“Hubo un tiempo que fue hermoso” cantaban Charly García y Nito Mestre en Sui Generis. Y vaya si lo hubo en Escocia, cuando se enorgullecía de ser un territorio independiente que nada tenía que ver con la corona inglesa. Un tiempo donde tomaban sus propias decisiones y no reconocían otro rey más que el de ellos mismos. Lograrlo no fue fácil, y para ello tuvieron que forjar su libertad a sangre y acero, con el ímpetu de feroces guerreros que no estaban dispuestos a doblar la rodilla ante el avance invasor del reino de Inglaterra, deseoso de unificar bajo su bandera a todos los pueblos de la isla de Gran Bretaña. Este es un breve repaso a las guerras de independencia escocesas, que aunque sucedieron hace cientos de años sus fundamentos siguen ahí, latentes, esperando el momento propicio para resurgir.
Hasta 1285 la relación entre Inglaterra y Escocia había gozado de cierta estabilidad, con Escocia como reino independiente y su propio soberano ajeno a la corona inglesa. Pero la muerte sin descendencia del rey escocés Alexandre III dio paso a la incertidumbre, comenzando con la disputa entre Robert Bruce y John Balliol para acceder al trono. Ambos eran lejanos descendientes de un antiguo rey llamado David I, y en ese parentesco basaban su reclamo. Al no poder ponerse de acuerdo sobre quién debería subir al trono llamaron a la mediación de Edward I, rey de Inglaterra, quien decidió que Balliol era el justo candidato. Tras asumir como nuevo rey de Escocia en 1292 John Balliol devolvió favores y juró homenaje a Edward I en nombre del reino de Escocia.
Pero la sumisión escocesa a la corte inglesa no iba a durar demasiado. Edward I trató a Escocia como un estado vasallo feudal y solicitó que contribuyeran económicamente a los gastos para la defensa de Inglaterra y militarmente en su guerra contra Francia. Cansados de esta situación, los escoceses dieron la espalda a su sumiso rey y los hombres más influyentes del reino negociaron una alianza con los franceses. Furioso por lo que él veía como una traición, Edward I decidió invadir Escocia y hacer prisionero a Balliol quien, previo paso por la Torre de Londres —siniestro lugar en la capital donde alojaban a los prisioneros más importantes—, terminaría sus días en el exilio. Además, como muestra de su poder, Edward I robó la Piedra del Destino, tradicional bloque de piedra sobre el que juraban los reyes de Escocia, y la trasladó a la Abadía de Westminster en Londres (recién 1996 el gobierno británico devolvería la Piedra a Escocia). Tras la victoria inicial de Edward I muchos nobles escoceses juraron fidelidad al rey inglés, aunque Escocia estaba lejos de ser pacificada.
En ese contexto entró en escena William Wallace —inmortalizado por Mel Gibson en Corazón Valiente—, un noble escocés que se erigió como cabecilla de aquellos que resistían al invasor, quienes hasta entonces actuaban de forma individual, desordenada e insensata, con lo cual eran fácilmente aplastados. Wallace se convirtió en el líder de la rebelión por su carácter firme, su educación de noble cuna, su aspecto temerario y su odio absoluto a los ingleses. Así, junto a otros nobles rebeldes como Andrew Murray —nada que ver con el tenista— organizaron numerosas revueltas para hostigar a los invasores ingleses, llegando a conseguir una importante victoria militar en la batalla del Puente de Stirling, lo que llevó a que Wallace fuera nombrado Guardián de Escocia. Pero Edward I estaba lejos de abandonar la lucha e incrementó su avance sobre Escocia, logrando derrotar a Wallace y sus seguidores en Falkirk, con bajas estimadas de cinco mil hombres en ambos bandos. Tras ese duro golpe Wallace perdió gran parte de su apoyo, renunció como Guardián de Escocia y fue apresado poco tiempo después.
Puente de Stirling, donde Wallace consiguió una importante victoria contra los ingleses
Monumento a William Wallace en Stirling
Wallace fue enviado a Londres, donde lo arrastraron desnudo por las calles atado a las patas de un caballo y después lo ahorcaron, pero desde una altura que no fuese suficiente para romperle el cuello. Seguidamente le cortaron los testículos, le extrajeron las vísceras y las quemaron delante de él. Y para que no quedaran dudas de que no lo querían lo decapitaron, cortaron su cuerpo en cuatro partes y conservaron su cabeza sumergida en alquitrán en una pica sobre el Puente de Londres. Tanto ensañamiento tenía como objetivo amedrentar a los rebeldes escoceses, aunque el efecto fue exactamente el contrario: William Wallace se convirtió en un mártir de la resistencia y los esfuerzos contra el invasor se redoblaron.
Tras la renuncia y posterior muerte de Wallace fueron elegidos dos hombres como Guardianes de Escocia: Robert the Bruce, nieto homónimo de quien disputara la corona con Juan de Balliol, y John Comyn, sobrino del depuesto rey Juan y el noble más importante de Escocia. Bruce se había mostrado ambiguo en su relación con los ingleses, principalmente porque consideraba que Balliol y sus herederos eran sus enemigos por haberle arrebatado la corona a su abuelo. Comyn, por su parte, había sido siempre más combativo y recelaba a los ingleses desde el comienzo. Por esta y otras razones ambos contendientes al vacante trono escocés mantenían profundas diferencias personales. Eventualmente llegaron a un acuerdo mediante el cual Comyn renunciaba al trono en favor de Bruce y a cambio obtendría tierras y propiedades, pero Comyn quiso obtener ambas cosas y negoció a espaldas de Bruce con Edward I. Lamentablemente para él Bruce se enteró, lo mató y con los nobles que lo seguían apoyando se coronó como Robert I, rey de Escocia, preparando rápidamente una nueva ofensiva militar para intentar expulsar a los ingleses. Pero la campaña no dio los resultados esperados y Bruce fue derrotado y declarado fuera de la ley.
Robert the Bruce, rey de los escoceses
Sin embargo, mientras estaba en el exilio Bruce entendió que la mejor manera de enfrentarse a un ejército superior numéricamente como el inglés era utilizar una táctica de guerrillas, que consistía básicamente en emboscar, atacar y escapar —algo similar a lo que había hecho Wallace al principio. Con este nuevo método reunió a aquellos escoceses que todavía le eran fiel y obtuvo importantes victorias contra los ingleses. Tras la muerte de Edward I por causa natural en 1307 y la asunción de su débil hijo Edward II el avance de Bruce fue incontenible, y en 1314 triunfó en la batalla de Bannockburn, decisiva contienda en donde ganó la independencia de facto de Escocia y consolidó su reinado.
En 1320 el rey Robert y sus nobles le enviaron una carta al Papa Juan XXII solicitando su reconocimiento sobre la independencia de Escocia, ya que anteriormente el pontífice había reivindicado el vasallaje de los escoceses ante Inglaterra y excomulgado a Bruce por el asesinato de John Comyn. La carta pasó a la posteridad como la proclamación de la independencia de Escocia, y algunos de sus párrafos son una declaración de principios. Por ejemplo:
“Mientras cien de nosotros sigan con vida, jamás consentiremos de ninguna manera en someternos al dominio de los ingleses, ya que no luchamos ni por la gloria, ni por la riqueza, ni por los honores, sino por la mismísima libertad, a la que ningún hombre de bien está dispuesto a renunciar mientras pueda defenderla con su vida.”
Placa en recuerdo de la batalla de Bannockburn y la declaración de Arbroath, proclamación de la independencia escocesa
Finalmente, en 1327 el débil Edward II fue depuesto por su propia familia y los regentes del poder de Inglaterra —quienes actuaban en nombre del nuevo rey Edward III, aún menor de edad— reconocieron la independencia de Escocia y a Robert the Bruce como rey de ese territorio. Para sellar la paz se convino que el pequeño hijo de Bruce, David, de tan solo 4 años, se casase con la hermana de Edward III, quien apenas tenía 7.
Pero la prosperidad no iba a durar demasiado. Al morir Robert the Bruce en 1329 —se cree que la causa habría sido la lepra— Edward III, nada contento con la paz que se había firmado en su nombre, comenzó a conspirar para recuperar el control de Escocia. A tal fin se alió con Edward Balliol, hijo de John Balliol, quien entendía que el trono escocés le correspondía a él por ser descendiente del rey reconocido antes de que comenzara la guerra. Los dos Edward contaban con el apoyo de un grupo de nobles escoceses conocidos como los “desheredados”, a quienes el rey Robert había privado de sus títulos y de sus tierras por colaborar con los ingleses.
El problema era que en los papeles Edward III estaba en paz con el nuevo y joven rey de Escocia, David II —el hijo de Robert the Bruce y al mismo tiempo cuñado de Edward III, quien al ser menor de edad delegaba el poder en manos del Guardián de Escocia—, por lo que sus planes con Edward Balliol se realizaron en la clandestinidad. De hecho, le dejó claro a los conspiradores que si no lograban capturar el trono de Escocia él negaría todo conocimiento del mismo, los desautorizaría y confiscaría todas sus propiedades en Inglaterra. De esta manera quedaba cubierto ante cualquier eventualidad que resultara de la nueva e inminente invasión. Pero no hizo falta hacerse el desentendido. Balliol y los desheredados lograron derrotar a las tropas escocesas en 1333, David II se asiló en Francia y Edward Balliol se coronó como rey de los escoceses.
La tumba de Robert the Bruce, el mayor héroe nacional de Escocia
Nada más subir al trono Balliol dejó en claro que con la ayuda de Inglaterra reivindicaba de nuevo su reino y afirmó que Escocia seguiría siendo un feudo dependiente de los ingleses. A su vez, cedió tierras a Edward III a lo largo de toda la frontera y le juró lealtad por el resto de su vida. Por supuesto que tanta pleitesía no iba a caer nada bien en los escoceses que se mantenían fieles al difunto rey Robert y su hijo David II, por lo que los intentos desestabilizadores se sucedieron uno tras otro. En 1332, tres meses después de coronarse rey, Balliol fue obligado a huir a Inglaterra y recién recuperó el trono en 1333 con la ayuda de los ingleses. En 1334 fue depuesto nuevamente, volvió en el 35 y en 1336 lo depusieron por última vez, para nunca más regresar.
Buscando terminar de una vez por todas con la resistencia Edward III lanzó una nueva y fuerte ofensiva sobre Escocia, consiguiendo importantes triunfos y anexando nuevos territorios a Inglaterra. Como consecuencia de estas invasiones, el rey Philippe VI de Francia —quien había acogido al depuesto David II— tomó definitivamente partido por los escoceses y atacó Inglaterra, provocando que Edward III abortara su campaña en Escocia en 1338 para proteger sus fronteras de la nueva amenaza. Envalentonados por la retirada los escoceses, al mando de su nuevo Guardián Andrew Murray —hijo de quien luchara junto a William Wallace—, capturaron y destruyeron rápidamente las fortalezas inglesas que quedaban, recuperando completamente el control de su territorio y creando las condiciones necesarias para el regreso del rey David II en 1341.
A pesar de su recientemente obtenida independencia Escocia estaba arruinada económicamente y la mayoría de sus nobles habían muerto. Por si fuera poco, David II quiso devolverle el favor al rey de Francia y atacó a los ingleses en Durham, en el norte de Inglaterra, en el marco de la Guerra de los Cien Años que enfrentó a los reinos de Francia e Inglaterra. El resultado fue un desastre; los escoceses fueron arrasados y David II capturado y llevado a la Torre de Londres.
Once años permaneció el rey de Escocia en las mazmorras de la torre, durante los cuales el trono permaneció vacante y una regencia gobernó el reino. Finalmente, David II fue liberado en 1357 a cambio de un enorme rescate a pagar en cuotas por los escoceses. Cuando Edward III murió en el año 1377 todavía faltaba por pagar casi un cuarto de la suma total, que ya nunca más fue abonada. David II encontró un reino empobrecido y devastado, pero durante sus años en el poder logró equilibrar las finanzas y fortalecer la monarquía.
David II de Escocia falleció en febrero de 1371 sin hijos, por lo que su sucesor en el trono fue su sobrino Robert Stewart (Estuardo, en español), nieto de Robert the Bruce. Recibió un territorio pacífico, estable e independiente que logró mantenerse como tal hasta 1707, cuando los reinos de Inglaterra y Escocia se unieron para crear el Reino de Gran Bretaña. Y así hasta hoy.