Las crónicas del outback, parte 2

En el artículo anterior les conté cómo dejamos atrás Melbourne, nuestro paso por la Great Ocean Road camino a Adelaida, la sorpresa que nos llevamos al descubrir que el camino de Uluru a Perth no estaba asfaltado, nuestras primeras impresiones del outback australiano y la visita al pueblo minero de Coober Pedy. Y esta historia sigue así…

Seguimos adelante atravesando kilómetros y kilómetros de la nada misma, advirtiendo la creciente cantidad de tierra roja al lado de un camino cuya monotonía sólo se veía alterada por algún canguro muerto víctima de un conductor imprudente. Unos 400 kilómetros al norte de Coober Pedy divisamos una enorme formación rocosa colorada que sobresalía sobre la vasta llanura del paisaje. “Uluru!”, exclamamos cautivados por la magnificencia de la enorme piedra que teníamos ante nuestros ojos.

Pero la ruta en vez de acercarse se alejaba en otra dirección y según nuestros cálculos todavía faltaban unos 150 kilómetros para llegar. Una consulta al atlas de viaje nos sacó de nuestras dudas: lo que acabábamos de ver no era Uluru, sino una colina de forma muy similar llamada Mount Conner y apodada Fool-Uru (Uluru para tontos), porque aparentemente todos los turistas la confunden con la famosa roca de la zona.

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El falso Uluru

Así que continuamos, con un creciente cansancio e impaciencia por averiguar si Uluru nos impresionaría más que su imitación, que realmente nos había impactado bastante. Cuando ya faltaban pocos kilómetros llegamos a Yulara, un pueblo-resort que el gobierno australiano fundó en los 70 para monopolizar el negocio del turismo en la región. En la localidad sólo hay hoteles, un camping, restaurantes, una estación de servicio (90 % más cara que en Melbourne), un supermercado, agencias de alquiler de vehículos y todos los servicios para el turista. El lugar está rodeado de árboles y césped, lo cual constituye un verdadero oasis artificial en el desierto.

Pero como era temprano y el pueblo-resort no nos interesaba por el momento seguimos manejando y al fin, cuatro días y 2300 kilómetros después de salir de Melbourne contemplamos Uluru, la impresionante montaña de piedra rojiza que se erige solitaria en el desierto y es venerada por los indígenas nativos. La miramos de frente, de costado, de cerca y de lejos. Le sacamos fotos, la filmamos y la guardamos para siempre en nuestras retinas. Después fuimos a un estacionamiento especialmente preparado para todos los visitantes que quieren ver Uluru cuando llega el atardecer y adquiere un tono incluso más intenso. A medida que el sol desaparece en el horizonte la sombra trepa por la montaña y la cubre en cuestión de minutos. Un espectáculo único.

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Uluru, de naranja furioso

Con la moral en alto volvimos a Yulara en busca de un lugar donde estacionar la van y pasar la noche. Como gratis y con baños cercanos no había nada fuimos a probar suerte al camping, el cual nos quiso cobrar unos nada desdeñables 38 dólares a cambio de estacionamiento, cocina, duchas y algo más. Pero como ya habíamos averiguado que si se llenaba habilitaban otro sector más barato, decidimos esperar un poco y más cerca de la hora de cierre volvimos a preguntar. Efectivamente se había llenado y ahora nos ofrecían las mismas comodidades que antes (aunque estacionando un poco más lejos) por diez dólares. Otro triunfo moral.

Antes de regresar por donde habíamos venido nos quedaba una cosa más por hacer. Así que la mañana siguiente pusimos el despertador seis menos cuarto para ir a ver el amanecer a Kata Tjuta, otra formación rocosa similar a Uluru pero dividida en cinco o seis montes de piedra en lugar de uno solo uniforme, y ubicada dentro del mismo parque nacional. Como estaba nublado la aparición del sol no fue la gran cosa, pero al ser temprano pudimos aprovechar para realizar una caminata por el medio de Kata Tjuta y contemplar más de cerca esas curiosas rocas rojas gigantes en el desierto.

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Kata Tjuta

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Entre medio de las piedras de Kata Tjuta

Menos de 24 horas después de haber llegado a Uluru subimos a la van y emprendimos el largo regreso hacia al sur evitando la inhóspita ruta del centro del país, que nos juramentamos cruzar algún día cuando podamos disponer de un vehículo 4×4. Aunque fue poco tiempo el que pasamos en la zona quedamos más que satisfechos. Al llegar a Port Augusta dejamos atrás el centro del país con la gratificante sensación de haber visto algo diferente.

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Nos acercamos a ver la famosa Great Central Road, que no nos animamos a cruzar

Pusimos rumbo al oeste para recorrer los 2400 kilómetros que nos separaban de Perth esperando volver a transitar por la civilización, pero tras dejar atrás Port Augusta no tardamos en caer a la realidad: aunque el camino iba al lado del mar, estábamos en el sur de Australia y se veía un poco más de vegetación (especialmente eucaliptos y gomeros), seguíamos en el outback. La desolación era casi igual o mayor que en la ruta a Uluru. Es que no se tiene verdadera noción de lo grande que es y lo vacío que está Australia hasta que te alejás de las principales ciudades y recorrés cientos y hasta miles de kilómetros sin pasar por un solo pueblo.

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La nada misma

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Lejos de todo

Esta sensación se acrecentó aún más al cruzar la imponente llanura de Nullarbor, nombre que proviene del latín y significa “no árbol”. Y esa definición no podría ser más acertada. A lo largo de 1200 kilómetros prácticamente no se ve más vegetación que pequeños matorrales secos y el terreno es plano e inabarcable. Tan poco cambia el paisaje que en esta zona transitamos por la recta más larga de Australia; 146 kilómetros sin ninguna curva.

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La recta más larga de Australia

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El único canguro que vimos en los últimos kilómetros

Nuestra única parada “larga” fue en un lugar llamado Head of Bight, que entre los meses de abril y noviembre tiene cierto movimiento porque las ballenas se acercan a la costa y se puede verlas fácilmente desde los acantilados que chocan con el mar. Efectivamente, tras pagar una entrada de quince dólares y llegar a un mirador a través de un sendero pudimos ver algunas ballenas a una distancia aceptable, lo suficiente como para apreciar como echaban agua y sacaban la cola para golpearla contra la superficie del mar.

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“Bienvenidos a Glendambo: Población – Ovejas: 22,500, Moscas: 2 millones (aproximadamente), Humanos: 30!”

Dos días en total nos llevó atravesar la llanura de Nullarbor, durante los cuales sólo pasamos por algunas roadhouses que vendían nafta a precios astronómicos. Mientras avanzábamos por esta desolación nos llamaron la atención ciertas marcas en el asfalto que había cada tanto acompañadas de un letrero con un avión y escrito “R.F.D.S. Emergency“. Tras una breve búsqueda descubrimos que esas partes de la ruta constituyen improvisadas pistas de aterrizaje para avionetas que llevan médicos a las zonas más despobladas del país. Otra clara señal de lo aislado que está Australia, incluso de sí mismo.

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Pista de aterrizaje improvisada

Finalmente, doce días y 6300 kilómetros después (el equivalente a ir de Ushuaia a La Quiaca y de ahí a Rosario), llegamos a la lejana y misteriosa Perth, más cercana en horas de vuelo a ciudades de Indonesia que a Melbourne o Sydney. Sólo el tiempo dirá si cumplirá nuestras expectativas, si nos llenaremos de plata o si tendremos que buscar nuevos rumbos en breve. Pero de algo podemos estar seguros, el mero hecho de haber venido hasta aquí sí que ha valido la pena.

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