Según cual sea nuestra base de operaciones (ni que fuéramos James Bond) cambia el abanico de destinos que podemos visitar, especialmente en viajes cortos. Así, por ejemplo, Argentina era ideal para ir a El Calafate y las Cataratas del Iguazú, Nueva Zelanda para viajar a Indonesia, Australia para… eh, bueno, dejemos Australia afuera. En fin, y ahora Dinamarca nos sitúa en un lugar estratégico del norte de Europa, una región de la que, si bien tenemos cierto conocimiento, todavía nos falta mucho por explorar. Así que un fin de semana largo aprovechamos para hacer una escapada al único país escandinavo que nos faltaba conocer: Finlandia.
Dije escandinavo y ya empezamos con la polémica, porque la pertenencia de Finlandia a esa delimitación geográfica está en disputa. Para los más puritanos, Escandinavia se reduce a Dinamarca, Suecia y Noruega, pero los más “aperturistas” incluyen también a Islandia y Finlandia. Este último también forma parte a veces de los países bálticos, es decir todos aquellos que poseen la totalidad de su costa sobre el mar Báltico: Lituania, Letonia, Estonia, Polonia y Finlandia.
Pero la afiliación de Finlandia no es meramente un tema de denominaciones, ya que su historia está atravesada por la influencia de sus vecinos. Alrededor del 1150 llegaron los suecos, llevando consigo el cristianismo y su idioma (todavía es oficial en la actualidad, junto al finés). Se quedaron unos setecientos años, aunque en el medio hubo muchas escaramuzas con los rusos, que también anhelaban la región (piensen que de Helsinki a San Petersburgo hay solo cuatrocientos kilómetros). En 1808 el Imperio Ruso terminó por anexionarse toda Finlandia, situación que duró hasta 1917, cuando, después de la revolución bolchevique, los fineses aprovecharon para declarar su independencia.
La turbulenta situación del país continuó durante muchos años del siglo veinte. Una guerra civil, batallas contra los soviéticos primero, contra los nazis después, pérdida del 10% de su territorio a manos de la URSS y hasta el surgimiento de una república separatista. La historia finlandesa es más movida de lo que se podría llegar a pensar.
La capital en el bosque
Para aprovechar al máximo el tiempo en el país volamos a Helsinki a última hora del jueves, después de haber concluido la jornada laboral. Y entre la diferencia horaria y el atraso del avión (sí, también pasa en el “primer mundo”) llegamos quince minutos después de que se fuera el último tren que conectaba el aeropuerto con la ciudad, a unos veinte kilómetros. Inmediatamente, y pese a que estaba fresco, empezamos a sudar. Un traslado de esa distancia en taxi, en una de las regiones más caras del mundo, no es algo muy agradable para nadie. Con el corazón en la mano, nos acercamos al mostrador de una empresa de transportes y nos pusimos a su merced. Por esas casualidades del destino, enseguida apareció otro tipo que también necesitaba ir a la ciudad, y entre los tres el precio no resultó una locura.
Después del susto inicial y unas pocas horas de sueño, a la mañana siguiente estábamos listos para recorrer Helsinki. Es una ciudad pequeña (650 mil habitantes según Wikipedia) aunque, como es habitual en Escandinavia, con tan pocos edificios que está muy extendida sobre el terreno. Mientras nos acercábamos en tren al centro ya pudimos contemplar las dos características más sobresalientes, no solo de la capital, sino de todo el país: bosques y piedras. Casi toda Finlandia es una conjunción de árboles y rocas, poblando una superficie de suaves colinas.
Como no podía ser de otra manera, nuestra visita a Helsinki comenzó en el puerto, una de las zonas más animadas de la ciudad. Junto al lugar desde donde salían los ferris a las islas (hay más de trescientas en las cercanías) había un mercado al aire libre en plena ebullición. Y además de las cosas típicas de los mercados de ese tipo (imanes de heladera, remeras, helados, café) vendían una amplia variedad de pescados, como para hacer honor a un país que tiene 168 mil lagos, 179 mil islas y casi mil quinientos kilómetros de costa.
Desde el mercado, una calle en ligera pendiente nos condujo a la Plaza del Senado, un amplio rectángulo de hormigón rodeado de edificios importantes. En el punto más alto de la plaza, tras subir una escalinata, está la Catedral Luterana Tuomiokirkko, que se terminó de construir en 1852 en homenaje al zar Nicolás I de Rusia.
Y aunque importante, Tuomiokirkko no es la iglesia más interesante para ver en Helsinki. A pocas cuadras de distancia, en una zona con muchas construcciones vanguardistas, está la Capilla Kampi, que desde afuera parece cualquier cosa menos una iglesia. Es un enorme óvalo de madera, sin fisuras, sin relieves, sin ventanas, sin nada. Adentro hay unos pocos bancos y un atril, y el silencio es absoluto. La Capilla Kampi es cristiana pero ecuménica, es decir que recibe a los creyentes de todas las ramas del cristianismo.
La otra iglesia llamativa es Temppliaukio, que está un poco más alejada del centro y es luterana. Al igual que Kampi, destaca por su construcción, en este caso excavada en la piedra y dotada de luz natural por una gran cúpula de vidrio. En Wikipedia se afirma que los fineses se refieren a la iglesia como piruntorjuntabunkkeri, que significa “búnker de defensa contra el diablo”. Algo completamente inchequeable, aunque no se puede negar que es un gran apodo.
Pero más allá de sus iglesias y edificios majestuosos, el símbolo de Helsinki son los mumins, y si no saben de qué estoy hablando no se preocupen, porque antes de visitar Finlandia yo tampoco tenía idea. Resulta que los mumins son unos seres de ficción creados por la escritora y dibujante finlandesa Tove Jansson en los años cuarenta. Técnicamente son troles escandinavos, aunque su apariencia recuerda más a los hipopótamos. Sus libros, historietas y dibujos animados fueron un boom en Finlandia y en muchos otros países del mundo, aunque, que yo recuerde, no llegaron a Argentina.
Los mumins son el souvenir por excelencia en Finlandia, con una serie de objetos de todo tipo, desde llaveros y tazas hasta muñecos y remeras. También hay un parque temático al estilo Disneyworld en el suroeste del país, y hasta la aerolínea de bandera Finnair decoró algunos de sus aviones con estos personajes. Y por supuesto, en el centro de Helsinki está el Moomin Café (así se escribe en su idioma original), donde todas las bebidas y alimentos que sirven están inspirados en los personajes de Jansson. Nosotros pasamos a mirar pero no consumimos nada, desalentados por nuestro desconocimiento del mundo mumin y por sus precios excesivos. Pero no creo que nos echaran en falta: el lugar estaba lleno de asiáticos, ya que al parecer los libros y los dibujos animados fueron especialmente populares en Japón.
El llamado de la naturaleza
Tratándose de un país tan relacionado con el agua, no podíamos irnos sin visitar alguna de sus islas. La oferta era amplia, así que tras una ardua (?) búsqueda nos decidimos por Suomenlinna, un mini archipiélago de seis islas conectadas entre sí por puentes, a quince minutos en ferri público desde Helsinki.
La historia moderna de Suomenlinna comienza en 1748, cuando los suecos construyeron ahí una fortaleza para tratar de evitar el avance marítimo de la Rusia imperial. Hay que decir que el emprendimiento fue un rotundo fracaso, porque apenas sesenta años después la fortaleza se rindió ante el ejército ruso sin disparar un tiro. Durante la guerra civil de Finlandia Suomenlinna fue utilizada como prisión de guerra por los guardias rojos, la fuerza revolucionaria en pugna, que era apoyada por los bolcheviques rusos. De todas maneras, para seguir fiel a su tradición de derrotas, los “rojos” de Suomenlinna fueron vencidos por los “blancos” conservadores. Después de algunos años en los que permaneció bajo control militar, en 1973 pasó a manos civiles y desde entonces quedó como un enorme parque público, con algunos bares, restaurantes, museos y hasta casas particulares. En 1991 las islas fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
La visita a Suomenlinna resultó un agradable paseo por un entorno rodeado de verde y agua, sobre un terreno apenas ondulado que además tiene la ventaja de que no circulan vehículos. Era un domingo soleado y la gente llevaba sus canastas para disfrutar de un picnic con vista al mar, mientras otros se sacaban fotos con los cañones y los búnkeres abandonados.
Y como el otro gran atractivo natural de Finlandia son sus bosques, dedicamos también un día a visitar el Parque Nacional Nuuksio, a solo una hora en colectivo desde Helsinki. Es un área muy linda, cubierta de árboles y con algún que otro lago por aquí y por allá. Al igual que en Suomenlinna, los locales aprovechaban el buen clima para pasar un tiempo al aire libre, caminando, andando en bicicleta, en kayak o comiendo algo. No dejó de sorprendernos el hecho de que hubiera un lugar natural tan amplio y hermoso muy cerca de la capital nacional. No muchos países del mundo pueden tener ese privilegio.
Algo muy positivo que tienen los espacios naturales en Finlandia es el derecho de todos los ciudadanos a usarlos libremente, como política estatal. Aunque siempre dentro de unos límites racionales, cualquiera puede caminar, andar en bicicleta, nadar, acampar y recoger frutos, entre otras cosas, y todo sin pagar nada. La idea detrás de esta filosofía es que las áreas naturales están ahí para disfrutarse, teniendo respeto por el medio ambiente.
Al atardecer del domingo, y esta vez sí en transporte público, fuimos al aeropuerto y volvimos a Copenhague. No diría que conocimos Finlandia a fondo, pero fue un primer vistazo más que positivo.