La pelota amarilla

Para muchos, el tenis son cuatro octogenarios/as jugando en un country mientras el champán espera a la sombra. Puede ser. También son un grupo de chicos desafiando al viento y el frío en una tarde de julio en la Patagonia, algunos daneses aburridos que creen que eleva su estatus social, miles de jóvenes alrededor del mundo que sueñan con alcanzar la gloria, un puñado de privilegiados que ganan millones por jugarlo y un jubilado que quiere empezar a los 75 años porque se lo prometió a su mujer antes de morir.

A mí me gusta, a Ro también. Nuestro acercamiento no es tan romántico ni tan esnob, pero lo seguimos a la distancia y vamos a ver torneos cada vez que podemos. Estuvimos en el Australian Open, en la Copa Davis en Buenos Aires, en las ATP Finals de Londres y hasta en un Futuro de Rosario. Este año tuvimos la oportunidad de sumar dos torneos más a la lista. Y de los buenos.

Mesdames et messieurs les joueurs sont prêts

Mayo es el mes de Roland Garros, el segundo grand slam del año, en París, único de los cuatro que se juega en polvo de ladrillo. Desde siempre, es también mi favorito. Partidos con puntos más largos y vistosos, donde ganan los estrategas y no los serve-bots (jugadores que hacen treinta aces por partido), y donde además suelen destacarse los argentinos.

Desde que nos mudamos a Dinamarca siempre había sido uno de nuestros objetivos ir a Roland Garros. En 2019 no lo hicimos porque estábamos apenas instalados, y en 2020 y 21 por lo-que-ya-tú-sabes. 2022 era el año. En marzo salieron a la venta las entradas por internet, y fuimos de las primeras treinta mil personas en entrar a la página y poder conseguirlas. Elegimos la cancha central el primer sábado de competencia, un día de partidos de tercera ronda.

Estos torneos grandes tienen distintos tipos de tickets. Están las entradas diferenciadas para cada uno de los tres estadios principales, que no habilitan a entrar a ninguno de los otros, pero sí al resto de las canchas que le siguen en orden de importancia (suelen ser unas diez). También hay una entrada llamada ground pass, que permite ir a todas las canchas secundarias, pero a ninguna de las principales. Obviamente, los partidos con los tenistas más importantes se juegan en los estadios más grandes.

La programación de los partidos se hace el día anterior en base a los resultados que se vayan dando, así que recién nos enteramos a quién íbamos a ver unas pocas horas antes de viajar a París. A la hora de armar el programa, los organizadores suelen tener en cuenta, además del ranking de los jugadores, la nacionalidad. En Roland Garros, un francés siempre va a ser programado en una cancha más importante que un australiano, y viceversa. Pero los franceses exageran.

El “orden de juego” en el estadio Philippe Chatrier para el sábado 28 de mayo mostraba en primer lugar a Iga Swiatek contra Danka Kovinic. Bien, la número uno del mundo, amplia dominadora del circuito femenino. Un buen comienzo.

Pero después las cosas se torcían. En el segundo turno de la cancha central jugaban Alize Cornet, una jugadora de 32 años que lo más lejos que había llegado en un grand slam había sido cuartos de final de Australia, contra Qinweng Zheng, una china de diecinueve años y prometedora carrera, pero que al momento del partido estaba en el puesto 74 del ránking. La cuestión era, claro, que Cornet es francesa.

Y para cerrar la jornada, Marin Cilic contra Gilles Simon. Cilic es un gran jugador, campeón de grand slam y ex número 3 del mundo, pero ese día aparecía en el puesto 23. Y enfrente Simon, 37 años, en su último Roland Garros como profesional y número 157 (!) del ránking. Por supuesto, Simon también es francés. Y yo entiendo los favoritismos locales, pero parece demasiado programar estos partidos en la cancha central y poner en las canchas dos y tres a jugadores top del momento como Daniil Medvedev, Paula Badosa, Stefanos Tsitsipas y Jannik Sinner. 

El desarrollo tampoco ayudó demasiado. Swiatek ganó pero jugó mal, Cornet se retiró cuando perdía 6-0 3-0 y Cilic barrió a Simon 6-0 6-3 6-2. En fin, no fue un gran día de tenis, pero el ambiente es el ambiente y, al fin y al cabo, estábamos en Roland Garros. Además, el que terminaran los partidos tan rápido ayudó a que esa misma tarde pudiéramos tomar una cerveza en Champs-Élysées, mientras a unos pocos kilómetros de ahí Real Madrid y Liverpool empezaban a jugar la final de la Champions League.

Con todo el domingo a disposición para pasear por París, aprovechamos a revisitar nuestros lugares favoritos de la ciudad, como la torre Eiffel, la Île Saint-Louis y Montmartre. Tampoco nos privamos de una pizza y una cerveza Quilmes en un restaurante argentino a una cuadra de nuestro hotel.

Terminamos la tarde en las escalinatas de Sacré Coeur viendo al increíble Iya Traore, un futbolista de Guinea que se gana la vida haciendo jueguitos con la pelota colgado de un poste de luz suspendido al borde del vacío. La vida es tan injusta que Traore, más talentoso que muchos profesionales, tiene que arriesgarse a romperse la cabeza todos los días a cambio de unos pocos euros, mientras otros disfrutan de un cómodo sueldo jugando en clubes de tercera, cuarta y hasta quinta división de cualquier país.

Decidimos volver al hotel temprano porque nuestro vuelo de regreso a Copenhague salía a las siete de la mañana. Algo que tienen en común estas escapadas tenísticas es que las hacemos en fines de semana, ya que no podemos pedir días en el trabajo, y entonces solemos volar tarde el viernes y regresar muy temprano el lunes. La semana se hace cuesta arriba cuando empieza de madrugada en otro país, pero quién nos quita lo bailado (?).

El pasto es para las vacas

Wimbledon es mi menos favorito de los torneos de Grand Slam. Se juega en césped, una superficie que arruina al tenis al hacerlo muy rápido, donde además los argentinos suelen ser un desastre (“el pasto es para las vacas”, dijo el gran Guillermo Vilas), y con una serie de reglas absurdas y fuera de época, como que todos los jugadores deben vestirse de blanco. Aun así, es el torneo de tenis más antiguo del mundo y, quizás, el más importante.

Durante mi primera visita a Londres, en 2013, tuve la oportunidad de conocer el predio del torneo, pero al ser pleno invierno estaba vacío y sin mucho para ver. En 2016 volví a Londres y, como no pude conseguir entradas para el cuadro principal, me conformé con ver algunos partidos de la clasificación. La cuestión es que, para no arruinar el césped de las canchas antes de tiempo, la clasificación se juega en otro club, en Roehampton.

A diferencia de Roland Garros, las entradas para Wimbledon no se ponen a la venta en una fecha determinada para que los más rápidos se las lleven, si no que todos los interesados en comprar tienen que anotarse en un sorteo (ballot, en inglés). En general, hay tiempo de entrar al sorteo durante varios meses hasta diciembre del año anterior al torneo, y en febrero suelen anunciar quiénes son los afortunados que tendrán la oportunidad de comprar entradas.

La “gracia” del ballot es que ni siquiera se puede elegir para qué día de la competencia se desea asistir, hasta eso es determinado al azar. Es decir, primero hay que tener la suficiente fortuna para ser elegido, y luego estar dispuestos a aceptar la fecha, los asientos y el precio que se te ofrece. O nada.

La otra manera de conseguir entradas para Wimbledon es hacer fila algún día durante el torneo, para intentar conseguir una de las quinientas entradas que salen a la venta para cada estadio. La demanda es tan alta que para ser uno de los dichosos compradores es necesario acampar la noche anterior en el predio, con lo cual la fila no es una opción para aquellos que no viven en Londres (o tienen un trabajo, o una familia, o una vida…). Para ser justos, también se puede comprar algo llamado debenture, que da acceso a asientos premium en el estadio central todos los días durante cinco años consecutivos de torneo. El único problema es que el precio roza los cien mil dólares.

Después de esta larga introducción queda entonces la pregunta: ¿cómo conseguí yo entradas para Wimbledon? Resulta que mi amigo Nacho Z se anotó al ballot en algún momento de 2019. Lo habrá hecho por curiosidad, por las dudas, porque sí, pero la cosa es que en febrero de 2020 me avisó: 1) que efectivamente se había anotado en el ballot (cosa que yo desconocía); y 2) que había sido seleccionado para comprar dos entradas para… ¡la final masculina!

El precio era 230 libras (unos 275 dólares). De barato nada para un solo partido de tenis, pero si tenemos en cuenta que se trataba de “el” partido de tenis, la final de Wimbledon, tampoco era desorbitante. De hecho, es la final más barata de los cuatro grand slams. La compramos.

Ya todos sabemos lo que pasó en 2020. La consecuencia inmediata para nuestros planes fue la cancelación de Wimbledon por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial y la devolución del dinero de nuestras entradas. Adiós al sueño de la final.

En 2021 volvió el público, primero a la mitad de la capacidad y luego completo a partir de las semifinales, y todas las entradas se vendieron online, sin ballot, sin fila, sin nada.

Y para cuando ya me había olvidado de todo este asunto, en febrero de 2022 Nacho me mandó un mensaje diciendo que Wimbledon nos ofrecía volver a comprar la entrada de 2020 para la final de este año. ¡Otra vez adentro!

Tras tantas idas y vueltas, el sábado 9 de julio aterricé en Londres para ver el partido más importante del mundo del tenis. Tantos viajes a Londres (el último hacía apenas seis meses) hicieron no esencial una visita al centro y sus principales atracciones turísticas, así que en cambio nos dedicamos a pasear por Chiswick, el barrio donde Nacho vivía en ese momento, y a visitar algunos de sus mejores pubs.

Lo bueno de ir al torneo el día de la final (además de, claro, ver la final) es que no hay interpretación posible para la programación. Son los dos mejores jugadores del torneo y listo. Pueden ser los que uno esperaba o no, pero si llegaron hasta ahí por algo habrá sido. En nuestro caso nos tocó ver a Novak Djokovic contra Nick Kyrgios. Uno totalmente esperable; el otro, en absoluto.

Antes de la hora del partido paseamos un poco por el predio atestado de público, entre el que destacaban Tom Cruise y David Beckham. Vimos un poco de la entretenida final masculina de tenis adaptado (increíble lo que hacen esos jugadores sobre la silla de ruedas) y curioseamos en la tienda oficial de Wimbledon, donde los precios nos convencieron de no comprar nada (una toalla de mano por cuarenta dólares…).

Unos treinta minutos antes del comienzo nos instalamos en nuestros asientos de la cancha central. Desde ahí pudimos ver la entrada al palco real del príncipe William, uno de sus hijos y su esposa Catherine, quien durante la entrega de premios sería la encargada de ofrecer la copa al vencedor.

El partido fue entretenido, con un Kyrgios jugando a buen nivel y muy enfocado para sus estándares. Pero enfrente estaba Djokovic, uno de los mejores de la historia del tenis, dueño de unos golpes, un estado físico y, sobre todo, una mentalidad envidiables. Se lo terminó llevando el serbio en cuatro sets y el público, inclinado en su mayoría por el australiano durante el partido, se terminó rindiendo en aplausos ante el tenis de Nole.

En la conferencia de prensa posterior al partido, Kyrgios dijo que de haber ganado quizás hubiese perdido la motivación para seguir jugando al tenis después de lograr el título más importante. Como espectador (?), yo podría decir lo mismo. ¿Qué más después de ver la final de Wimbledon? Pero, en vez de eso, ya tengo las entradas para mi próximo torneo. Los viajes no paran, y el tenis tampoco.

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