Los irlandeses nos caen bien por naturaleza. Su antipatía por Inglaterra —que, a diferencia de Escocia y Gales, dejaron plasmada en su declaración de independencia en 1916— tiene mucho que ver, pero también ciertos rasgos culturales que nos recuerdan a los argentinos —apasionados hasta el límite de lo absurdo, algo gritones pero amigables— y la tradición de la cultura celta, que todavía sobrevive en algunos rincones del país.
Los celtas irlandeses nunca fueron conquistados ni por los romanos, ni por los normandos ni por los anglosajones, por eso nunca se consideraron británicos, más allá de que durante mucho tiempo hayan dependido de la Corona. Siempre fueron irlandeses, siempre fueron católicos y, como la aldea de las aventuras de Asterix, siempre resistieron al invasor.
Dublín es una ciudad agradable y nos recibió con sol, lo cual en las islas de Irlanda y Gran Bretaña siempre hay que valorar, ya que se trata de un bien escaso. Las calles de la capital irlandesa son animadas y siempre están llenas de gente, ya que reciben mucho turismo e inmigración, por ser uno de los países con mejor calidad de vida en la Unión Europea.
Dublin
El nacionalismo se palpa en todos lados, desde las múltiples banderas tricolor que flamean en todos los edificios públicos hasta murales conmemorativos de la lucha por la independencia, pasando por todos los mapas de la isla que muestran Irlanda como si nunca se hubiera dividido. Para ellos, Irlanda del Norte es un territorio ocupado por los ingleses que implantaron su población y luego reclamaron como propio, algo similar a lo que hicieron con nuestras Malvinas. Quizás por eso Irlanda es uno de los pocos países europeos que apoya abiertamente la soberanía argentina sobre las islas.
La identidad irlandesa también se experimenta a través del uso de sus dos principales símbolos: San Patricio y el trébol, los cuales están íntimamente relacionados. San Patricio era un sacerdote nacido en lo que hoy es Escocia en el año 387 DC, quien introdujo el cristianismo en Irlanda a principios del siglo V, en una época donde la isla se encontraba dominada por clanes bajo la poderosa influencia de los druidas (especie de sacerdotes paganos con amplios conocimientos).
Según la leyenda, en cierta ocasión el santo se encontraba reunido con un grupo de celtas intentando explicarles el significado de la Santa Trinidad, pero no lograba hacerse entender. De pronto, San Patricio miró al suelo y vio como a sus pies crecía un trébol. Arrancó la pequeña planta y se la mostró a los celtas, explicándoles que de la misma manera que de un solo tallo de trébol brotaban tres hojas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran uno solo.
Debido a la muerte de San Patricio un 17 de marzo, en las comunidades irlandesas de todo el mundo ese día se celebra una fiesta para conmemorarlo, aunque en la actualidad sólo funciona como excusa para beber cerveza y vestirse de verde —el color nacional de Irlanda— y nadie se acuerda demasiado de quien fuera el Apóstol de Irlanda.
Hoy por hoy, Irlanda tiene otros símbolos igual o más populares que el trébol y el santo, como la cerveza negra Guinness, elaborada por primera vez por el cervecero Arthur Guinness en 1759. Como nos gusta presentar nuestros respetos a las tradiciones locales fuimos por dos pintas de Guinness al Temple Bar, uno de los pubs más históricos de Dublín, que se encuentra en la animada zona del mismo nombre.
Cerveza Guinness, el mejor producto que Irlanda exporta al mundo
El sol nos abandonó definitivamente cuando salimos de la capital rumbo al oeste, para explorar las zonas más rurales de Irlanda. La lluvia se convirtió en una constante que nos acompañó hasta Galway, una bonita ciudad que durante la Edad Media comerciaba en gran medida con los españoles que desembarcaban en su puerto. Tan importante era el intercambio con España que James Lynch, alcalde de Galway en 1493, hizo ahorcar a su propio hijo tras ser acusado del asesinato de un visitante español. Debido a ese incidente los españoles comenzaron a usar la palabra lynching (linchamiento) para referirse a todas las ejecuciones sin juicio previo.
Galway
Seguimos manejando por las verdes praderas irlandesas con una creciente cantidad lluvia que dificultaba cualquier tipo de visión sobre el paisaje. Daba igual si delante teníamos un bosque, un valle o enormes acantilados sobre el mar, nosotros sólo divisábamos una bruma gris espesa que se estaba volviendo bastante molesta. Nos hizo acordar a esos días cerca de Milford Sound, en Nueva Zelanda, cuando también llovía a cántaros y nuestro auto dijo basta en el medio de la nada. Rogamos que la historia no se repitiera con tanta exactitud, porque a la compañía de alquiler irlandesa que nos rentó el vehículo no le iba a hacer mucha gracia.
Cada día que pasaba llovía un poco más fuerte y un poco más seguido, obligándonos a parar lo mínimo indispensable a riesgo de ahogarnos fuera del auto. Después de más de dos meses recorriendo el Reino Unido e Irlanda nuestra tolerancia a la lluvia ya no estaba muy alta. Lo que los primeros días resultaba “nostálgico e inspirador” ya se había convertido en “molesto y aburrido”.
Visibilidad: dos metros
Atravesamos pueblos pintorescos, con casas de colores, pubs tradicionales y algunos viejos castillos, parques nacionales con caudalosas cascadas y tranquilos lagos que devolvían el reflejo mejor que un espejo —si no llovía, claro— y campos privados poblados de vacas, caballos y ovejas. Los letreros públicos con indicaciones en inglés y gaélico irlandés —idioma de los celtas antes de que los ingles conquistaran la isla— terminaban de darle al paisaje un aire de leyenda, más allá de la gran cantidad de autos que, como nosotros, se aventuraban por todo tipo de caminos en busca de una buena foto.
Cuando llegamos a Cork, en el sur de la isla, nos sentimos estafados. En algunos blogs que leemos para orientarnos la llamaban “la Venecia irlandesa”, pero la ciudad apenas si estaba atravesada por un río, el cual no era en sí muy llamativo. ¡Un río! Y esos delincuentes la llaman “la Venecia irlandesa”. Hablemos de la responsabilidad de decir cualquier cosa en Internet…
Con las horas contadas en Irlanda pasamos nuestra última noche en el campus de la Universidad de Maynooth, pero no porque estemos pensando en volver a las aulas sino porque algunos cuartos que no tienen ocupados se los alquilan a los turistas a cambio de un módico precio. No podíamos terminar de mejor manera nuestros días en Irlanda y el Reino Unido que durmiendo en esa especie de castillo al mejor estilo Harry Potter.
El hotel-castillo universitario
Tras más de dos meses llegó el momento de volver a la Europa continental. Se acabaron el inglés, la lluvia, los pubs, el fish and chips y los castillos para nosotros. Nos vamos pero estaremos atentos a los cambios que puedan devenir en las islas, porque aún no se ha dicho la última palabra en la lucha de esos pueblos por encontrar su identidad.
Hermoso relato, lleno de naturaleza, historia, mistica y tradiciones. Algunos gustitos tambien.
Variado el tema.
Saludos