No creo que a los londinenses les desvele esto, pero su ciudad ocupa un lugar entre el selecto grupo de mis ciudades favoritas del mundo. Una lista que, así armada de memoria, está conformada por Tokio, Singapur, Roma, Bariloche, Dunedin, Estambul y alguna otra que me estaré olvidando. Es por eso que cada vez que surge una posibilidad me doy una vuelta por la capital inglesa.
La última de estas escapadas funcionó como excusa para pasar Año Nuevo. Un Año Nuevo raro, con la pandemia del covid descontrolada, que hasta último momento puso en jaque el viaje. Pero después de tantos planes cancelados, y con tres vacunas colocadas, dijimos basta y seguimos adelante, sorteando numerosos obstáculos en forma de formularios, tests en Dinamarca, tests en Inglaterra, aislamiento, mascarillas y un largo etcétera. Y lo bien que hicimos.
Nuestra base fue un pequeño y casi vacío hotel a una cuadra de Kensington Gardens, el parque que alberga la curiosa estatua de Peter Pan de la que ya hablé en otra ocasión. No era un canto al lujo, y la calefacción estaba tan caliente que tuvimos que dormir todas las noches con la ventana abierta (en pleno invierno), pero de todos los alojamientos pagos que tuve en Londres fue sin dudas el mejor.
Instalados en nuestra habitación de hotel, surgió entonces la inevitable pregunta: ¿qué hacemos una semana entera en Londres, después de haber conocido tanto en el pasado?
Algunas ideas ya teníamos, y lo bueno de ciudades así de grandes es que se renuevan constantemente. Además, por ejemplo, nunca habíamos viajado en época de fiestas, por lo que tuvimos la posibilidad de ver Oxford Street, Regent St., Leicester Square, Trafalgar Square y otros lugares icónicos adornados con luces y pequeños mercados navideños cada pocas cuadras, donde era posible conseguir todo tipo de golosinas, garrapiñada, chocolate caliente, facturas y el tradicional vino caliente (que en Inglaterra llaman mulled wine y en Dinamarca gløgg).
Pero, sin dudas, el lugar festivo por excelencia en Londres era Winter Wonderland, una enorme feria montada en Hyde Park, con puestos de comida, música en vivo, juegos y otras atracciones. Los juegos no son mi fuerte. Sufro de un pavor creciente a todo lo que genere adrenalina, así que en mi caso la visita a Winter Wonderland se redujo a comer, ver unas esculturas de hielo y escuchar a un simpático sesentón que cantaba y tocaba la guitarra con entusiasmo, aunque sin ningún talento.
Otra cosa que teníamos ganas de hacer en Londres era ir al teatro. Valga la aclaración: no somos del tipo de personas que pueden disfrutar una ópera clásica, así que buscamos algo más acorde a nuestros gustos. Así terminamos yendo a ver la obra Witness for the Prosecution, escrita por Agatha Christie y estrenada por primera vez en 1953.
La obra cuenta la historia de un hombre acusado del asesinato de una mujer rica para quedarse con su herencia, y gira alrededor del juicio que esta persona enfrenta para no terminar condenado a muerte. Además de que el guión resultó muy entretenido y nos pareció muy bien actuado, la ambientación, en una antigua corte de la ciudad, le dio un toque extra de interés.
No teníamos pensado hacer otra incursión al teatro durante nuestra visita, pero algunas horas después encontramos por casualidad entradas disponibles para ver la segunda parte de Harry Potter and the Cursed Child. Esta obra, que es la octava entrega de la saga y fue escrita por la propia JK Rowling, ha batido muchísimos récords desde su estreno en 2016, y rara es la función en la que no cuelgan el cartel de sold out. Con la suerte que significaba conseguir entradas con un día de anticipación, no podíamos dejar pasar la oportunidad.
Harry Potter and the Cursed Child dura en total unas cinco horas (!), por lo que se la dividió en dos partes que se venden como obras separadas. Claro que hay muchos valientes (quizás, de hecho, la mayoría) que la ven completa en un solo día, pero en nuestro caso eso estaba descartado por tres razones: 1) Cinco horas de teatro (y en inglés) está fuera de nuestro alcance de concentración); 2) Comprar entradas con poca anticipación resulta bastante caro, y; 3) Solo había entradas disponibles para la segunda parte.
Habiendo leído el libro (por supuesto que hicieron un libro), pudimos sumarnos a la mitad de la obra relativamente enterados de lo que estaba pasando. Y aunque no nos hubiésemos enterado de nada, la verdad es que hubiese valido la pena igual. La puesta en escena es increíble, con los actores volando por el escenario, lanzándose hechizos y cambiando la escenografía a velocidad relámpago. Párrafo aparte para (alerta de SPOILER), la aparición de Voldemort en la sala, caminando desde la oscuridad de la última fila hasta el escenario.
Satisfechos con nuestro paso por el teatro londinense, visitamos también uno de los grandes íconos de la ciudad: el London Eye. Fue mi segunda vez, pero Ro no había subido nunca. Y la verdad, al margen de tener que hacer toda la visita con el barbijo puesto, es que las vistas desde la rueda gigante valen mucho la pena.
Y ya que estábamos en plan turistas-no-mochileros-que-cuidan-el-dinero-pero-no-tanto, nos fuimos al cercano pub The Sherlock Holmes a tomar una(s) cerveza(s) y comer fish and chips. Como otros lugares que hacen referencia a la obra de Arthur Conan Doyle, del gran detective de la literatura el Sherlock Holmes solo tiene el nombre, algunos cuadritos colgados en el baño y poco más. Pero el fish and chips está muy bien.
Otros atractivos turísticos que visitamos fueron el Camden Market, Piccadilly Circus (imposible pasear por el centro de Londres sin terminar ahí) y Kensington Gardens. También entramos al Museo Británico, aunque solo para hacer una parada técnica durante un día lluvioso e ir al baño, y nos acercamos a ver la plataforma 9 ¾ en la estación de King’s Cross. Esta vez no nos aventuramos a traspasar la pared empujando el carro del equipaje, porque Hogwarts ya estaba pidiendo la cuarta dosis de la vacuna contra el Covid.
Para la noche de Año Nuevo estaba previsto un gran espectáculo de fuegos artificiales sobre el Támesis, que terminó siendo cancelado por el gobierno debido a la pandemia, como una manera de evitar aglomeraciones de gente. La movida no salió del todo bien, porque poco antes de la medianoche la gente (nosotros incluidos) comenzó a congregarse en Piccadilly Circus de a miles, y la distancia social pasó a ser una utopía. Había como un clima tenso y festivo a la vez, con la policía que iba y venía lidiando con pequeños altercados y grupos de personas que ambientaba con música y risas. Cuando ya faltaba poco para las doce, las enormes pantallas de Piccadilly interrumpieron su publicidad habitual para mostrar una cuenta regresiva de diez segundos, que culminó con un “Happy New Year!” generalizado. Y, a pesar de que estaba prohibido, no fueron pocos los fuegos artificiales que aparecieron en el cielo.
Mientras las masas se desconcentraban y los jóvenes acudían a las puertas de los clubes nocturnos, nosotros decidimos dar por terminado un día largo y volver al hotel. Además de una jornada de intensa caminata, habíamos comenzado la noche en un restaurante argentino en la zona de Elephant & Castle, comiendo milanesas y tomando una Quilmes con un mural del Diego de fondo.
Agotados los lugares que queríamos visitar, el último día lo dedicamos a deambular medio sin rumbo por las calles de la capital inglesa, desiertas tras la gran celebración del cambio de año. Terminamos tomando una cerveza a las cuatro de la tarde en un pub de Camden, mientras en la televisión pasaban un partido del Manchester City y por los parlantes sonaba Half the world away, de Oasis. Tres ingleses bailaban en un rincón al ritmo de la música, mientras sostenían unos vasos de cerveza gigantes. Nosotros dejamos que terminara la canción, apuramos nuestros vasos y nos fuimos.