Al mediodía de un día húmedo y caluroso, un viejo Citroën circula cuesta arriba por la empinadísima Rua de Passos Manuel, en Oporto. La calle es muy estrecha pero el conductor no parece preocupado por el enorme colectivo que se acerca en dirección contraria. Cuando los dos vehículos se encuentran a la altura del restaurante O Escondidinho, el Citroën se acerca peligrosamente a la vereda, donde dos turistas ingleses se pegan a la pared aterrados, y esquiva al colectivo casi acariciándolo con el espejo retrovisor. Ni una bocina, ni un gesto de nerviosismo —turistas ingleses al margen—; el colectivo y el Citroën siguen sus respectivos caminos como si nada hubiera pasado.
Así, de forma temeraria, se conduce en Portugal. Alguien escribió en una guía de viaje que los choferes del transporte público creen estar en el Rally Dakar y, aunque exagerado, la desmedida comparación sirve para ejemplificar los modos de los conductores portugueses. Poco apego por el freno y gran devoción para mover el volante. Maniobras como la del Citroën son cosa de todos los días en las laberínticas calles de Oporto y Lisboa, que crecieron siguiendo una estructura medieval imposible de ordenar.
“Es una ciudad pobre pero muy bonita”, nos avisó Pedro, con quien compartimos el viaje desde Valladolid a Oporto a través de Blablacar. Portugués, de 25 años, licenciado en Ciencias del Deporte y con un trabajo a tiempo parcial como decorador navideño de shoppings, no se ajustaba al estilo suicida de manejo local. Frenaba en todos los semáforos y en la autopista nunca superaba los 120 kilómetros por hora reglamentarios. Además, era muy políticamente correcto. “No podría decir quién es mejor, si Cristiano o Messi, creo que según el día, ¿no?”.
Tras caminar un poco por Oporto descubrimos que Pedro tenía razón en sus afirmaciones sobre la ciudad: era pobre y bonita. Las fachadas de los edificios se caían a pedazos y evidenciaban que la última mano de pintura se la habían dado hacía más de medio siglo, pero los colores eran alegres y la anarquía de las formas le daban al conjunto un cierto encanto. Las calles empedradas, los techos de tejas naranjas y las continuas subidas y bajadas completaban la escena de otra de tantas ciudades medievales europeas pero con ligeros toques locales, como la proliferación de azulejos de revestimiento exterior, especialmente azules y blancos.
Oporto
Capela das Almas, completamente cubierta de azulejos
Estación de tren de São Bento
Un best seller en Portugal
Al-zuleique es la palabra árabe de la que se deriva azulejo y designaba la “pequeña piedra lisa y pulida” que utilizaban los musulmanes que ocuparon Portugal en la Edad Media. La forma en que los árabes aplicaban los azulejos para decorar suelos y paredes gustó tanto a los sucesivos gobernantes portugueses posteriores a la reconquista que los adoptaron como propios para decorar iglesias, conventos, palacios, jardines, fuentes, estaciones de tren, casas y escalinatas. Con motivos geométricos, figuras humanas y hasta mostrando hechos históricos, los azulejos se convirtieron en uno de los principales elementos decorativos nacionales.
Otra cosa que gusta mucho a los portugueses además de los azulejos es comer. Y si de comidas típicas hablamos, la francesinha es el plato por excelencia en Oporto. Se trata de una especie de sándwich compuesto de varias capas de pan, jamón cocido, longaniza y carne de ternera, rematado con queso fundido, salsa especial y huevo frito. Por si resulta escaso, se sirve acompañado de una ración de papas fritas. Toda una bomba calórica que provee la energía necesaria para subir y bajar las empinadas calles de la ciudad. Si se puede digerir, claro.
La Francesinha
Calles de Oporto
Cincuenta y cinco kilómetros al norte de Oporto está Braga, la tercera ciudad más grande de Portugal y una de las más antiguas. Coloquialmente la apodaron la “Roma portuguesa”, ya que es el centro del poder eclesiástico y la ciudad más religiosa del país, con una gran cantidad de iglesias. De todas ellas la más espectacular es la Iglesia del Bom Jesus Do Monte, con una impresionante escalera de granito que alcanza los 116 metros de altura y cuya construcción llevó sesenta años. Los más fieles suben los peldaños caminando para purgar sus pecados, pero como nosotros nos sentíamos bastante purificados utilizamos el funicular que costaba dos euros la ida y la vuelta.
Braga
Las escaleras de la iglesia del Bom Jesus
¿Qué tiene que ver un dragón en todo esto? Nada, pero que lindo que es
Bajando hacia el sur de Portugal pasamos por Guimarães —donde se fundó el Reino de Portugal en 1139— hasta llegar a Coímbra, que fue la primera capital portuguesa hasta el siglo 13. También es famosa por su importante Universidad, que alberga más de 20 mil estudiantes y fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Pero personalmente, la sorpresa más grata en Coímbra me la llevé cuando, en vez de llegar a un alojamiento muy barato y en malas condiciones que Ro supuestamente había reservado, entramos en un hotel de aspecto señorial, con desayuno buffet, recepcionistas de traje y sala de lectura. Ella me engañó a propósito, por supuesto, pero tras servirme unos bocados de la mesa de fiambres y masas decidí perdonarla.
Guimarães
Coímbra
El hotel al que me llevaron con engaños
La última escala en nuestro recorrido por Portugal era nada menos que Lisboa, la capital y ciudad más poblada, con casi tres millones de habitantes en su área metropolitana —casi el 25% del total del país. Tal concentración de gente se hace sentir en todos los ámbitos, como el colectivo —siempre lleno a reventar, sin importar el día o la hora—, el tren, el tranvía, los bares, los supermercados y las calles en general. Además, nosotros tuvimos la mala suerte de llegar un fin de semana largo en Europa, con lo cual la aglomeración de turistas no le hacía ningún bien a la de por sí colapsada Lisboa.
Lo mejor que tiene la capital portuguesa son sus miradores, los cuales desde distintos ángulos y alturas ofrecen diversas perspectivas de los barrios más antiguos, el río Tajo y uno de los importantes puentes que lo atraviesan. Se trata del Puente 25 de Abril, inaugurado en 1966 con el nombre de Puente Salazar en honor al dictador portugués António de Oliveira Salazar, cabecilla de la dictadura más larga de Europa en el siglo 20 —1926 a 1974. Tras la caída del régimen en 1974 el puente fue renombrado como 25 de Abril, en memoria de la fecha que se restauró la democracia. Es uno de los puentes colgantes más largos de Europa y por su aspecto recuerda al Golden Gate de San Francisco.
Lisboa, desde lo alto
Otra perspectiva
El Puente 25 de Abril
Para echarle un vistazo a la ciudad desde abajo nos acercamos a Alfama, uno de los barrios más antiguos de la capital, lleno de escalinatas, callejones angostos, fachadas corroídas por el tiempo y la humedad, ropa tendida en las ventanas y muchos restaurantes. El típico barrio de la histórica clase baja que en este redescubrimiento del nuevo siglo se ha convertido en un bastión turístico, adornado con adjetivos como “encantador”, “pintoresco” o “tradicional”. No es únicamente en Portugal que sucede esto. De la misma manera atraen gente otros lugares del mundo como Colmar en Francia, La Barceloneta en España o La Boca en Argentina.
En Belém, otro de los barrios históricos —aunque menos pobre que Alfama—, quisimos probar los famosos pasteles que toman su nombre de la zona, pero la confitería que los vende tenía tal cantidad de gente que nos resultó imposible. Los pasteles de Belém se ven iguales a los pasteles de nata que se venden en el resto de Lisboa y Portugal —una tortita de hojaldre rellena de crema pastelera— pero, según aseguran quienes pudieron probarlo, los que fabrican en la confitería Pastéis de Belém tienen un sabor completamente diferente, basado en una receta que se ha mantenido secreta desde la fundación del establecimiento en 1837.
El “pintoresco y encantador” barrio de Alfama
Estilo rústico, a medio camino entre el renacentista y el gótico
Degustando la cocina local
En el mediodía de otro día húmedo y caluroso nos fuimos de Lisboa y dejamos atrás Portugal. El feriado largo estaba en su apogeo y las masas continuaban abarrotando cuanto espacio público encontraban a su disposición. Los autos y colectivos seguían esquivándose de manera temeraria sin ningún tipo de enojo, como si respondieran a un pacto tácito de manejo alocado. Alguien pasó comiendo un pastel de Belém y nos dio un poco de envidia. Otra vez será.