Eran casi las once de la mañana, el sol brillaba con furia y circulábamos por un camino de tierra estrecho, lleno de pozos. El auto se sacudía cada vez más y mis padres me miraban de reojo con desconfianza. Era entendible: no les gustaba demasiado que me aventurara por esos lugares con un vehículo que apenas tenía seis meses.
Pero igual seguimos. A ambos lados del camino solo se veían árboles muertos y tierras anegadas. Un poco más adelante, pasamos cerca de un siniestro edificio en ruinas con una enorme chimenea. El cartel que exhibía en lo que quedaba de su estructura era incluso más terrorífico: “Matadero”.
Dos kilómetros más y llegamos a la entrada de lo que era Villa Epecuén, un pueblo de la provincia de Buenos Aires que fue completamente destruido por una inundación en 1985. En su momento de esplendor, la pequeña localidad atraía veinticinco mil turistas cada verano, que llegaban para disfrutar de la laguna Epecuén, famosa por sus propiedades curativas. Durante la década del 70, la villa tenía 6 mil plazas hoteleras y 250 locales comerciales. La población estable rondaba las mil quinientas personas.
A comienzos de los 80, las continuas lluvias que azotaban la región comenzaron a amenazar el pueblo. La laguna crecía entre 50 y 60 centímetros por año, y parecía inminente que rebasara el terraplén defensivo de cuatro metros de altura sobre la costa, construido para proteger la villa. Pero las autoridades no hicieron nada al respecto.
La lluvia continuó cayendo, y el 10 de noviembre de 1985 el terraplén cedió y el agua inundó el pueblo. Todos los habitantes tuvieron que ser evacuados, pero afortunadamente no hubo muertos. Sin embargo, los residentes de Epecuén perdieron sus hogares y todas sus pertenencias. La villa quedó bajo el agua durante dos décadas.
Cuando llegamos a la entrada, solo vimos el nombre del pueblo en letras de concreto y una garita, con un hombre dentro que nos cobró una entrada para visitar lo que quedó del pueblo y nos entregó un mapa. En la actualidad, el nivel del agua ha bajado casi por completo, y es posible caminar por la avenida principal y ver el trazado de las calles, el dique de contención y las ruinas de las casas, hoteles y otros edificios.
Avanzamos despacio, en silencio, cautivados por tanta destrucción. Por todos lados había árboles muertos, edificios en ruinas y autos oxidados. Todavía se veían muchas manzanas inundadas, y el pueblo estaba deshabitado. Quienes residían en Epecuén fueron reubicados en Carhué, una localidad vecina, a siete kilómetros.
Aunque durante nuestra visita no nos cruzamos con nadie, no fuimos los únicos curiosos que se acercaron a conocer este lugar. Muchos fotógrafos, turistas y periodistas de distintas partes del mundo se sienten atraídos por los restos de la villa turística.
En 2017, incluso, unos cineastas argentinos filmaron en Epecuen Los olvidados, una película de terror que, como su nombre lo indica, es mejor olvidar. Aunque tiene el atractivo de la inusual ambientación (qué mejor para una historia de terror que situarla en un verdadero pueblo fantasma), el guión es demasiado flojo y las actuaciones son insufribles.
Después de deambular durante un rato entre las ruinas, cerca del mediodía nos dio hambre y decidimos continuar nuestro camino. El sol seguía brillando y el cielo estaba despejado. No había señales de lluvia.