Como ya mencioné en algún momento (ver Christchurch, la tierra de las oportunidades), estamos viviendo en la casa de Jane, una neozelandesa (o kiwi, como se le dice en la jerga) de unos sesenta años, que alquila este enorme castillo a gente de todo el mundo. Es una casa de dos pisos con ocho habitaciones, tres baños y una rata, habitada actualmente por siete argentinos, cinco chilenos, dos indios (de la India, no aborígenes), y un brasileño.
La banda argentina en una típica cena de domingo
De afuera se ve estable, aunque por dentro se encuentra bastante venida a menos. Las alfombras están llenas de manchas, muchos vidrios están rotos, el bajo mesada se cae a pedazos y un baño no tiene luz, por mencionar algunas de sus características. Aun así, es un lugar bastante acogedor y las habitaciones no tienen grandes inconvenientes.
Nuestra humilde morada
Vista de la cocina y el living
Lo que hace particular a este lugar, más allá de sus cuestiones estructurales, son los habitantes. Para empezar, el brasileño mencionado está “en negro”, porque Jane no sabe que él vive acá. Por eso no paga el alquiler (que es un precio individual, como en un hostel, no una suma total que se divide), ya que no tiene visa ni tampoco trabajo. No es el único en no pagar. Un uruguayo que ya se fue tampoco pagaba (aunque sí tenía visa y trabajo), y durante dos semanas un amigo cordobés estuvo durmiendo en el sillón ad honorem.
Por si fuera poco, un día que me levanté a las cuatro y media de la madrugada para ir a trabajar, me llevé una sorpresa al encontrarme en el living con un flaco que no había visto nunca. Al ver mi cara de sorpresa se presentó, me dijo que era uruguayo, que recién volvía de Asia y que él vivía antes en la casa, como si eso le diera un derecho divino a instalarse cuando quisiera. Se terminó quedando tres semanas a partir de ese momento y, por supuesto, sin pagar.
Ustedes se preguntarán: ¿cómo entra la gente tan fácil? Es que la casa no tiene llaves, sino una cerradura electrónica que se abre con una clave, que a su vez es la misma hace más de dos años. Rodrigo, un chileno que vendría a ser algo así como el administrador de la casa, le viene diciendo a Jane hace meses que la cambie, pero nada. Por eso, la gente que alguna vez pasó por esta morada puede volver cuando quiere, e incluso recomendársela a sus allegados. Además, Jane es muy colgada y no lleva registro de quiénes viven y quiénes no en la casa.
Yo la definí como “la casa del pueblo”, pero no solo por esta característica de “puertas abiertas”. Resulta que los chilenos son bastantes fiesteros (algunos argentinos, también pero ellos tienen más iniciativa), con lo cual en el mes que llevamos viviendo acá organizaron dos fiestas. Una fue el cumpleaños de Rodrigo, que fue dentro de todo bastante tranquilo porque vinieron “apenas” unos diez o quince invitados, que se quedaron un par de horas tomando y escuchando música (quizás alguno de los chilenos se puso a bailar encima de su propio auto, pero eso es un detalle). El festejo terminó cuando, cerca de las cuatro de la mañana, vino la policía a clausurar la celebración porque algún vecino había hecho una denuncia por ruidos molestos.
La segunda fiesta fue organizada por Leo, otro de los chilenos, que invitó a toda la comunidad latina de Christchurch y hasta compró luces de colores, antorchas y un LCD de 42’’ para pasar video clips. Terminó convocando a más de cien personas, en lo que fue una verdadera fiesta latina, con sus consecuencias: al otro día la casa parecía Bagdad.
El flyer de la segunda fiesta que circuló por las redes sociales
Lo más gracioso (o triste) es que yo me perdí ambos eventos por tener que acostarme temprano para ir a trabajar al domingo siguiente. Como el quilombo era tan grande, uno de los chicos se apiadó de mí y me regaló tapones para los oídos para que pudiera descansar algo. Esto fue posible a medias, porque a veces el ruido, especialmente en la segunda fiesta, era ensordecedor.
Y a pesar de no haber participado de las festividades, tuve consecuencias directas de las mismas. Por ejemplo, en la primera fiesta me desaparecieron dos cervezas de la heladera. Y en la segunda sucedió algo mucho más bizarro. A eso de las 4.40 de la mañana, a escasos cinco minutos de que suene mi despertador, me llaman por el celular. Atiendo, y escucho del otro lado de la línea una voz en inglés que me dice algo inentendible (ya sea por el inglés cerrado o por el sueño que cargaba). Lo único que llegué a dilucidar fue el nombre de uno de los chicos que vivía en la casa.
Me pasan con él y me cuenta que lo había detenido la policía por manejar borracho, y que necesitaba que le dijera al oficial (el tipo que me había llamado) una coartada o algo así, como que no venía de ninguna fiesta. En realidad, lo que el policía quería era alguien que oficie de traductor, porque el detenido habla poco inglés y el cana tenía que explicarle un par de cosas. Al final le terminé pasando con Ro, que para esa altura ya se había despertado, quien hizo de intérprete y tuvo que traducir cosas tan de película como “tiene derecho a permanecer en silencio”, “cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra” y “tiene derecho a llamar a un abogado”.
Más allá de lo bizarro, la cosa terminó bastante bien, porque al tipo lo terminó llevando la misma policía a su casa. Yo me tuve que ir a trabajar, así que fue Ro quien me contó el final de esta historia al día siguiente. Historia curiosa, como todas las que suceden en Cashel 428, la casa de Jane. La que a partir de las próximas horas dejaremos de habitar porque, junto a otras dos parejas argentinas, nos estaremos mudando a una casa que conseguimos cerca, más chica y más cómoda. Tal vez nos aguarden allí nuevos capítulos, pero la casa de Jane permanecerá siempre en nuestros corazones.
Me gustó el estante superior de la cocina, por la variedad de botellitas de licor!
Con lo que uno se encuentra en el mundo. Igualmente, linda experiencia.
PD: hagan pública la clave así nos hospedamos en caso de emergencia (?