Conseguir trabajo en el exterior a veces es más fácil de lo que parece. No estamos hablando de entrar como CEO en una multinacional, pero en general se encuentra empleo bien pagado con relativa sencillez. Y lo mejor de todo es que pocas veces claman por “experiencia previa”, esa frase maldita que parece condenar toda tu existencia a hacer exactamente lo mismo durante treinta o cuarenta años. Así que una de las mejores cosas de buscar trabajo en otros países es que nunca es demasiado tarde para aprender a hace algo nuevo.
Si Nueva Zelanda y Australia ya nos habían dejado estas enseñanzas, Dinamarca no hizo más que afirmarlas. Como ya conté antes, de todos los países donde alguna vez trabajamos este fue donde más fácil conseguimos empleo. En menos de una semana los dos tuvimos una entrevista, y antes del primer mes ya habíamos cobrado al menos una parte del sueldo.
A mí me llamaron de una agencia de trabajo para ofrecerme un puesto temporal como dækmontør, que sería algo así como “instalador de neumáticos”. Todo un desafío, considerando que no sé usar ni el gato del auto. Pero en fin, después de juntar nectarinas, armar pedidos para supermercados, atender un bar, repartir muebles a domicilio, actuar como extra en una publicidad y otras cosas más, no me iba a andar preocupando ahora por el tipo de tarea.
Así que un frío lunes de finales de marzo viajé hasta Roskilde, una ciudad a treinta kilómetros de Copenhague, y me presenté en la dirección que me habían dado en la agencia. Para hablar simple, podríamos decir que era lo que en Argentina llamaríamos “gomería”, aunque en realidad se trataba de algo más complejo. Resulta que en Dinamarca, aunque no es obligatorio usar neumáticos de invierno, es una práctica muy extendida. Por eso existen enormes talleres, como en el que iba a trabajar yo, donde se cambian los neumáticos de temporada. Pero no solo eso: además del cambio de ruedas, la gente también paga por dejar almacenados sus neumáticos en el “hotel de ruedas” (los estándares de vida daneses son tan altos que hasta las ruedas tienen su propio hotel) hasta la siguiente temporada. Este hotel, en el taller de Roskilde, era un enorme depósito de tres pisos donde entraban más de siete mil neumáticos.
Cuando llegué, en el taller solo estaba Mohammad, un afgano de cuarenta años, que me miró con cara de pocos amigos. Le conté quién era y me dijo algo que no entendí.
—¿No hablás danés? —corroboró, en inglés.
Resultó que Mohammad había llegado a Dinamarca hacía once años (los mismos que llevaba trabajando en el taller) y que, aunque hablaba el danés casi a la perfección, sabía muy poco inglés. Menos podía decirse de Rasoul, el otro empleado (sirio, cincuentón, más bajo y ancho que Mohammad), que directamente no entendía una palabra de inglés. Así que entre mi inexperiencia y las dificultades idiomáticas, los primeros días incluyeron muchos contratiempos. Ruedas mal colocadas, bulones (o pernos) deformados, presión de aire incorrecta, información mal anotada… Se sorprenderían de la cantidad de cosas que se pueden hacer mal en una tarea a priori tan sencilla como cambiar una rueda.
Mi rutina era la siguiente: de la oficina traían una ficha con una llave, yo la agarraba, buscaba el auto en el estacionamiento, lo entraba, lo levantaba con un elevador hidráulico, sacaba los neumáticos de invierno, buscaba los de verano en el “hotel”, los ponía, los ajustaba, les controlaba el aire, bajaba el auto, lo devolvía al parking, dejaba la llave y la ficha en la oficina, llevaba los neumáticos de invierno al “hotel” y vuelta a empezar con otro auto. Suena repetitivo, pero tenía algunas variantes, dependiendo más que nada del tipo de auto. En el tiempo que estuve ahí me tocó manejar desde vehículos que se caían a pedazos, con más de trescientos mil kilómetros, a Mercedes Benz modelo 2019, con un precio cercano a los doscientos mil dólares.
Mohammad, al ser una persona que se estresaba fácil, también le añadía sus variantes al trabajo. Le gustaba demostrar que él era quien mandaba y siempre quería que las cosas se hicieran a su manera. Si hasta en uno de los descansos llegó a regañarme por la forma en que cortaba el pan, ya que lo había sostenido con la mano en lugar de usar el envoltorio para no tocarlo. ¿Más? Otro día llegó con la ficha de un auto, donde yo había anotado el kilometraje, y poniendo cara de tragedia dijo:
—No entiendo qué número es este. This is not good, my friend.
La última frase era la más repetida de su repertorio, y voy a soñar con ella durante un largo tiempo.
Rasoul no se quedaba atrás. Aunque enseguida quedó claro que yo no hablaba danés, insistía en darme instrucciones en ese idioma, y se ofuscaba cuando lo miraba sin comprender. Además, era flojo. Si bien cada empleado debería trabajar en un auto por turno (de media hora), siempre estaba pidiendo que lo asistan. Que le buscaran los neumáticos, que se los sostuvieran, que se los ajustaran. Lo bueno es que, después de haber aprendido algunos vocablos básicos en danés, la relación con Rasoul empezó a mejorar. También ayudó el hecho de que unos días más tarde empezaran a trabajar Walter y Cornel, argentino y rumano respectivamente, con lo cual tuvo más gente para entretenerse.
Cinco semanas después de haber empezado, al final de un día especialmente ocupado, con cuatro o cinco autos por turno, incluyendo como seis ambulancias (por razones obvias, los vehículos grandes demandaban mayor esfuerzo), Mohammad soltó un:
—Buen trabajo hoy.
Casi me largo a llorar.
Por otra parte, en la oficina trabajaban tres daneses: Mikkel, Rene y Jeppe. Todos rubios, todos altos y todos con buen nivel de inglés. Jeppe era el más “peculiar” de los tres. Andaba por los cincuenta y algo de años, usaba un enorme cinturón de metal estilo cowboy y llegaba al trabajo en una moto Yamaha retro hermosa. A finales de mayo, con la cercanía del verano, se acabó la temporada de cambio de cubiertas, así que empezó a sobrar gente. Pero, paradójicamente, el primero en caer fue Jeppe. Un viernes a las dos de la tarde entró al taller y nos dio la mano a todos, sin decir nada.
—Buen fin de semana —le dije, creyendo que salía antes.
—Me echaron —fue su escueta respuesta.
Y se fue montado en su enorme moto Yamaha de los ochenta.
Nadie entendía nada, y no hubo ninguna explicación, al menos para los empleados temporales. Días después circuló el rumor de que un cliente se había quejado porque llamó una noche para pedir un remolque (la empresa también provee ese servicio), y Jeppe, que estaba de guardia, llegó a auxiliarlo pasado de copas.
Cornel fue el siguiente en irse. Se lo comunicaron un lunes, justo después de terminar de cambiarse para empezar la jornada. Así que volvió a vestirse de “civil” y se fue. A Walter lo desafectaron (siempre quise usar esa palabra) tres días más tarde, mediante un mensaje de texto. Pero a la mañana siguiente se arrepintieron y lo volvieron a llamar para que siguiera yendo hasta el viernes. Al terminar esa semana nos comunicaron a ambos que era nuestro último día, así que nos despedimos. El más efusivo fue Rene, con un “espero que nos veamos de nuevo”. Para ese entonces a Mikkel ya lo habían ascendido así que no estaba más, y Mohammad nos saludó con un escueto “nos vemos”. Rasoul, en tanto, podría jurar que se puso un poco triste. Quizás porque desde entonces iba a tener que laburar (?).
Y así concluyeron mis diez semanas en el taller de Roskilde. ¿Qué será de mí ahora? Ya lo veremos.
Foto de portada: Super Dæk Service (si tienen que cambiar neumáticos en Dinamarca, ¡muy recomendado! Pregunten por Rasoul).