viaje a la primera tumba imperial dimos con Huang, un conductor que, al darse cuenta del recorrido que queríamos hacer, se ofreció a esperarnos en cada tumba sin costo extra, para luego volver a tomar el viaje en la app y llevarnos a la siguiente. Como en las tumbas finales había más gente, y así era más difícil que él pudiera tomar el viaje antes que otros conductores, terminamos haciendo la transacción por fuera de Grab, aunque usando los mismos precios de la app. Un grande, Huang. Al final del día, antes de despedirnos, hasta nos pidió que nos sacáramos una foto.
Y para terminar de confirmar que Hué tiene muy buena gente, el hotel que habíamos dejado a las diez de la mañana para no pagar otra noche de estadía nos dejó usar la pileta y refrescarnos del calor abrasador totalmente gratis entre las cuatro de la tarde y las ocho de la noche, horario en que salía nuestro tren a Ninh Binh. Y ya que hablamos del tren…
Los trenes locos
Para recorrer los casi seiscientos kilómetros que separan Hué de Ninh Binh, en el norte de Vietnam, elegimos un tren nocturno, que tardaba unas trece horas en llegar. Mientras esperábamos la partida en una sala de la estación con muy poca ventilación, fuimos abordados por un grupo de niños y niñas de entre cinco y diez años, fascinados por nuestro aspecto “occidental”. Aunque parezca increíble para chicos tan jóvenes, manejaban ya un inglés suficiente como para hacernos las preguntas de rigor, mientras que, de fondo, la madre los incentivaba a que siguieran hablando. Quizás nos agarraron cansados, o debemos estar haciéndonos más simpáticos con los años, porque nos prestamos con bastante entusiasmo a ese intercambio. Fue una buena manera de pasar la espera.
Al momento de subirnos al tren sospechamos que algo raro había cuando la gran cantidad de turistas extranjeros que esperaban en el andén fue hacia un vagón en la parte de adelante, y solo nosotros subimos a la de atrás, junto con la mayoría de los vietnamitas. Pese a eso, nuestro vagón era normal, y nuestro camarote con cuatro literas se parecía mucho a los que habíamos tenido en el Transiberiano. Las otras dos personas del camarote no nos prestaron mucha atención al vernos subir ni durante el viaje.


Como no teníamos cena, una vez que el tren empezó a andar decidimos ir al vagón restaurante en busca de comida. Nuestro vagón era el número 4, y el restaurante estaba en el 1, así que teníamos que atravesar los vagones 2 y 3, que a priori eran igual que el nuestro. Pero no lo eran. Para empezar, ahí no había camarotes, sino asientos normales en un solo compartimiento abierto. Pero eso es lo de menos. La mayor diferencia era que todo el vagón estaba de fiesta. La mayoría de los pasajeros, bastante jóvenes, iban de pie, hablando, riendo y tomando cerveza, mientras unos parlantes inalámbricos gigantes hacían vibrar la estructura del tren con una música moderna que hubiese sido la pesadilla de los habitantes del delta del Mekong.
Como era de esperar, nada más ver nuestros rostros diferentes los ocupantes de los vagones 2 y 3 nos saludaban, nos decían cosas inaudibles a causa de la música, nos palmeaban la espalda, nos daban la mano y nos ofrecían alcohol. Fue como volver a nuestra adolescencia, cuando emprendíamos esas largas caminatas dentro de los boliches, avanzando de a centímetros entre un mar de cuerpos sudorosos.
El vagón restaurante estaba casi vacío, a excepción de una mujer que cenaba con una niña y de tres empleados del tren echados sobre los asientos de madera (literalmente echados: en posición horizontal, descalzos y fumando). Les preguntamos tímidamente por algo para comer y uno de ellos nos ofreció unos noodles instantáneos, que aceptamos de buen gusto.

El regreso a nuestro camarote fue idéntico a la ida, y más “salvaje” si se quiere, ya que de alguna manera nos estaban esperando. El momento épico sucedió cuando uno de los muchachos, con clara intoxicación alcohólica, se interpuso en mi camino y me extendió su lata de cerveza como condición de dejarme pasar. En un rápido pestañear volví a tener dieciocho años, le arrebaté la lata de las manos y me tomé todo el contenido de un solo trago, ante el clamor general.
A las nueve de la mañana, con pocas horas de sueño pero una buena historia para contar, llegamos a Ninh Binh. Y aunque hasta ese momento de nuestro viaje por Vietnam habíamos visto lugares espectaculares, lo mejor estaba por llegar.