Si algo te dejan los viajes como este es la experiencia de conocer gente tan distinta a uno en los sentidos más diversos, desde la nacionalidad, la edad, la etnia, las creencias, los gustos y las formas de ser, entre muchas otras cosas. En esta escueta selección repaso cinco personas a las que seguramente vamos a recordar por algunos años, y serán siempre motivo de respuesta cuando alguien nos diga: “cuenten algo de la vida en Nueva Zelanda/Australia”.
Shonna
De ascendencia inglesa, esta dura capataz del campo de blueberries en Nueva Zelanda se hacía notar con fuerza aunque no la viéramos demasiado. Siempre andaba recorriendo la plantación en su cuatriciclo y viendo cómo podía hacerte sentir miserable. Una de las primeras veces que la vimos se detuvo para burlarse de nosotros cuando pinchamos una rueda del auto a la salida del trabajo y no teníamos una llave de cruz para cambiarla. Pero nos terminó ayudando y ella misma cambió la rueda, sin dejar de mencionar lo “lazy” (perezosos) que éramos.
Aunque sin dudas su momento más épico fue cuando reunió a toda la tropa un día y dio un enérgico discurso para regañarnos por ser tan flojos en el trabajo. Además de echarnos en cara que escucháramos música, habláramos entre nosotros o paráramos media hora (en una jornada de diez u once horas) para almorzar, dijo: “Ahí ─señaló hacia un grupo de gente principalmente de Samoa que trabajaba todo el año con ella─, tengo a samoanos de doce años que recolectan 60 kilos por día. Cómo no van a poder ustedes”.
Los tratados sobre los derechos del niño al parecer no habrían sido traducidos al inglés kiwi.
Debbie
No tendría más de treinta y cinco años pero su aspecto la hacía parecer de más de 50. Es que esta mujer que nos alquiló una habitación en su casa en Christchurch era la personificación de la flojera. No trabajaba, ya que vivía de la pensión que le daba el Estado por ser madre soltera, y estaba todo el día en el sillón mirando televisión.
Su hijo Marley de 5 años era bastante simpático, aunque malcriado y caradura en exceso. Desde que descubrió mi iPad no paraba de venir a tocarnos la puerta de la habitación para que se lo preste, y si no le contestaba manoteaba el picaporte. Un día me cansé y decidí no prestárselo más por temor a que lo rompa, además de que me molestaba que la madre nunca me hubiera dicho nada.
Llamativamente, esa misma semana Debbie nos invitó amablemente a que nos fuéramos de su casa (aunque faltaban cuatro semanas para la fecha en que nos íbamos) porque se sentía incómoda por la supuesta falta de trato con ella. “Don’t put it on me” fue su frase célebre, haciendo referencia a que la culpa de que nos echara era nuestra. Y aunque mi inglés no es muy bueno, y menos en situaciones de alta tensión, le respondí: “Oh yes, I’m putting it on you!”.
Brandon “el kiwi”
Imagino que no debe ser fácil para un neozelandés de 18 años vivir en una casa donde el resto son todos argentinos que hablan español a los gritos todo el día. Pero incluso así no se justifica el accionar de Brandon, el joven kiwi que ocupaba una habitación en el 35 de Arran Crescent en Christchurch.
Como no trabajaba y vivía de la plata que le daba el Estado por ser desempleado, se la pasaba encerrado jugando videojuegos en línea. Esto no sería molesto si no fuera porque lo ponía a todo volumen, vivía gritando frases como “oh my god” y lo hacía a cualquier hora del día y de la noche, con lo cual cada tanto alguien debía sacrificarse y golpearle la puerta para pedirle que bajara el volumen. Esto era una experiencia no muy grata, ya que además de lo incómodo de la situación cada vez que abría la puerta desde el interior de la pieza salía un olor rancio mezcla de la marihuana barata que vivía consumiendo y de los días sin bañarse.
Como además tenía poca plata y era vago por naturaleza se la pasaba comiendo noodles (especie de fideos pequeños con caldo) que se llevaba a su habitación y dejaba ahí los platos, con lo cual luego de unos días había que ir a pedirle que devolviera la vajilla porque ya no había más.
Fuera de eso era bastante respetuoso, ya que las numerosas veces que alguien fue a reclamarle por la falta de algún alimento en la alacena (que seguramente sus amigos borrachos se habían comido en alguna de sus visitas nocturnas), siempre agachó la cabeza y lo repuso a las pocas horas.
El garca
Encontrar trabajo en Melbourne fue difícil y al principio agarrábamos cualquier cosa. Fue así que terminé repartiendo unos folletos de un tipo que arreglaba techos. De entrada debí saber que algo andaba mal porque llegó 45 minutos tarde a nuestro primer encuentro en una estación de tren. Ese día caminé cuatro horas dejando los panfletos en los buzones y cuando terminé lo llamé para que me pasara a buscar tal como habíamos acordado. Primero me dijo que sí pero al rato me llamó para decirme que estaba atorado en el tráfico y que mejor me tomara el colectivo. A todo esto había empezado a llover a cántaros y yo no tenía ni la menor idea de dónde estaba.
Pese a lo poco recomendable de volver quería mi dinero (eran tres días de trabajo y después me pagaba), así que al día siguiente otra vez nos encontramos, en una estación diferente. De nuevo se atrasó, esta vez como una hora, y aunque le insistí en volverme en colectivo me aseguró que no me iba a dejar tirado otra vez. Cinco minutos antes de que terminara me mandó un mensaje: “Get public transport mate” (toma el transporte público compañero).
El domingo era el último día y me citó a las nueve de la mañana. Le pedí por favor que estuviera a horario y me aseguró que no habría problema. Como no llegaba, le mandé mensajes e intenté llamarlo, pero nada. Cuarenta y cinco minutos después le avisé que me iba y recién ahí me respondió que llegaría en diez minutos. Lo esperé veinte y me fui. Una hora y media después me mandó otro mensaje: “Vuelve a la estación”. Lo único que le contesté fue mi número de cuenta para que me pagara lo que me debía. Al día de hoy sigo esperando.
Frank
Este australiano hijo de padres italianos es el sinónimo perfecto de la palabra “avaricia”. Era (es) el dueño de Bay 101, el restaurant italiano en Melbourne donde trabajaba. Como a todos sus empleados les pagaba por hora siempre estaba viendo a quien podía mandar a casa temprano para ahorrarse unos billetes.
Un domingo me hizo tomarme un break (descanso) de una hora porque según él estaba tranquilo y así se ahorraba mi sueldo de una hora, que más o menos se pagaba con un café y una donut. La cosa es que al poco tiempo de sentarme se empezaron a acumular un montón de cosas para lavar, pero en vez de pedirme que volviera a trabajar puso a los dos chefs (que en ese momento no tenían mucho para hacer) en mi lugar. Algo que por supuesto no les causó mucha gracia.
Frank también tenía grandes problemas para decir las cosas de frente. Como no le gustaba el otro flaco que trabajaba en la cocina como yo le dijo al chef que hacía los horarios que le recortara un montón de horas. Cuando el flaco se enteró, se calentó y fue a hablar con Frank, quien en vez de blanquearle la situación le dijo: “No tengo opción, es la crisis”. Como la respuesta era una pavada, porque a mí me había dado todas las horas que le había sacado al otro, inventó otra excusa: “Lo que pasa es que a Facundo le pago menos”.