A los europeos les encanta hacer subdivisiones dentro de su propio continente. Y a cada subdivisión corresponde una serie de prejuicios. ¿Escandinavia? Ricachones de corazón helado. ¿Europa Central? Aburridos pero honrados. ¿La Península Ibérica? Simpáticos gritones que tienen sol todo el año. ¿El oeste de Rusia y Turquía? Eso no es Europa. ¿Los Balcanes? Pobres y corruptos. ¿Y Europa del Este? Territorio hostil, lo peor de lo peor, la casa de Lenin, Marx y otros supervillanos.
Bulgaria entra en estas dos últimas categorías, así que la percepción de sus coterráneos europeos no es muy elevada. Para peor de males, se clasificó como el país más pobre de la Unión Europea durante varios años consecutivos. Entonces, ¿un Estado poscomunista, juzgado por sus vecinos y con una naturaleza exuberante? Cómo no íbamos a visitar un lugar así.
El viaje a Bulgaria debe haber sido el más planificado en la historia del blog. Compramos los vuelos originales para abril de 2020 (con el aliciente de que íbamos a ir con un amigo de la casa como Manu, llegado especialmente desde Argentina para la ocasión), pero quizás recuerden que pasó algo extraño en el mundo por esa fecha. Cancelamos y recién pudimos volver a programarlo en septiembre de 2022, cuando otros imprevistos nos obligaron a reprogramar de nuevo. En Abril de 2023, tres años después de la fecha original, por fin pudimos volar a Sofía, aunque, lamentablemente, sin la compañía de Manu.
Una curiosidad. Sofia en búlgaro no se pronuncia Sofía, con esa tilde que usamos en español, sino Sofia, con un acento prosódico en la primera sílaba. Además, se escribe София, en alfabeto cirílico. Bulgaria es uno de los seis países de Europa que lo utilizan.
Para este viaje incorporamos por primera vez dos elementos: un mapa rutero y una guía de viaje en papel. El mapa, porque habíamos tenido algunas malas experiencias con Google en los últimos destinos que recorrimos en auto; y la guía, porque queríamos probar otra forma de conocer, más allá de leer los inefables blogs de internet.
La guía pronto demostró ser bastante polémica y ambigua. Sobre Sofía, por ejemplo, decía: “no es una gran metrópoli, pero sí una ciudad bastante moderna de espíritu joven, con iglesias de cúpulas en forma de bulbo, mezquitas otomanas y monumentos del Ejército Rojo que le dan un aire ecléctico y exótico”.
Quizás por nuestro insufrible sentido de contradicción, el lugar que más nos interesó de la capital búlgara fue el Museo de Arte Socialista. Llamarle museo a ese edificio medio escondido en una zona industrial de la ciudad quizás sea demasiado, pero ese es el nombre que le dieron al lugar adonde fueron a parar muchas de las estatuas y símbolos comunistas que antaño estaban desperdigados por la ciudad. La Estrella Roja, Lenin, Todor Zhivkov (líder de la Bulgaria comunista entre 1954 y 1989), el Che Guevara, campesinas y campesinos, obreras y obreros; todos se amontonan en el jardín trasero del edificio, con unas escuetas placas que indican qué o a quiénes representan y dónde estaban emplazadas.
La relación de Bulgaria con su pasado comunista parece, a toda vista, complicada. Una mezcla de vergüenza y resentimiento, que el Estado se encarga de animar para intentar borrar cualquier rastro que quede de esos años “infaustos”. ¿Es este sentimiento compartido también por la mayoría de la gente? Imposible saberlo para dos argentinos que apenas andaban de paso.
Lo que sí voy a decir del arte comunista es que valoro mucho que representen un poco más al pueblo que el arte más “desarrollado”, solo enfocado en la élite (¿cuándo pintó Da Vinci a un pobre?). A ver, está claro que hay muchísimas estatuas de sus líderes, pero también es normal ver a mujeres y hombres comunes en su día a día, trabajando en el campo, en la fábrica o con fusil en mano dispuestos a defender la patria. No sé cuándo fue la última vez que vi en Argentina una estatua de una mujer trabajando o de un campesino. Si es que alguna vez lo hice. La realidad del mundo, sea capitalista, comunista o feudalista, es que para que haya uno en la élite se necesitan cincuenta mil atrás trabajando en la fábrica, en el campo, en la recolección de residuos o en cualquier otra tarea manual. Está muy bien que alguien se acuerde de ellos a la hora de encargar “el arte”.
Montañas, playas y ovnis
El apartado de la guía sobre las rutas de Bulgaria no era muy alentador: “las carreteras búlgaras se cuentan entre las más peligrosas de Europa (…). Sofía y las carreteras de la costa del mar Negro pueden estar especialmente saturadas de tráfico y, por ende, ser una pesadilla. Aparte de las cuidadas carreteras principales, el estado de la red viaria búlgara puede ser desolador: baches, obras, vehículos lentos, caballos y carros, más, a menudo, la conducción temeraria de otros automovilistas”.
Pero las rutas “desoladoras” no fueron el primer inconveniente que tuvimos que enfrentar nada más salir de Sofía, sino la temperatura del auto, que subió por encima de los márgenes seguros, como pudimos apreciar por el incipiente humo que salía del capó. Quienes vengan siguiendo este blog hace un tiempo sabrán que a lo largo de los años hemos perdido dos autos (literalmente perdidos, destruidos, caput) por culpa de ese maldito indicador de temperatura. ¿No hay dos sin tres?
Para colmo de males, nuestra decisión de viajar por Bulgaria a la vieja usanza, con guía y mapa en papel, nos llevó a desechar la idea de comprar una SIM card para el teléfono, así que también estábamos incomunicados. Sin más remedio, nos pusimos a hacer señas en la autopista para intentar que alguien se detuviera a ayudarnos. Después de diez minutos una pareja lo hizo, y muy amablemente nos prestaron el teléfono para llamar a la compañía de alquiler y regañarlos pedirles amistosamente que por favor nos cambiaran el vehículo. Tras casi dos horas de espera llegó el reemplazo y, tal vez para compensarnos por las molestias, con una considerable mejora en las comodidades (no cambiamos un Twingo por una Ferrari pero casi; pasamos de un Corsa a un Citroën C3).
Ya sin más interrupciones, pudimos llegar sin problemas a nuestro primer destino, el Parque Nacional Rila, donde nos esperaba una caminata de cinco horas para ver unos lagos en lo alto de las montañas. El primer paso era subir a una aerosilla durante veinte minutos, lo que cualquiera con miedo a las alturas como yo sabe lo que significa. Nada más aterrador que ese progresivo alejarse del suelo, y más aún cuando empieza a soplar el viento o incluso a caer nieve en medio del trayecto.
La aerosilla nos depositó en un paraje a una altura considerable, cubierto de nieve y con una espesa niebla que bloqueaba la visibilidad a diez metros. Solo fueron necesarios unos pasos sobre el terreno y enterrarnos hasta la rodilla para entender que ninguna caminata sería posible en esas condiciones. Como el resto de los pocos ingenuos valientes que habían llegado hasta ahí, terminamos en la cafetería del refugio de montaña, tomando un café de máquina que nos vendió un búlgaro entrado en años que hablaba italiano y había vivido en todos los países de Sudamérica.
La segunda parada del día fue en el monasterio de Rila, el sitio religioso más importante del país. Con más de mil años de historia, fue especialmente importante en la conservación de la cultura búlgara durante el largo período de la ocupación otomana, aunque lo más llamativo es sin dudas su entorno, en medio de un valle rodeado de altas montañas siempre cubiertas por la niebla.
Unos hermosos caminos de montaña rumbo al sudeste del país, atravesando el Parque Nacional del Pirin, fueron el escenario del día 2. La ruta serpenteaba entre bosques y pequeñas cascadas de deshielo, atravesando pueblos detenidos en el tiempo. La mayoría de estos pueblos mostraban un aspecto no muy alentador, con calles en mal estado, construcciones con los techos hundidos y casas abandonadas, y los pocos habitantes que se veían en la calle superaban con amplio margen los 75 años. La emigración a las grandes ciudades es un fenómeno global, y más en un país como Bulgaria, donde a dos horas de avión y sin necesidad de visa el sueldo puede ser al menos cinco veces mayor.
En estos parajes tuvimos otro pequeño percance con el auto cuando, mientras estábamos estacionados al lado de la ruta, a un camionero no se le ocurrió mejor idea que parar delante de nosotros y empezar a ir marcha atrás sin prestar atención a nuestros insistentes bocinazos. El esperable “crac” terminó de confirmar lo inevitable: un rayón considerable en el frente del flamante Citroën. Ante ese panorama teníamos dos alternativas: pelearnos en búlgaro con el camionero de aspecto poco amigable, o hacernos los desentendidos y relajarnos porque habíamos pagado el seguro del auto contra todo daño. Los dejo que se queden con la versión que más les guste.
El punto culminante del día era un sendero a las afueras de Devin, un pueblo de montaña famoso por producir el agua embotellada más importante de Bulgaria. Pero lo que era una tranquila y pintoresca caminata a la vera del río Devinska tomó unos tintes épicos (?) cuando, en el comienzo del sendero, vimos un cartel que alertaba sobre la posible presencia de osos en la zona. ¿Osos? ¿Cómo es que dicen en las películas que hay que reaccionar? ¿Hacerse el muerto? ¿O era levantar los brazos y gritar? Claramente nuestro conocimiento teórico no estaba a la altura de las circunstancias, pero igual decidimos aventurarnos en la montaña, haciendo una revisión periférica cada tanto para asegurar la zona. Por suerte no vimos ninguno.
Nuestro camino siguió atravesando el centro del país, cubierto de más montañas y bosques espectaculares, que aún no terminaban de quitarse el invierno de encima. Lo más interesante que vimos en todo el trayecto hasta la costa del mar Negro fue Plovdiv, la segunda ciudad más grande de Bulgaria, con un hermoso y bien conservado casco antiguo y algunas casas pintorescas de lo que se llama el período del Renacimiento Nacional (una época, durante los siglos 18 y 19, donde los búlgaros comenzaron a sentirse e identificarse como tales).
Desde Plovdiv, trescientos kilómetros de autopista sobre un terreno llano nos llevaron al mar. Y para seguir con nuestra fiel costumbre, nuestra estancia en la zona costera no coincidió con la temporada cálida. Así que las playas estaban desiertas, los restaurantes cerrados y la mayoría de las atracciones en plena renovación para el verano. De todas maneras vimos lugares interesantes, como Nesebar, un pintoresco pueblo con casas de madera y piedra sobre una pequeña península, al que la guía lapidaba con la frase “fuera del verano es un pueblo fantasma”.
La contracara del tradicional y tranquilo Nesebar está a unos pocos kilómetros. Cuando en Dinamarca conté que iba a viajar a Bulgaria, la única referencia que me dieron fue “¿Sunny Beach?”. Este enclave de fin de semana fue creado en 1958, y desde entonces no ha parado de crecer hasta convertirse en el lugar turístico más visitado del país. Y cuando digo “creado” no exagero: lo único que había en ese lugar era el mar, pero por lo demás hubo que transportar terreno fértil, plantar árboles, llevar arena y, por supuesto, construir los resorts. Según la guía, Sunny Beach es el lugar más caro de Bulgaria.
Cerrando el recorrido circular más cerca del norte del país, vimos los dos lugares que más nos llamaron la atención en toda la visita, aunque por razones bien distintas. El primero, Veliko Tarnovo, es una de las ciudades más antiguas de Bulgaria, enclavada sobre un terreno imposible en lo alto de unas montañas y un río que corre a sus pies. El lugar era, a todas luces, el más turístico de todos los que habíamos visitado hasta entonces, pero la dueña del pequeño hotel donde pasamos una noche nos confesó que antes de la pandemia tenía cinco empleados y ahora solo uno, y de paso nos pidió que por favor no usáramos la cocina del alojamiento así no tenía que pagar para que la limpiasen.
El segundo, el monumento Buzludzha, situado en la cima de una montaña de casi mil quinientos metros de altura, es una antigua sala de congresos del extinto Partido Comunista Búlgaro. Lo más llamativo de la construcción, además de su emplazamiento, es su curiosa forma que recuerda a (como pensamos que se ve) una nave extraterrestre.
El monumento Buzludzha fue finalizado en 1981, pero quedó abandonado apenas ocho años después tras la caída del comunismo en Bulgaria. Su estado de deterioro es evidente desde el vamos, con la ruta que sube a la montaña en pésimas condiciones, y que ahí sí recuerda a lo “desolador” que menciona la guía sobre los caminos búlgaros. Además, los alrededores del monumento están destruidos, la fachada llena de grafitis y los vidrios rotos. En algún momento se podía entrar y ver los imponentes mosaicos que evocan las luchas comunistas y el increíble techo abovedada con el emblema gigante del Partido Comunista pintado en el centro, pero cuando fuimos nosotros la única entrada estaba completamente tapiada y un enorme cartel en inglés advertía de que no se intentara ingresar.
Buzludzha reafirma la idea, también reflejada en el Museo de Arte Socialista de Sofía, de enterrar y olvidar el pasado reciente del país. Una aproximación equivocada desde nuestro punto de vista, ya que más allá de las valoraciones de cualquier período histórico, recordar y comprender es siempre la mejor manera de crecer y no caer en la misma situación. Rehabilitar el monumento, quizás como un museo con las críticas pertinentes al proceso comunista, parece una opción mucho más productiva.
El mismo día que visitamos el ovni comunista regresamos a Sofía, con apenas un puñado de horas por delante para devolver el auto y volar a casa. Un carancho taxista nos ofreció llevarnos desde la Terminal 2, donde estaba la agencia de alquiler, a la 1, desde donde salía nuestro vuelo, a pesar de que a apenas diez metros de nosotros había un cartel en inglés que decía “shuttle gratuito entre terminales”. Un intento casi ingenuo, adorable si se quiere, para un país que intenta abrirse paso en la Unión Europea de la misma manera, como pidiendo permiso, ante la desconfiada mirada de sus vecinos.