Desde que llegamos a Nueva Zelanda, hace unos cuatro meses y medio, pasamos por diferentes tipos de viviendas, protagonizando un interesante número de mudanzas. Esto es bastante normal para un viaje como el que estamos llevando a cabo, pero nosotros le metemos nuestro toque nómade, que nos hace cambiar de casa más veces que el promedio de la gente.
Esta semana realizamos la octava (!) mudanza en tierra kiwi (sinónimo de neozelandés, recuerden), y veremos cuánto nos dura el nuevo hogar. Atrás quedaron el hostel de Auckland, el apart y el motor lodge de Hastings, el motel de Kopu, la casa de Thames, la casa de Kevin, la casa de Jane y la casa de Gloucester (estas últimas tres en Christchurch). Pero vamos con un repaso de los últimos acontecimientos.
En la casa de Jane no estábamos del todo cómodos. Sus condiciones estructurales y los mega eventos de los fines de semana que nos condicionaban el descanso (especialmente a los esclavos como yo que trabajan los domingos) nos hicieron replantearnos la necesidad de mudarnos. Con otras dos parejas argentinas, que estaban en la misma situación, nos lanzamos a la búsqueda de una nueva casa para alquilar, que al principio no dio resultados.
Hasta que un día Caro, una salteña-porteña que es operadora de turismo, vio un mensaje en un grupo de Facebook de latinos en Christchurch de un argentino que necesitaba gente para habitar su casa, porque se quedaba solo y, si no conseguía a nadie, la dueña lo sacaba a él también. Enseguida nos pusimos en contacto y fuimos a ver el lugar.
Estaba muy bien. Cuatro habitaciones, espacios amplios, luminosidad, etc. El único problema era que la dueña no quería que vivieran más de cuatro personas, y nosotros estábamos queriendo ser siete. Pero Caro la convenció por teléfono de conocernos y darnos una oportunidad y, tras algunas vueltas, la señora accedió a alquilarnos la casa. Eso fue un domingo, y podríamos mudarnos el sábado siguiente, cuando se hubiera ido el kiwi que estaba viviendo con el otro argento en ese momento.
Todo era alegría. Cantábamos y bailábamos por la posibilidad de un nuevo comienzo, mientras transitábamos la última semana en la casa de Jane. Le avisamos a la señora J que nos íbamos, el viernes empacamos todo y el sábado ya estábamos listos para la mudanza. La hora señalada era las 2 de la tarde. Con Ro fuimos a almorzar al Burger King para celebrar nuestra nueva vida, y a eso de la una le llega un mensaje de texto de la dueña de nuestro futuro hogar.
-Perdón, pero hablé con mi abogado y el seguro no me cubre si alquilo la casa a tanta gente. No se pueden mudar.
“No se pueden mudar”.
Esas palabras quedaron flotando en el aire hasta que alcanzamos a entender la magnitud de su significado. La vieja nos había dejado en la lona a una hora de trasladarnos. ¡La %#&$ que la parió!
Les avisamos la mala nueva a los otros chicos y, mientras la desazón se apoderaba de sus corazones, con Ro pusimos manos a la obra para encontrar otro lugar para nosotros, porque no queríamos seguir ni un día más en la casa de Jane; ya nos habíamos mentalizado que nos íbamos.
Foto de equipo en la casa que no fue.
Nuevamente a través de Facebook (algún día escribiré un post sobre cómo se consigue casa y trabajo en Nueva Zelanda) nos pusimos en contacto con unos tucumanos que liberaban dos habitaciones en una casa de la calle Gloucester. Nosotros ya la conocíamos, porque apenas llegamos a Christchurch fuimos a verla, pero no pudimos quedarnos porque una pareja que la había visto un día antes nos ganó de mano y se quedó con la habitación disponible.
La cosa es que al otro día pudimos finalmente mudarnos, dejándoles a las dos parejas argentas nuestra palabra de honor de que si surgía algún lugar para compartir nos volvíamos a mudar con ellos.
La casa de Gloucester era muy acogedora y, tras una profunda limpieza, quedó en muy buenas condiciones. Pasamos a vivir con otros tres argentinos y un inglés hincha del Liverpool, que ni él sabe cómo terminó ahí. Por primera vez en muchos días tuvimos una semana en paz y tranquilidad. Ya estábamos perfectamente acomodados para transcurrir así los próximos dos meses. Pero…
El sábado fuimos con Ro a pasear a Akaroa, un pueblo en la montaña a noventa kilómetros de Christchurch, y cuando estábamos volviendo nos empezó a rastrear Caro, que había conseguido una casa, se mudaba al día siguiente y quería saber desesperadamente si nos íbamos a cambiar nosotros también. Dudamos un poco qué hacer, porque en Gloucester realmente estábamos muy cómodos y en la casa nueva, además de los seis que ya nos conocíamos, vivían dos personas más de las que no teníamos registro. Uno de ellos era un kiwi de 18 años que, según comentarios, no hacía nada en todo el día más que jugar a los jueguitos en su habitación.
Pero nuestra integridad moral pudo más, así que decidimos cumplir nuestra palabra y mudarnos con ellos. El domingo, mientras yo trabajaba, Ro montó un centro de operaciones para coordinar toda la movida con el dueño de la casa a donde nos íbamos, la dueña de Gloucester y las dos personas que tuvimos que buscar para que nos reemplazaran y no les aumentara el alquiler a los chicos que se quedaban viviendo ahí.
Después de un par de horas, y con un mini terremoto en el medio (¡literal!) , lo logró, y para cuando yo volví con el pan debajo del brazo ya estaba todo resuelto. Finalmente, podemos decir que estamos instalados (Dios sabe por cuánto tiempo) en una confortable casa de dos pisos, cinco habitaciones, dos baños, ocho personas y una play station 2, que nos alquila un chino que habla un inglés atravesado, casi inentendible.
La novena vivienda ya es una realidad y nuestra aventura en Nueva Zelanda promete llevarnos a superar holgadamente la docena. ¿Apuestas?
Vista nocturna de la nueva casa.
Espacios amplios.
Las doce casas de Nueva Zelanda (?)