Desde que yo tengo memoria, Argentina y China siempre han estado relacionados, y no sólo por los acuerdos económicos de los últimos años. Los supermercados chinos en todas nuestras ciudades son un claro ejemplo, pero también las agencias de quiniela, algunas lavanderías y frases como ¨esto es chino básico¨ o ¨me la juego de acá a la China¨. Por eso era imprescindible para nosotros visitar este lejano país en nuestra aventura asiática.
Shanghai había estado muy bien, y nuestro próximo destino era Beijing, la capital, que también se llama Pekín, aunque por razones idiomáticas que no llegamos a comprender ambos nombres son válidos. Pero sigue siendo la misma ciudad: en comparación con Shanghai, más fría, contaminada y llena de edificios chatos y grises, pero también más tradicional, política e histórica. Además está muy cerca de la Gran Muralla China, una de las siete maravilas del mundo, por lo que nuestro paso por allí se hacía obligatorio.
Nuestra llegada por tren fue diez puntos. En horario, y con indicaciones claras para tomar el subte sin salir de la estación. Pero cuando nos asomamos al aire libre empezaron los problemas, porque además de los diez grados bajo cero tardamos como una hora en encontrar nuestro hostel. Resulta que la aplicación de mapas que solemos utilizar en el celular tenía mal cargada la dirección del alojamiento y nos pasamos un buen rato dando vuelta hasta que pudimos agarrar media línea de wifi y enderezar el rumbo.
Parece mentira pero pese a que uno siempre piensa en China como uno de los países más modernos del mundo su conectividad a la gran red deja mucho que desear. Esto se debe principalmente al estricto control que el gobierno hace de internet a través de un sistema pomposamente llamado ¨Escudo Dorado¨, que consiste en bloquear páginas web consideradas peligrosas para la estabilidad política del país, como contenidos relacionados con la independencia de Taiwan o el Tíbet, entre otros. De la misma manera, tampoco se puede usar Facebook o Google, y el bloqueo se produce de manera tal que si no estás informado sobre la situación no te das cuenta, porque simplemente no carga la página, no es que aparece la cara de Mao y un cartel rojo que te avisa que estás infringiendo la ley.
Entre las cosas que conocimos en Beijing sobresale la plaza Tiananmen, la cual es considerada la plaza popular más grande del mundo, con un terreno que puede albergar hasta medio millón de personas. A pesar de ser un lugar público hay que atravesar un estricto control de seguridad para entrar, donde te piden identificación y tenés que pasar todas tus pertenencias por un escáner. Con Ro hacíamos apuestas sobre cuánto tiempo tardaría la policía en reducirte si desplegaras una bandera del Dalai Lama en ese lugar. Ambos concidimos en que menos de treinta segundos.
Enfrente de la plaza se encuentra la Ciudad Prohibida, un enorme recinto lleno de palacios, templos y jardines que albergó emperadores de las dinastías Ming y Qing durante más de quinientos años y que prohibía la entrada a todo aquel que no perteneciera a la nobleza, de ahí su nombre. Allí aprendimos algunas cosas interesantes gracias a la audioguía en español que alquilamos, con un simpático gallego que iba explicando cosas del lugar a medida que avanzábamos. Si bien eran residencias oficiales de los que en su momento fueron los máximos líderes de China, los palacios no eran lujosos como uno podría imaginarse y en su mayoría estaban construidos de madera.
Entrada de la Ciudad Prohibida
Al mediodía almorzamos en un lugar bien chino, donde por suerte se pedía la comida exhibida detrás de un mostrador. Ambos pedimos una especie de panqueque envuelto relleno de cerdo que no estaba nada mal y salía extremadamente barato. Aquí quiero hacer un paréntesis para explicar de qué manera nos comunicábamos en China, ya que las dos únicas palabras que conocíamos en ese idioma eran ¨hola¨ y ¨gracias¨. Si en los lugares de comida sólo había carta sin fotos ni entrábamos, porque eran simplemente una sucesión infinita de símbolos y números. Si tenían dibujos se los señalábamos y con la mano le indicábamos la cantidad, a su vez que ellos nos mostraban en una calculadora el precio. Para movernos era más facil porque todas las estaciones de subte tenían los nombres de las paradas en pinyin, que es la traducción fonética en caracteres latinos del chino. En algunos colectivos esto no estaba disponible, y en esas ocasiones llevábamos el nombre en chino del lugar a donde queríamos ir (previa búsqueda en internet) y se lo mostrábamos al chofer. En general funcionó siempre bastante bien.
Como ya mencioné, el frío en Beijing era casi extremo. Para que se den una idea, todos los ríos y lagos estaban congelados. No es que tenían una fina capa de escarcha, sino que eran hielo puro y sólido, sobre el que la gente patinaba y andaba en unas bicicletas especiales adaptadas para poder sostenerse en esa superficie. A ese panorama yo me enfrentaba sin gorro, perdido en alguna parte de Nueva Zelanda, con lo cual mis orejas estaban llegando a un grado de congelación absoluto tras caminar un par de cuadras. Así que me acerqué a un vendedor que ofrecía esos acolchados gorros tipo cosaco, con orejeras y la estrella roja de la revolución (je), y entablamos una enérgica negociación por el precio. ¨Treinta yuanes!¨ (5 USD), arremetió él en inglés, yo contraoferté diez y el hombre se mostró molesto, pero bajó a veinticinco. Meneé la cabeza y ofrecí quince. Él quiso veintitrés, yo amagué a irme y cerramos trato en veinte. Parecía un precio justo pero dos cuadras más adelante vendían el mismo gorro a un precio base de veinte yuanes. En fin, con esos tipos nunca se gana.
Ríos congelados en Beijing
El momento de ir a la Muralla representó un desafío, ya que queríamos viajar por nuestra cuenta en vez de contratar un tour de los que venden en la calle o en los hoteles, que si bien son más cómodos porque van directo y te recogen en tu alojamiento, son más caros y el tiempo que tenés para estar en la Muralla es limitado. Así que tras una investigación profunda en blogs de gente que lo había hecho, diseñamos un itinerario que incluía tomarse un subte y dos colectivos que nos llevarían a Mutianyu, una sección del muro en buen estado pero no tan concurrida como otras.
Los dos primeros transportes fueron fáciles, porque estaba todo señalizado en inglés y con otros turistas haciendo el mismo recorrido. Pero después de bajarnos en un pueblo a 18 kilómetros del Muro la cosa se complicó. Desde allí todos completan el recorrido con alguno de los múltiples caranchos que al verte cara de gringo se te acercan y te ofrecen transporte, el cual tenés que regatear arduamente para conseguir un precio razonable. Nosotros sabíamos que había otro colectivo que nos dejaba a metros de la Muralla, así que empecinadamente hicimos oídos sordos a cualquier oferta extraña y empezamos a caminar hasta que reconocimos los números en una parada (por suerte los chinos está parte del lenguaje la usan igual que nosotros).
Ahí estuvimos a punto de tomarnos una línea incorrecta, pero una amable mujer nos indicó por medio de señas que ese no era el colectivo que debíamos tomar y nos indicó el correcto. Si bien ni le habíamos dicho a donde queríamos ir, ¿a qué otro lugar pueden dirigirse dos occidentales que quieren tomarse un colectivo urbano en un pueblo del interior de China a escasa distancia de la Gran Muralla? Por esto, queridos amigos viajeros para los cuales ser considerados ¨turistas¨ es mala palabra y prefieren creer que se mimetizan con los locales, por más que utilicen transportes públicos, hagan dedo o lo que sea, 1) no son chinos; 2) no hablan chino; y 3) no viven en China. En consecuencia son… turistas.
La amable señora nos señaló nuestra parada y en pocos minutos estuvimos en la puerta de Mutianyu. Esperábamos un lugar más desolado e inaccesible pero la realidad es que estaba totalmente preparado para los visitantes, con servicios de aerosilla que te suben a lo alto de la Muralla y te ahorran las dos horas de ardua caminata por la montaña. Aunque suene a flojos lo pagamos, porque arriba también se camina mucho y es duro, ya que el Muro casi no tiene partes horizontales, sino que es una sucesión de subidas y bajadas una más empinada que la otra. En total ese día caminamos 14 kilómetros y recorrimos en subida el equivalente a 145 pisos, todo chequeado por una super aplicación de mi celular que registra los movimientos.
Sobre la Gran Muralla tenía mis reparos, debo decirlo. Como con muchas otras cosas de las que la gente habla maravillas aun sin haberlas visto en su vida y cuando estás ahí te das cuenta que no eran para tanto. Más de 20 mil kilómetros de extensión de piedra de siete metros de alto y cinco de ancho, construida hace 2500 años y custodiada en su apogeo por un millón de guerreros son datos que impresionan, pero nada como estar ahí, verla extenderse hasta el infinito tras la bruma que rodea la montaña e imaginarse cómo fue posible construir algo así en ese terreno tan hostil hace tanto tiempo, con un clima que en invierno alcanzaba los veinte o treinta grados bajo cero. No sé las otras seis, pero la Muralla tiene bien ganado su lugar entre las siete maravillas del mundo.
Para bajar de la Muralla había tres opciones: caminar (descartada desde el comienzo), otra vez la aerosilla o… un tobogán! Sí, aunque parezca increíble a los chinos se les ocurrió colocar un tobogán gigante que desciende la montaña serpenteando y en el que vas montado sobre un deslizador de plástico que te permite frenar y acelerar a gusto. Obviamente tomamos esta opción, la cual resultó muy divertida a pesar de que una china se encargó de estropearnos el paseo a nosotros y diez personas más, ya que iba frenando constantemente y no permitía al resto agarrar la velocidad que deseábamos.
Vista desde la perspectiva de Ro bajando el tobogán
La recorrida por China nos dejó otras cosas curiosas en qué pensar. El último día, por ejemplo, fuimos a un parque donde hacía muy poco se había inaugurado una estatua del General San Martín, en vista de las buenas relaciones con Argentina, y entre que el lugar era gigante y muchos sectores estaban en obras lamentablemente no pudimos encontrarla. Pero lo más llamativo era que todo el parque, como el resto de los que vimos en Beijing (no así en Shanghai), estaba cercado y para entrar había que pagar entrada. Si bien era barata (5 yuanes, menos de un dólar), no viene al caso, ya que se supone que son lugares completamente públicos. Y no es sólo por ser turistas, sino que los chinos también tienen que pagar, aunque ellos tienen disponible un abono mensual de 8 yuanes. Pese a lo privado de los parques, nos gustó en general la movida que tenían, con un montón de gente a toda hora, especialmente mayores, caminando, bailando o jugando a una especie de fútbol con una pelota parecida a las de badminton, donde la van pateando y pasándosela entre ellos por el aire con gran destreza. Por lo que pudimos averiguar, el deporte se llama jianzi y es bastante popular en otros lugares de Asia también.
Jianzi
Bailes en los parques
La hora de comer en China siempre representaba un pequeño estrés, ya que los menús eran para nosotros absolutamente ininteligibles y la comunicación con los empleados casi imposible. Nuestro vocabulario chino se limitaba a decir nihao (“hola”) y xiexie (“gracias”), y el inglés de nuestros interlocutores no solía abarcar un rango mucho más amplio, además de que intentaban evitarlo a toda costa. Un día nos sucedió que nos sentamos en un restaurante y nos llevaron la carta pero nunca fueron a tomarnos el pedido. No había clientes en ninguna otra mesa y al menos tres mozos estaban disponibles, pero en vez de regresar para preguntar qué íbamos a comer intercambiaban risas nerviosas entre ellos, como discutiendo quién iba a ser el desdichado que tuviera que luchar para entender a los extranjeros. Después de quince minutos de espera entendimos que nadie iba a querer atendernos y nos fuimos. Para ahorrarnos un dolor de cabeza en el futuro nos limitamos a comer únicamente en sitios que tuvieran fotos de los platos o que exhibieran la comida detrás de un mostrador. De esa manera podíamos señalar lo que queríamos comer e indicar la cantidad con los dedos, a la vez que el empleado nos mostraba el precio en una calculadora. Primitivo, sí, pero efectivo.
Muy didactico todo. y por lo que veo solo para jovenes y para chinos. Caminen por mi. Susana.
Más para chinos que para jóvenes, je. Saludos!
En primer lugar, me reí mucho con la crónica y tiene buena data! pregunta: el tobogán se paga o es gratis? Creo que tiene más onda decir que te tiraste del tobogán de la Muralla que efectivamente caminar a través de ella (?). Increíbles fotos del lago congelado y todo muy interesante. Se ve que aprovecharon el tiempo! Un abrazo!!
El tobogán se paga por supuesto, aunque sale lo mismo que la aerosilla. Se puede caminar pero son como dos horas y si también subiste a pie vas a necesitar una ambulancia, je.
Me alegro que hayas podido encontrar info útil entre mis comentarios ácidos y te parezca interesante. Cualquier cosa tenemos datos mas precisos igual.
Abrazo!