Es de noche y hace frío. El paso fronterizo que marca la salida de Montenegro y la entrada a Serbia está casi vacío, a excepción del colectivo en el que venimos nosotros. Lo bueno de estos países (Montenegro, Serbia, Bosnia) es que los oficiales de inmigración suben al transporte a recoger los pasaportes, en vez de tener que bajarse uno y hacer una fila a la intemperie. Lo malo es que, de los cuarenta y pico de pasajeros que hay en el colectivo, yo soy el único al que hacen descender para revisarle el equipaje.
Quizás fue por mi abultada mochila de mano, quizás por mi aspecto de avivado espía internacional (?), o quizás por el hecho de que presentara un pasaporte italiano (al parecer, las mafias italianas y montenegrinas tienen relaciones carnales). Pero el caso es que el oficial de inmigración revisó mi documento de viaje con cara de pocos amigos y me hizo una seña para que bajara. Mientras tanto, Ro y el resto de los pasajeros siguen mi ¿interrogatorio? desde las ventanillas.
—¿A dónde viaja?
—A Užice.
—¿Dónde?
Lo repito. Mi pronunciación del serbio no es muy buena.
—Aah. Užice. ¿Negocios?
—No, no, a conocer. Soy turista.
Después de este breve intercambio, me hace abrir la mochila y empezar a sacar todas las porquerías que llevo dentro. Computadora, libro electrónico, cargadores varios, tarjetas de crédito, caramelos, auriculares, galletitas, gorro de lana… Todo bien, hasta que llega hasta una sospechosa bolsa que contiene un polvo marrón.
—¿Qué es esto?
—Café.
—Ábralo.
Obedezco. Lo huele y comprueba que no miento, por más extraño que le parezca que alguien viaje con un poco de café instantáneo. Sigue el registro. El siguiente punto complicado es cuando encuentra la levotiroxina. Son al menos diez tabletas de pastillas agarradas con una goma elástica. Mientras las examina, se le ilumina el rostro.
—¿Y esto?
—Medicamentos. Para mí. Tengo que tomarlo todos los días.
Mi nerviosismo es evidente. Entre su inglés y el mío, explicarle mi diagnóstico de tiroides y su consiguiente tratamiento crónico parece casi imposible. Le muestro una de las tabletas que está a medio consumir, y trato de hacerle entender que tomo una pastilla por día, y que por eso necesito muchas. No parece convencido, pero las deja a un lado y sigue el registro. Enseguida saca las vitaminas. Son cuatro cajas con un gotero sospechoso.
—Vitamina D —respondo, ante su gesto inquisidor—. Para el sol.
Levanto los brazos señalando al cielo, pero claramente es un gesto ridículo que no conduce a nada. Llegados a este punto, yo supongo que el tipo evalúa sus opciones: o insiste con saber qué son todos esos medicamentos, exponiéndose a un complicado, largo e infructuoso intercambio en un rústico inglés, o se da por vencido, acepta que no agarró a ningún capo y me deja ir. Finalmente, opta por esta segunda opción.
Me apresuro a tirar todo dentro de la mochila y vuelvo al colectivo. Todos los pasajeros me miran como a un criminal internacional. Ro sonríe nerviosa. Al rato, el chofer vuelve con los pasaportes y finalmente abandonamos Montenegro. El espectáculo terminó.
Capital a la fuerza
Antes de ser tratado como un peligroso fugitivo en la frontera, hubo tiempo para conocer Montenegro, el país más pequeño de los que componían la ex Yugoslavia. Fue el último de ellos en declarar su independencia, en 2006, tras separarse de Serbia. Se trató casi de un acto reflejo, lo único que podía hacer después de que ya se habían ido todos. Montenegro luchó hasta el final con sus aliados serbios en contra de las otras repúblicas separatistas, en un intento desesperado por preservar algo de Yugoslavia.
La independencia “obligada” de Montenegro se nota sobre todo en su capital, Podgorica. Es una ciudad de avenidas vacías, bicisendas en las que no se ven bicicletas y pequeños edificios que tuvieron que ser readaptados como sedes de importantes instituciones estatales. La estación de colectivos, por ejemplo, es más chica y con menos servicios que cualquier otra en una capital de provincia argentina.
Los pocos visitantes que llegan hasta Podgorica dicen que hay poco para ver, y es cierto: apenas algunos puentes, un puñado de parques y plazas, y la Catedral de la Resurrección de Cristo, una enorme iglesia ortodoxa inaugurada en 2013. Pero aunque algunos lugares parecen interesantes, con potencial y buenas intenciones, en general se ven sucios y abandonados. Compensa su nulo atractivo turístico justamente ese mismo hecho: el ser una capital europea que está lejos de parecer tal, casi como si le hubiese caído esa responsabilidad a la fuerza.
Eso sí, Podgorica tiene los mismos problemas que las mayores capitales del mundo. Una mañana sentimos una explosión considerable mientras estábamos desayunando. Después, cuando salimos a caminar, vimos a algunas cuadras de distancia una densa humareda negra. Preferimos no acercarnos y continuamos nuestra recorrida como si nada. Recién al regresar al alojamiento nos enteraríamos de que había explotado una bomba colocada en el auto de un conocido mafioso local. Sí, la globalización criminal también llegó a Montenegro.
Como curiosidad final, hay que destacar que la ciudad tuvo cinco nombres a lo largo de su historia. Primero fue el asentamiento romano de Doclea, llamado así por ser el lugar de nacimiento del emperador romano Diocleciano. Después, en su fundación en toda regla en el siglo once se la bautizó como Birziminium. En la Edad Media, en tanto, se la conoció como Ribnica. Finalmente, el nombre Podgorica (significa “debajo de Gorica”, y Gorica significa a su vez “pequeña colina”) empezó a usarse desde 1326, con un breve intervalo entre 1946 y 1992, cuando la ciudad fue nombrada Titograd, en honor a Josip Broz Tito, el ex presidente de Yugoslavia.
La vida a sesenta kilómetros por hora
Montenegro es un país muy pequeño. Su superficie es casi la mitad que la de Tierra del Fuego, la provincia más chica de Argentina. De este a oeste solo hay trescientos kilómetros, al igual que de norte a sur. Pese a ello, hay mucho para ver en sus reducidas dimensiones. Tiene algunas de las montañas más espectaculares de Europa, y una línea costera sobre el mar Adriático que no tiene nada que envidiarle a la de Croacia, Italia o Francia. Si a esta geografía le sumamos el dato de que es un país barato, la idea de alquilar un auto para recorrer sus mejores destinos surgía como la mejor opción.
La ruta que salía de Podgorica rumbo a la costa estaba en muy buen estado. El problema era que, pese a ser una de las principales carreteras de Montenegro, la velocidad máxima era 80. Y eso en casos contados, porque la mayoría del tiempo era 60, cuando no bajaba a 40. A veces cambiaba el límite tres veces en cien metros, lo cual hacía la conducción muy molesta. Además, a los locales no parecía importarles demasiado los carteles, ya que continuamente me sobrepasaban muy por encima de la velocidad permitida.
Nosotros íbamos haciendo el esfuerzo de mantenernos dentro de la norma, pero no fue suficiente. A la salida de un túnel nos detuvo la policía. Le di al oficial mis papeles, pero apenas los miró, y me hizo bajarme del auto para subirme a un patrullero, donde esperaba su compañero. Sin saludarme siquiera, me mostró un radar portátil que tenía encima.
—Iba a 73 en una zona de 60.
—¡No lo puedo creer! Creí que la máxima era 80.
—Cambió a 60 antes del túnel. Son 20 euros.
Puse mi mejor cara de lástima, pero no logré conmoverlo (y eso que era cierto que no había visto el supuesto cartel donde tenía que bajar la velocidad). El policía empezó a llenar un acta y sacó un posnet. Le di la tarjeta y me cobró ahí mismo, al costado de la ruta en medio del campo. Curioso, especialmente para un país donde hasta en grandes hoteles de ciudades turísticas te piden efectivo porque “justo hoy no funciona el sistema para pagar con tarjeta”.
Cumplimentado el trámite, regresé al auto, justo a tiempo para ver cómo la policía había detenido a un chino que, tarjeta en mano, ya caminaba hacia el patrullero.
Después de este contratiempo, extremamos las precauciones para no sobrepasar nunca las velocidades permitidas, por más ridículas que nos parecieran. Así, demoramos tres horas en hacer un trayecto de cien kilómetros. El destino compensó todas las molestias, ya que llegamos a la impresionante bahía de Kotor, una entrada de agua irregular e espectacular, rodeada de altas montañas y con hermosas localidades alineadas a lo largo de la línea costera.
Ya habíamos conocido esta zona hace algunos años, cuando visitamos Croacia, pero nos había faltado tiempo para una visita más amplia. Esta vez, por ejemplo, aprovechamos para subir los 1300 escalones hasta una vieja fortaleza sobre la ciudad, desde la cual hay unas vistas impresionantes.
Nuestra siguiente parada en el road trip por Montenegro era el Mausoleo de Njegoš, en el Parque Nacional Lovćen. Este mausoleo, a 1675 metros sobre el nivel del mar, guarda los restos de Petar II Petrović-Njegoš, un poeta, filósofo y príncipe de Montenegro, considerado uno de los mayores próceres de la joven nación montenegrina. Más allá de lo histórico, dicen que el mirador desde el mausoleo es de lo mejor que hay en el país. Y digo “dicen” porque nosotros no pudimos llegar. El camino que salía de Kotor rumbo a Lovćen era angosto, empinado y bordeaba un acantilado. Cada vez que nos cruzábamos con un auto de frente conteníamos el aliento para poder pasar ambos. Pero cuando cumplimos la mayor parte de la ascensión y nos alejamos del acantilado, surgió otro problema: la nieve. Aunque todavía no la habíamos visto en Montenegro, seguíamos estando en invierno, así que era apenas una cuestión de altitud. En ese punto, el camino se hizo todavía más estrecho, con espacio para un solo auto, y a ambos lados gruesas paredes de un metro de nieve. Cada tanto el camino también exhibía rastros de nieve, y había que hacer esfuerzos para que el auto no patinara y terminara estampado contra el muro helado.
Así anduvimos dieciséis kilómetros, hasta donde teníamos que tomar el desvío final para subir al mausoleo. Pero cuando ya parecía que lo habíamos logrado, en el dichoso cruce encontramos el camino cerrado. Ahí nadie se había molestado en sacar la nieve, con lo cual estaba todo cubierto, haciendo imposible circular a pie, y mucho menos en auto. La única razón por la que habían abierto el tramo por el que íbamos antes es que conecta Kotor con Cetinje, una importante ciudad al otro lado de la cadena montañosa. Pero un camino que lleva a un mirador turístico, en pleno invierno, nadie se iba a molestar en abrirlo.
La última noche del recorrido por Montenegro la hicimos en Ulcinj, en el sur, muy cerca de la frontera con Albania. Es una ciudad de playa, con un casco histórico muy pintoresco, que goza de gran popularidad en el verano. Como llegamos tarde, fuera de temporada y sin haber buscado alojamiento, fuimos a uno de los pocos hoteles que encontramos abiertos. De afuera se veía muy bien, con vista al mar y unas orgullosas tres estrellas en la fachada, pero adentro resultó ser de los peores alojamientos en que hemos estado. No había agua caliente, ni luz en el palier, ni toallas, la cama ni siquiera estaba hecha y la calefacción no funcionaba. Además, nos dijeron que el desayuno era de ocho a diez, pero cuando fuimos ocho y diez nos encontramos con que el cocinero todavía no había llegado, por lo que iba a servirse más cerca de las nueve.
Pasamos la noche como pudimos, y al otro día emprendimos el regreso a Podgorica, a 60 kilómetros por hora.
El origen de un país
Durante el tiempo que pasamos en Montenegro no pudimos sacarnos esa sensación de que el país se encontró con una independencia de la que no estaba muy convencido. De hecho, en el referéndum que se hizo al respecto en 2006, el “Sí” ganó con un ajustado 55.5% de los votos, con casi un 15% de ausentes. Algo curioso que provocó esta situación fue que el equipo de Serbia y Montenegro, que se había clasificado a la Copa Mundial de Fútbol de 2006, decidió ir igual al torneo con jugadores de ambos países, a pesar de que Montenegro ya se había independizado de Serbia. Por eso, se puede afirmar que en el partido que Argentina ganó 6 a 0 en ese mundial en realidad jugó contra un equipo de una nación inexistente.
Luego de la independencia, Montenegro parece haber desempolvado una historia y un patrimonio nacional que no convence demasiado. Por ejemplo, entre los libros más importantes de Petar II Petrović-Njegoš, el famoso príncipe del mausoleo, se cuentan El ABC de la lengua serbia, La gramática serbia, El libro de lectura elemental serbio y Un serbio da las gracias a los serbios por el honor. Además, Njegoš aspiraba a ser reconocido como el líder religioso de todos los… serbios. En fin, no es que esté en contra de los países pequeños, pero creo que debería haber una mínima diferenciación cultural, histórica e idiomática para que exista el derecho a un Estado propio.
Otro ejemplo. El empleado que nos mostró nuestra habitación en el hotel de Ulcinj nos dijo con una sonrisa:
—¿Saben cómo se dice “gracias” en montenegrino? Hvala.
No se lo dijimos al muchacho, pero ya lo sabíamos, porque es igual que como se dice en Serbia, en Croacia, en Bosnia y hasta en Eslovenia. Hoy todos estos países afirman hablar un idioma propio y diferente, pero la realidad es que casi todos continúan hablando el mismo serbocroata de la antigua Yugoslavia (el esloveno es apenas un poco más diferente). Todos reclaman como propios los mismos platos gastronómicos (el burek, el ćevapi, la rakia), todos manejan de la misma forma alocada, todos son igual de amables, todos son fanáticos del fútbol y todos adoran hablar y fumar.
Esta es solo una opinión muy personal, pero creo que, cuando estaban unidos, estos países tenían algo que decir en el orden mundial. Yugoslavia era una potencia económica y militar, que lideraba el Movimiento de Países No Alineados, intentando romper la división geopolítica de la Guerra Fría provocada por Estados Unidos y la Unión Soviética. Incluso era una potencia deportiva, con grandes actuaciones en fútbol, básquet, handball, waterpolo, esquí, tenis, gimnasia, ajedrez y otros. También había altos niveles educativos, buenos índices laborales y un sistema sanitario que los incluía a todos.
Hoy, todo eso se ha perdido en manos de unos nacionalismos muy efervescentes, que intentan a toda costa borrar la multietnicidad que tanto los caracterizaba. ¿Y qué han obtenido a cambio? Países pequeños, pobres, sin influencia y con graves problemas de tolerancia étnica y religiosa. ¿Valió la pena? Solo ellos pueden saberlo.